Legitimidad
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Legitimidad

Los cimientos del estado social, democrático y de derecho

  1. 272 páginas
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Los cimientos del estado social, democrático y de derecho

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La cuestión de la legitimidad es sin duda una cuestión extraña. No es fácil saber qué aporta al funciona-miento de unas instituciones que, en principio, cuentan con todos los resortes materiales necesarios para funcionar y son capaces de obtener obediencia por procedimientos "mecánicos" como la policía, los tribunales o el sistema penitenciario. Sin embargo, nunca deja de ponerse encima de la mesa. En los debates de los medios o incluso en nuestras conversaciones cotidianas es frecuente escuchar afirmaciones como "puede que sea legal, pero no es legítimo" o "que lo decida una mayoría no significa automáticamente que sea legítimo". ¿Qué queremos decir exactamente cuando sostenemos estas cosas? Este libro trata de responder a esta peliaguda cuestión partiendo, como no podía ser de otra manera, de la indagación filosófica. En ella, los autores muestran el camino por el que han ido estableciéndose los principios de legitimidad que, de manera irrenunciable, han de guiar el proyecto de un orden civil republicano. Este recorrido nos conduce hasta las exigencias planteadas por la teoría feminista, que desde sus orígenes ha impugnado la legitimidad del poder patriarcal y ha reivindicado que la universalidad de los principios que identificamos con el progreso de la humanidad lo sea de verdad.

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Información

Año
2020
ISBN
9788446048763
Categoría
Philosophy
CAPÍTULO III
Libertad, igualdad e independencia en Kant
INTRODUCCIÓN
Tal como hemos visto en el capítulo anterior, Rousseau sostiene que, si alguien se negara a obedecer la ley que se ha dado a sí mismo, el cuerpo social en su conjunto tendría que obligarle a ser libre. Para sostener esta afirmación, es necesario poner en juego un concepto de «libertad» muy distinto al de Hobbes.
En efecto, vimos cómo, para Hobbes, la «libertad natural» es lo único a lo que propiamente cabe llamar libertad. Y esta libertad natural es algo que se define como capacidad de cada uno para hacer el uso que le dé la gana, sin interferencias ni obstáculos externos, de sus propias fuerzas. En este sentido, un Estado civil pude y debe sin duda obligarte a ser obediente y cumplir las leyes que el soberano haya establecido para hacer posible la vida pacífica en común. Pero sería absurdo decir que de ese modo se te obliga a ser libre. Así pues, vimos que, para Hobbes, la libertad era algo respecto a lo que la ley no podía pensarse más que como un obstáculo o impedimento externo (por mucho que resultase necesaria y deseable para todxs).
Por el contrario, Rousseau vinculaba ley y libertad de un modo muy estrecho. Si bien es cierto que, en cierto sentido, uno puede considerarse «libre» en la medida en que actúa atendiendo a su voluntad particular (persiguiendo el provecho propio o cualquier interés privado), Rousseau pone en juego, al mismo tiempo, otro concepto de libertad que tiene que ver, precisamente, con no ser súbdito más que de aquellas normas de las que unx mismx ha sido el soberano. Y solo a esto cabe llamar propiamente libertad en tanto ciudadano.
Ahora bien, para comprender esta diferencia en toda su profundidad es necesario hacerse cargo del problema filosófico planteado por la relación entre libertad y necesidad. Tal como vimos en los epígrafes «Libertad y necesidad: seres racionales, irracionales e inanimados» y «Libertad y necesidad: la mayor complejidad de los asuntos humanos» del capítulo II, la concepción materialista de Hobbes considera perfectamente compatibles libertad y necesidad. En efecto, alguien es libre en la medida en que pueda hacer lo que le dé la gana. Pero esas «ganas», sean las que sean, vienen siempre determinadas por una serie de causas previas. De este modo, si fuera posible analizar absolutamente todas las causas que han intervenido en la toma de una decisión, podría verse que esa decisión no es en absoluto contingente sino todo lo contrario (es decir, está necesariamente determinada por las causas que le preceden). De nada sirve intentar argumentar a favor del libre arbitrio mostrando que distintas personas, en la misma situación, pueden tomar decisiones distintas. Para sostener el concepto hobessiano de «necesidad» bastaría argumentar que esas dos personas pueden haber tenido una educación distinta o simplemente tener un carácter diferente (dado que este tipo de cosas también operan como causas capaces de determinar nuestra voluntad). En efecto, la cuestión no es si dos personas podrían tomar decisiones distintas. La cuestión es saber si, cuando hacemos algo, dado que siempre lo hacemos atendiendo a determinados motivos, no estamos obligados a decir que ese resultado es en cierto modo necesario. Ciertamente, qué sea lo que terminemos haciendo dependerá de una multitud de variables como la intensidad de nuestras ganas de hacerlo, el beneficio que quepa esperar, los riesgos a los que nos enfrentemos (entre los que hay que contar, por supuesto, los castigos con los que nos amenacen las leyes). También dependerá, por ejemplo, del tiempo que hayamos invertido en la deliberación, es decir, en valorar racionalmente qué es lo que de verdad nos interesa más hacer en cada caso y hacer bien los cálculos de coste y beneficio. Pero cuánto tiempo dedicamos en cada caso a esta reflexión es algo que, a su vez, viene determinado por causas como, por ejemplo, la urgencia de las circunstancias, el nivel de formación o el talante de cada uno. De este modo, para Hobbes resulta obvio que el hecho de hacer algo es prueba de que ha habido causas suficientes para determinar ese curso de acción.
En el curso de este capítulo, trataremos de mostrar hasta qué punto la idea misma de libertad ciudadana (en el sentido que hemos esbozado a propósito de Rousseau) carece de sentido a menos que se logre impugnar esta concepción filosófica de fondo. Y, ciertamente, este es uno de los objetivos principales que Kant se marca en la Crítica de la razón práctica. De hecho, esta obra proporciona una fundamentación efectiva de algunos de los conceptos que Rousseau maneja con notable intuición. En todo caso, antes de pasar al fondo de ese asunto, debemos comenzar por responder a la pregunta de cómo podemos estar seguros del hecho de la libertad (como algo incompatible con la absoluta necesidad).
¿HAY ALGÚN HECHO QUE NOS PERMITA SABER QUE SOMOS REALMENTE LIBRES?[1]
¿Cómo podemos saber que estamos siendo libres cuando creemos serlo?, ¿cómo podemos saber que estamos actuando, en lugar de dejándonos arrastrar por todas aquellas cosas que somos y que nos determinan?
En la Crítica de la razón práctica, Kant establece que el único hecho a partir del cual podemos tener certeza de la libertad es, precisamente, el hecho de la moral. Uno solo es capaz de saber que puede hacer algo (incluso en contra de todos sus deseos, inclinaciones, costumbres o hábitos) cuando sabe que debe hacerlo y, de ese modo, «reconoce en su fuero interno esa libertad que hubiese seguido siéndole desconocida sin la ley moral»[2].
De hecho, toda la sintaxis del deber y la imputabilidad es algo que solo tiene sentido a partir del supuesto de la libertad. Sería absurdo sentar a una teja en el banquillo de los acusados por haberle roto la cabeza a alguien. Y es absurdo porque, por decirlo así, la teja siempre podría contestar que no pudo hacer otra cosa, que está enteramente determinada por la ley de la gravedad, que no fue libre y que, por lo tanto, no cabe imputarle ni reprocharle ninguno de sus movimientos (precisamente porque fueron eso: meros movimientos). Por la misma razón, tampoco es posible sentar a un león ante un tribunal pues, en efecto, siempre tendría derecho a alegar que es esclavo de un sistema de resortes automáticos a los que no se puede sustraer.
Por el contrario, los seres racionales tenemos la certeza de que nuestros actos nos son imputables. Sabemos que, cuando cometemos alguna vileza, no tenemos derecho a decir, sin más, «yo es que soy así», «qué le voy a hacer», «lo veo y ya no respondo», «no pude evitarlo», «tuve que», «no pude hacer otra cosa»…
Hay cosas que sabemos con una certeza incomparablemente superior a la que pueden tener todas las teorías deterministas o fatalistas del mundo. Sabemos con certeza que hay cosas intolerables. Cuando alguien abusa de la confianza de un amigo para quedarse con su dinero, puede intentar contarse a sí mismx que estaba en una situación de necesidad que lo justifica, pero sabe a la perfección que no debería haberlo hecho. Y como en cualquier circunstancia sabrá que no debería haberlo hecho, de alguna misteriosa pero indubitable manera, sabrá perfectamente que podría no haberlo hecho, por mucho que sea capaz de reconstruir completa la serie casual que le ha llevado a hacerlo.
En realidad, no podemos nunca demostrar que hemos actuado libremente de verdad. Pero tenemos un motivo muy firme para sabernos libres. Sabemos que hay ciertas cosas que no deben ocurrir jamás, desde ningún punto de vista, incluso si están ocurriendo a diario. Y porque sabemos que tenemos la obligación de colaborar en un orden moral, sabemos que podemos hacerlo. Porque sabemos que debemos, sabemos que podemos. La moral, en este sentido, es ratio cognoscendi de la libertad (sabemos de la libertad gracias al hecho de la ley moral) aunque, por supuesto, la libertad es ratio essendi de la moralidad (la idea misma de moralidad carecería de sentido si no fuese porque, en efecto, somos libres).
Esta es, en definitiva, la cuestión de la autonomía moral. Gracias al hecho de la moralidad, y solo gracias a él, podemos saber que no somos autómatas que responden con meros resortes mecánicos. Sabemos que no nos limitamos a ser efecto de un sistema de causas que no hemos decidido nosotros mismos. La libertad, desde luego, tiene algo que ver con la posibilidad de satisfacer demandas de nuestro cuerpo, de nuestra cultura o de nuestro psiquismo, pero también con la posibilidad de no hacerlo. Si fuéramos completamente esclavos de leyes (biológicas, culturales o psicológicas) que no hemos establecido nosotros mismos, podríamos sentirnos felices y satisfechos en numerosas ocasiones (como cabe suponer que ocurre cuando un león se come a una gacela), pero no podríamos considerarnos sujetos libres. Kant denomina «heteronomía» a la subordinación a todos esos sistemas de leyes (biológicas, culturales, psicológicas o de cualquier otro tipo) que no hemos establecido nosotros mismos, es decir, sistemas de leyes de los que no somos en ningún sentido los legisladores (y, por lo tanto, al no ser soberanos, no nos hace libres ser súbditos). Por el contrario, denomina «autonomía» a la capacidad que tenemos de darnos normas a nosotros mismos como sujetos racionales y, por lo tanto, independientes de las inercias culturales, las normas sociales, los prejuicios tribales o los engranajes psíquicos que, sin embargo, nos constituyen y nos determinan.
De momento, estamos solo planteando la cuestión de si es posible o no la libertad. Más adelante nos ocuparemos del asunto de qué es lo que manda exactamente la razón. Por ahora, nos limitamos a distinguir dos órdenes escindidos a partir de los cuales podemos decir que algo puede ser intolerable pese a ser, quizá, perfectamente natural. Hay cosas que son perfectamente posibles según la naturaleza y que, sin embargo, son intolerables moralmente. A ese orden capaz de establecer una legislación, digamos, paralela a la de la naturaleza es a lo que cabe llamar «moral». Porque sabemos sin lugar a dudas que hay ciertas cosas repugnantes moralmente (por muy posibles o reales que sean), sabemos que hay dos órdenes distintos y, de nuevo, escindidos: el orden natural y el orden moral.
LA DIMENSIÓN QUE NINGÚN PRÍNCIPE GOBIERNA
Para mostrar la radical escisión a este respecto entre el orden moral y el natural, Kant trata de buscar ejemplos en los que todo el peso del deseo o las inclinaciones caiga de un lado para mostrar que, pese a todo, sigue habiendo alguna fuerza (extraña) al otro lado. Uno de los ejemplos más famosos es el del príncipe que exige a uno de sus súbditos, so pena de muerte,
levantar falso testimonio contra un hombre honrado al que dicho príncipe quisiera echar a perder recurriendo a fingidos pretextos; ¿acaso no le parecería entonces posible vencer su amor a la vida por muy grande que fuera este? Quizá no se atreva a asegurar si lo haría o no; sin embargo, que le sería posible hacerlo, ha de admitirlo sin vacilar[3].
Aquí la situación es clara: si un príncipe poderoso quisiera provocar la ruina de un hombre honrado (un hombre al que no le puede en realidad imputar nada, pero al que desea hundir por cualquier motivo caprichoso), podría premiar con enorme generosidad el falso testimonio de un súbdito, pero también castigar con la máxima dureza su negativa a colaborar. Antes de encontrarse metido en una situación así, es muy difícil saber qué haría realmente cada unx, pero hay algo que sí podemos sab...

Índice

  1. Portada
  2. Portadilla
  3. Legal
  4. Introducción. El problema de la legitimidad
  5. I. Hobbes: libertad y necesidad
  6. II. El contrato social y la doble dimensión de la voluntad
  7. III. Libertad, igualdad e independencia en Kant
  8. IV. Libertad y propiedad en El capital de Marx
  9. V. El constitucionalismo garantista
  10. VI. La Ilustración feminista
  11. Bibliografía