Memorias comillenses
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Memorias comillenses

  1. 128 páginas
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Memorias comillenses

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Citas

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El presente libro ofrece algo más que unas simples memorias. En efecto, en sus páginas Sádaba habla de lo vivido durante sus cuatro años de estancia en la Universidad Pontificia de Comillas, o nos guía por su Primera Comunión, pero el resultado dista mucho de ser otra más de las visiones –transidas de cierta nostalgia complaciente– tan habituales en los últimos tiempos. No, no es Cuéntame.Nada de eso hay en sus páginas, más bien lo contrario: irónicos aforismos con marcados aires de sarcasmo; visión nada complaciente de Comillas ni de los jesuitas; dura crítica de la religiosidad rancia que dominaba no sólo la Pontificia sino la vida cotidiana de la España de la época… En suma, un retrato sin concesiones de un tiempo triste y gris que, aunque afortunadamente pasado, lastró sin remedio a varias generaciones de españoles. Y no, no hay revanchismo alguno, sólo una visión racional de la irracionalidad vivida.

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Información

Año
2016
ISBN
9788494528392
Edición
1
Categoría
Christianity
Capítulo 1
Aforismos comillenses y otros más
1
Cuando murió Pío Baroja, el padre Penagos, jefe de Estudios eterno y personaje incomparable en el marco comillés, anunció su muerte con esta perla: «Pío Baroja ha muerto y lo ha hecho como vivió, como un cerdo». Y se quedó tan contento como quien ha dicho una machada. Me imagino que de esta forma pensó que él daba un paso al Cielo y Baroja al Infierno.
El padre Penagos, cántabro, era toda una figura, mezcla de patán y niño grande. Se creía astuto y trataba de mostrar que lo era. En su tiempo fue seminarista en Comillas, donde se ordenó sacerdote. A los 27 años entró en la Compañía de Jesús. Comillas funcionó como su familia, su nicho, su vida. Debió estar convencido de que poseía un púlpito universal. Los futuros sacerdotes llevarían su impronta. Pero, nobleza obliga, tenía una inmensa capacidad de trabajo y vocación pedagógica. Con otro contenido, hubiera sido un buen maestro en la República. Y como adorno indirecto sobresale el hecho de haber sido tío de Isabel Penagos, destacada soprano de ópera y zarzuela.
2
Un seminarista con cara de sandía, voz de pito y apellido de cereales, sentenció, mientras comíamos, lo siguiente: «Como dice el padre Penagos, empéñate en condenarte y te condenarás». Toda una reflexión genial sobre la libertad y el Infierno o la Gloria con marca de Penagos. El sentido común convertido en la inversión de la sabiduría popular.
3
«A las mujeres hay que mirarlas como almas del Purgatorio» tronó, mientras nos daba los puntos de meditación para el día siguiente, el padre espiritual, padre Reino. Nunca entendí bien si quería decir que debíamos rezar por ellas para que se salvaran o que a su cuerpo lo rodeaban las llamas. La mujer, desde luego, era un poderoso enemigo. Todas las armas para luchar contra ella eran pocas. En cualquier caso, algún problema parece que le daban tales almas a su cuerpo terrestre. «Sólo tengo 48 años y mucha experiencia» nos gritó otro día también en el momento de darnos los puntos de la meditación mañanera. Aparte de la experiencia, cierta calentura del demonio meridiano es probable que le acosara. Y es que después de que el padre Galende, el encargado de los incipientes instrumentos eléctricos del momento, nos pusiera, previa ocultación con la mano de cualquier escena que considerara escabrosa, Historia de una monja, me comentó que no le extrañaba que los actores se enamoraran entre ellos. Audrey Hepburn debió hacerle tilín. Esta atractiva artista murió hace algunos años de cáncer. Ya nos había avisado también Reino que él conoció a una Dulcinea que acabó loca. «Sic transit gloria mundi.»
En otra ocasión, y después de verme jugar al fútbol, con pantalón largo, como era preceptivo, me comentó que le recordaba al rey Balduino. Menos mal que no le recordaba a Fabiola. Tendría que haberla imaginado como alma del Purgatorio.
Dos frases más del mismo padre: «¡Tosed fuerte!». La expresión iba dirigida contra «las amistades particulares», un eufemismo para referirse a los noviazgos, más o menos intensos, entre los seminaristas. Nada extraño si te pasabas meses sin ver ni oler una fémina. Y quien quiera ilustrarse sobre el asunto que lea a R. Peyrefitte, aunque su trama no discurre en un seminario sino en un colegio. La otra es ésta: «Admirad a los militares». En este caso, la diana se dirigía a los indisciplinados o indolentes que flaqueaban a la hora de cumplir el reglamento. O renqueaban en el momento de levantarse de la cama por la mañana. Ya nos advirtió de que un virtuoso padre le comentaba que llevaba muchos años levantándose a las cuatro de la mañana y aún no había adquirido el hábito de hacerlo. Un militar cumpliendo un arresto bajo un sol tórrido le parecía la quintaesencia de la virilidad.
El padre Reino, gallego, fue primero también sacerdote antes de entrar en la Compañía. Llegué a oír que durante su ministerio sacerdotal se produjo algún milagro. Si Jesús hizo milagros, no había objeción para que los realizaran sus discípulos. Todavía la Santa Sede, si desea elevar a alguien a los altares, exige que haya sido capaz de hacer un milagro. Y siempre se encuentra a un hombre o una mujer, mejor si son curas o monjas, que certifiquen que han sanado de manera extraordinaria. No sé, si esto es así, por qué no se celebra como santo a quien vive con cuatrocientos euros al mes. Reino andaba encorvado, recogido, sumido en su contacto con lo divino y dando ejemplo. Una vez que fuimos a visitarle a la enfermería y le encontramos tendido en la cama, no soltó de sus manos el rosario que le acompañaba día y noche. Había no poco en él de represión y resentimiento nietzscheano, todo ello revestido de entrega, sin límites, a Cristo. «Deberíamos andar arrastrados ante un Dios que se ha dignado rebajarse a nuestra despreciable condición», nos dijo un día, entre iracundo y emocionado. El padre Reino tenía fama de sabio espiritual. «Pasa muchas horas estudiando psicología en la biblioteca», oí comentar, con admiración, a un teólogo. Y, con un enfado indescriptible, el inefable padre Quevedo nos espetó, al haberle llegado algún chivato con el cuento de que Reino no nos acababa de convencer, que los buenos seminaristas, los de antes, estaban con él «a partir un piñón». No me duelen prendas en añadir que vivió con intensidad su fe; una fe tridentina. No en vano predicaba que el sacerdote, antes que nada, debía ser «un hombre de Dios». Y es que los peligros del mundo y las tentaciones del diablo no eran pocos. Nada digamos de una política que comenzaba a penetrar por nuestros poros.
4
Hace su aparición ahora el padre Quevedo, quien, lo adelanto ya, me echó a mí de Comillas. Probablemente tendría que agradecérselo. Pocas personas he conocido como él. Alegre, a saltos, tocando el cielo, con una sonrisa como si hubiera ganado la lotería. Él diría que le había tocado mucho más puesto que, por la gracia divina, se había convertido en un privilegiado hijo de Dios. Su simplicidad era mayor que la del alma en el pensamiento de los escolásticos. Todo era evidente para este convencido jesuita. Todo era claro para los puros, castos y obedientes. Ya nos lo dijo cuando defenestraron al padre Azpeitia y le colocaron a él de prefecto inquisidor para poner orden entre, para los más ultras, el gallinero de la pagana Filosofía: «Si uno tiene mal el estómago, aunque le den pollo, le hará mal». Cómo tendríamos nosotros el estómago si nos daba chicharros con más días que lunas indias.
«No he leído el libro de Zubiri sobre la esencia, pero el padre Muñoz, que tampoco lo ha leído, me ha dicho que no merece la pena leerlo.» Si lo había dicho el muy eminente padre Jesús Muñoz Vizcaíno, ni una palabra más. Este padre era un neurótico total. Una frase latina que usaba con frecuencia era la de ut ita dicam («por así decirlo»).Y una de las acusaciones que Quevedo me hizo cuando, con santo cinismo, me dijo que daría unos buenos informes en cualquier otro sitio pero que me marchara de Comillas, es que yo le imitaba diciendo «putita dicam». No fue la única expresión que puso a las espaldas de mi expulsión. Sacó un papelito y leyó que yo había introducido la palabra «fosfates» en sentido de cópula. No puedo negar que solía decir a modo de exclamación «No me fosfates», imitando a un amigo de Portugalete siempre original con el lenguaje. Pero lo de cópula me suena a chiste; a chiste malo. Nunca dejará de sorprenderme la minuciosidad en los detalles de los chivatos, esos seres que repugnan al más elemental sentido moral. Claro que quien les exigía información recurría a lo que escribe el manual de moral del padre Arregui: «Al superior, cuando interroga, se le debe responder». Él interrogaba amenazador y los chivatos respondían, o por miedo, o porque creían que de esta manera su conducta avanzaba hacia la santidad.
El padre Quevedo daba clase sobre los sacramentos y su latín no debía de ser el de Cicerón. En una ocasión en la que en una mensual, o exposición pública de residuo escolástico, un pupilo suyo se esforzaba en argumentar, él no hacía más que reír a lo tonto. Como si todo fuera diáfano y cualquier objeción habría que tomarla a broma.
El padre Quevedo había estudiado como jesuita en Comillas y procedía de una muy católica familia madrileña. Uno de sus compañeros en aquellos estudios fue el padre Apolinar Morán. Aseguro, por si alguien lo pone en duda, que el nombre no es un invento mío. El padre Morán fue rector y, en función de su cargo, tendría que ser el responsable principal de mi expulsión. Nada extraño, porque no le debía caer muy bien. Una expulsión, lo repito, que, dentro de lo que uno puede conjeturar, no me vino nada mal. Era un tipo seco, antipático, que te recibía de pie para no perder el tiempo, al menos con un imberbe. El rector anterior, padre Escudero, murió repentinamente y me imagino que la causa la tuvo un infarto fulminante. De este hombre guardo un excelente recuerdo. Me recibió, un día en el que yo me encontraba deprimido y triste, con un afecto extraordinario; una persona entrañable, sin duda.
El padre Quevedo, del que se decía, con razón, que echaba el gancho o, lo que es lo mismo, que era un propagandista de la Compañía al que le gustaba hacer prosélitos, tenía un sobrino, de nombre Óscar y también jesuita, que se dedicaba a la parapsicología. Llegó a hacerse un nombre, sobre todo en Brasil. Pero la sobrina que le embelesada era una de nombre Teresita. Repartía estampas de ella porque, eso se decía, murió en olor de santidad. No sé donde habrá quedado en su carrera a los altares. La última noticia que he tenido del padre Quevedo ha sido que pertenecía a una asociación, de nombre Covadonga, en la que se reunían los sacerdotes más rancios y conservadores imaginables. Normal.
5
Una de un seminarista muy remilgado del que sólo daré las iniciales L. de H., riojano él, quien, poniéndolo en la boca del maestrillo padre Castañeda, nos lanzó esta profunda y seria enseñanza: «Si el catolicismo es la verdad, hay que imponerlo por las buenas o por las malas». Para quien no sepa qué es eso de «maestrillo», nos estamos refiriendo al periodo de tres años que, una vez finalizados los estudios de Filosofía, tenían que dedicar los jesuitas a la tarea que se les encomendara. Una de esas tareas consistía en vigilarnos a los pobres retóricos. O, lo que es lo mismo, a los que estábamos a punto de pasar a Filosofía y habíamos dejado una especie de guardería que recibía el nombre de «gramáticos». A decir verdad, yo no fui nunca gramático. Y es que entré en Comillas a los 16 años. Tenía, eso susurraban, mundo y formaba, con media docena más, el grupo conocido como los de «vocación tardía». Otro nombre era el de «bachilleres». El resto nos miraba con una mezcla de admiración y desprecio: admiración por haber renunciado a las pompas mundanas, desprecio por no haber crecido desde el primer momento con los pañales de una formación sacerdotal completa.
6
Otra vez el padre Reino: «Dicen los teólogos que la Virgen Santísima recibió más gracias que todos los santos juntos». Yo no veía por qué quien había nacido sin Pecado Original y era Madre de Dios tenía que seguir recibiendo gracias. Y menos aún veía a un Dios que andaba por ahí repartiendo gracias. Lo de la gracia es una idea más que rara para quien no haya mamado de la Teología. Por decirlo rápidamente, consistía en dones que provenían del Cielo y que hacen crecer en santidad dentro de un mundo sobrenatural que se eleva muy por encima de éste. Supongo que el asunto seguirá sin entenderse. Pero aseguro que no es culpa mía.
Era obligatorio rendir cuenta de conciencia cada cierto tiempo al padre espiritual. Éste te recibía por riguroso orden de lista y la pregunta que te hacía, en cuanto te sentabas delante de él, se repetía machaconamente: cómo andaba tu vida espiritual. El tiempo lo establecía un reloj situado en medio de su mesa. Cuando consideraba que se había movido la aguja lo que creía conveniente, te decía «hora finalis» y te despedía. No está de más recordar que en cierta ocasión le dije, con la prudencia que te envolvía cuando se trataba de cuestiones de fe, que me resultaba muy difícil aceptar la idea de un Infierno eterno. De un manotazo resolvió la objeción: «Ya lo dice el Evangelio: “in ignem aeternum”». Y tan feliz. Tengamos en cuenta que la definición del catecismo afirmaba, sin vacilar, que se trataba del compendio de todos los males sin bien alguno. Y la imaginación nos lo presentaba como una hoguera que no cesa quemándote sin que por ello perecieras. Creo que he relatado alguna vez que de la mano de mi padre, y contemplando los hornos lanzando fuego y humo de Altos Hornos de Vizcaya, le pregunté a mi buen progenitor si el fuego del Infierno sería parecido. Me contestó que no había comparación, el del Infierno era infinitamente más grande y terrible.
7
Del mismo padre Reino, que, como se verá, es inagotable: «No os podéis imaginar lo que impresiona a la gente cuando vais muy recogidos. Siempre me lo decía un feligrés. Tendríais que ser como el “santiño”, un señor que se santiguaba e inclinaba la cabeza aunque viera una iglesia a kilómetros». Hablando de imaginación, tampoco se podría imaginar la gente que he conocido que se santiguaba varias veces al día y no desmerecía en sinvergonzonería. Reino sí andaba como si estuviera poseído por el Espíritu Santo. El tabú lo invadía.
8
Cuando llegué por primera vez a Comillas, en el coche de dos familias portugalujas que allí tenían a sus hijos, no llevaba sotana alguna conmigo. Por eso anduve durante bastante tiempo con «traje de pecador», como se decía con tonta condescendencia. También me faltaba otro tipo de ropa, la interior por ejemplo, y la necesaria ...

Índice

  1. Cubierta
  2. Memorias comillensens
  3. Legal
  4. Introducción
  5. Aforismos comillenses y otros más
  6. La Primera Comunión
  7. La Tía Sandalia