Los otros mártires
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Los otros mártires

Las religiones minoritarias en España desde la Segunda República a nuestros días

  1. 320 páginas
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Los otros mártires

Las religiones minoritarias en España desde la Segunda República a nuestros días

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"Los otros mártires" quiere dar a conocer la existencia de otras confesiones más allá del culto oficial asociado al poder político y otorgarles el reconociento a la lucha que han protagonizado y gracias a la cual todas las personas que viven en España pueden hoy gozar plenamente de sus derechos civiles.Y puesto que es la historia silenciada de esta lucha la que quiere mostrarse en con esta obra, se recuperan en ella dos fuentes de información únicas e insustituibles: por un lado el testimonio de personas y colectivos que han participado en la pugna por el derecho a vivir y demostrar públicamente su pertenencia a una entidad religiosa minoritaria y, por otro lado, la propia documentación histórica. La obra incluye la reproducción facsímile de numerosos documentos que posibilitarán al lector el acceso directo, sin interpretaciones ni mediaciones, a algunos hechos que son parte de la historia de todas las personas que viven en España, y no simplemente de los creyentes de las diferentes confesiones.

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Información

Año
2012
ISBN
9788496797581
III. El franquismo
La posguerra (1939-1945)
Los designios de la providencia, amadísimos hijos, se han vuelto a manifestar una vez más sobre la heroica España. La Nación elegida por Dios como principal instrumento de la evangelización del nuevo mundo y como baluarte inexpugnable de la fe católica, acaba de dar a los prosélitos del ateísmo materialista de nuestro siglo la prueba más excelsa de que por encima de todo están los valores eternos de la religión y del espíritu. La propaganda tenaz y los esfuerzos tenaces de los enemigos de Jesucristo parece que han querido hacer en España un experimento supremo de las fuerzas disolventes que tienen a su disposición repartidas por todo el mundo, y aunque es verdad que el omnipotente no ha permitido por ahora que lograran su intento, ha tolerado al menos algunos de sus terribles efectos, para que el mundo viera cómo la persecución religiosa, minando las bases de la justicia y la caridad, que son el amor de Dios y el respeto a su santa ley, puede arrastrar a la sociedad moderna a los abismos no sospechados de una misma destrucción y apasionada discordia[1].
Pío XII, sumo pontífice, saludó así la victoria de Franco. España, pese a ser «baluarte inexpugnable de la fe católica», era un país destruido. La guerra se había cobrado muchas bajas (en combate, ejecutados o enfermos), otros no tuvieron más salida que el exilio y muchos ciudadanos y ciudadanas estaban presos. Esta situación marcó la posguerra, sobre todo los primeros años cuarenta.
El volumen de población activa, por tanto, se vio considerablemente reducido. La destrucción de los principales centros fabriles y la difícil situación de las ciudades vencidas obligaron a muchas personas a volver al campo, en un proceso inverso al que se había producido en los años anteriores, en busca de asegurar su supervivencia y la de sus hijos.
El desastre entre la población lo fue tanto a nivel cuantitativo, puesto que la mayor parte de las bajas se había producido en el bando de los vencidos (el que acumulaba mayor fuerza de trabajo), como cualitativo, dado que un buen número de intelectuales, maestros y profesionales liberales habían fallecido o se habían exiliado. El ambiente seguía siendo bélico; el miedo estaba instalado en las ciudades; las condiciones de vida eran pésimas, pues no habían mejorado después del fin de la guerra y no mejorarían en años; todo el mundo era sospechoso para todo el mundo y, lo que es peor (y tendría consecuencias terribles), todo el mundo era sospechoso para el Régimen, un Régimen que tampoco estaba libre del miedo que amenazaba a cada español.
Económicamente, la guerra supuso una catástrofe. La renta nacional alcanzó niveles que se correspondían con los de veinte años antes y no se recuperó hasta casi veinte años después. Además, muchas de las ya de por sí poco abundantes infraestructuras habían sido destruidas. Por otro lado, el triunfo en la guerra del bando «propietario» agudizó aún más las diferencias sociales empeorando, si cabía, la situación de las clases trabajadoras, verdaderas perdedoras de todo el proceso.
Estos primeros años de la dictadura fueron los más crudos de la represión y los más difíciles para el conjunto de la población. La guerra fue devastadora, destructiva a muchos niveles. La situación económica de la España de los años cuarenta era pésima y la moral de los supervivientes, especialmente la de los vencidos, estaba por los suelos. Sin embargo y, paradójicamente, en España aún quedaba mucho por devastar. El franquismo no había hecho más que empezar y en los planes de Franco no estaba devolver la dignidad a los perdedores de la guerra, sino terminar de aniquilar a quienes habían tenido algo que decir en el periodo democrático y, lo que era aún más importante, borrar las huellas de su presencia, acabar con el legado de la República y los republicanos.
Para ello, el Régimen se esmeró en explicar a los españoles que esa etapa fue un accidente histórico, una pequeña e insignificante anomalía en la historia de España, plagada de acontecimientos significativos definidores de la genuina identidad española y su misión en la historia. El plan consistía en utilizar los años de la República como ejemplo del infierno al que España había sido sometida para terminar olvidando el periodo, actuando como si no hubiera existido, como si España nunca hubiese sido otra cosa que lo que era en el franquismo y como si, ante el más mínimo atisbo de cambio, el conjunto de la sociedad española, en bloque, se hubiera levantado para aplastarlo, para eliminarlo. En la inmediata posguerra aún estaban presentes ciertos elementos que podrían refrescar la memoria a los supervivientes o sembrar la semilla del mal en sus descendientes. Esta etapa del franquismo se caracterizó por la organización del Estado en materia política, militar y judicial.
A partir de entonces se llevó a cabo la organización de la victoria, aunque en la retórica franquista el discurso no fuera ése, sino otro, que hablaba de paz y de liberación. Se siguió prestando mucha atención a los aspectos legales, es decir, se recogió la obra legislativa iniciada en la etapa de la guerra, se aprovechó cuanto se pudo de lo elaborado previamente (casi todo) y se completó con la emisión de las normas necesarias para el diseño de una nueva Administración, bien consolidada y con la articulación precisa para servir a los intereses del nuevo régimen. Por otro lado, se continuaron sentando las bases ideológicas del Estado franquista, mediante un complejo mecanismo de combinaciones y turnos entre los distintos grupos de poder (o aspirantes) y sus ideas respectivas en los cargos públicos y siempre al servicio de la causa. Las religiones minoritarias, los llamados de una forma bastante descriptiva cultos disidentes, eran una muestra de esa España pretendidamente marginal, no católica, casi no española pero que inevitablemente formaba parte del país y que la guerra no había conseguido aniquilar. Aunque a duras penas, a lo largo de los años se había ido ganando un espacio que se situaba fuera de los estrechos márgenes del catolicismo pero que, por pequeño que fuera, se había consolidado y no iba a ser tan fácil de aplastar. Al tratarse de un asunto espiritual, y por tanto perteneciente a la conciencia personal de cada cual, no tenían por qué existir pruebas de su pertenencia a otra confesión. Por último, se estableció un complejo sistema judicial y procesal de la legitimación de las medidas que aún quedaban por tomar.
Las cuestiones que la República consideró fuera del ámbito de acción y de gestión del Estado, tal como quedaba recogido en la Constitución de 1931, en especial las que tenían que ver con asuntos religiosos, fueron recuperadas e integradas nuevamente. El Estado, por tanto, renunció a la gestión de los matrimonios y funerales, y a la inscripción de tales actos en los registros civiles. Perdió también la gestión de los cementerios. Naturalmente, tal renuncia se hizo a favor de la Iglesia católica, y a modo de restitución y compensación pero también adoptando la forma de «declaración de intenciones». Por lo tanto, se procedió a devolverle sus antiguas competencias y, paralelamente, se le siguió otorgando cada vez más y más espacios de poder, en un intercambio mutuo y constante de favores y lealtades.
La reorganización administrativa comenzó casi inmediatamente después de terminar la guerra. Era el momento de gestionar lo dispuesto en periodo de guerra y de terminar de desmantelar de manera definitiva la legislación republicana. Dicha reorganización fue compleja, no tanto por lo que suponía poner en pie un aparato burocrático después de una guerra civil, cosa de por sí difícil, sino porque además esa reconstrucción tenía que ir acompañada de un «resurgimiento», de una «revolución nacional», del «engrandecimiento de España». Así quedó establecido en la Ley de 8 de Agosto de 1939, modificando la organización de la Administración Central del Estado establecida por las de 30 de enero y 29 de diciembre de 1938[2]. Es un texto breve, conciso, en el que a lo que menos importancia se daba era precisamente a la reorganización ministerial, al reparto de competencias o a la nueva denominación de los servicios, sino que el verdadero objetivo de la ley era continuar con la concentración de poderes en la figura de Franco, suprimiendo la vicepresidencia del Gobierno y otorgándole la potestad para dictar leyes y decretos sin la deliberación del Consejo de Ministros.
Se trata, por tanto, de la continuación de un proceso de acumulación de poderes que se había iniciado a lo largo de la guerra y que no iba a cambiar porque ésta hubiera finalizado. La reorganización se llevó a cabo sobre tres pilares fundamentales: el Partido Único (siguiendo el modelo fascista, aunque fuesen varios los grupos en pugna por imponer sus ideas y sus métodos); la Iglesia católica, instrumento al tiempo activo y pasivo (lo primero por la libertad de acción que le otorgará el Régimen y lo segundo porque disfrutará de un papel legitimador), y la represión política. Los grupos dominantes que habían tenido más protagonismo hasta entonces intentarían mantenerlo a toda costa, pero nunca llegaron a conseguir ejercer el poder de manera pública y efectiva, puesto que Franco no estuvo dispuesto a cederlo en ningún momento. Por lo tanto, la pugna se centró en conseguir tener un poco más de influencia, ya que a poco más podían aspirar. El dictador se valió de cada uno de ellos en beneficio propio (en beneficio de España, se entiende) y, cuando uno u otro grupo, o incluso una persona hasta entonces de su confianza, dejó de serle útil, se deshizo de él.
A lo largo del franquismo, se fueron elaborando una serie de Leyes Fundamentales, que más adelante constituirían un cuerpo legislativo que se denominó «Leyes Fundamentales del Reino» dada la importancia social y política de su contenido. La primera de ellas, que ya hemos citado, el Fuero del Trabajo, estaba ya en vigor, puesto que se había promulgado en 1938, en plena guerra. Estas leyes establecieron la naturaleza del Estado y organizaron los poderes del mismo. Por ello, el conjunto de leyes resultante se ha considerado una especie de Constitución, o Constitución abierta al menos, aunque es un asunto muy discutido entre los juristas.
La segunda Ley Fundamental del Reino, la primera promulgada en el periodo de posguerra, es la Ley de Creación de las Cortes Españolas[3], de 17 de julio de 1942, por la que se crea un «órgano de representación del orden político», con la misión de ser «eficaz instrumento de colaboración [en la] suprema potestad de dictar normas jurídicas de carácter general, [para dar forma a un] principio de autolimitación para una institución más sistemática del Poder». Por descontado, la redacción del texto adoptó una apariencia en sus formas que no se correspondió con la realidad, y que el propio texto se encargaba de resolver más adelante. Es evidente que Franco no estuvo dispuesto a autolimitarse en sus poderes, sino todo lo contrario, y así lo demuestra el artículo 2, en el que se establecía la composición de la Cámara y la forma de acceso a la misma: para acceder a las Cortes como procurador, nombre tradicional para denominar a sus miembros, era necesario ser parte de las oligarquías nacionales, municipales y corporativas, o ser designado directamente por el jefe del Estado para tal cargo, «por su jerarquía eclesiástica, militar o administrativa, o por sus relevantes servicios a la Patria», nada menos. Por tanto, la Cámara, ya en origen, no representaba en absoluto al conjunto de los ciudadanos, a excepción de la inclusión entre los procuradores de dos cabezas de familia por cada provincia (por supuesto, hombres), quedando así claro que la pretendida limitación del poder de Franco a través de la recuperación de esta institución no fue ni siquiera una verdadera pretensión, sino sólo una frase en el Preámbulo de la ley. Por otro lado, las leyes por las que Franco había dado legitimidad a la concentración de todos los poderes en la figura del jefe del Estado y a la potestad de dictar leyes sin ningún tipo de limitación no habían sido derogadas. Por lo tanto, en teoría las Cortes se crearon como un instrumento y autolimitación del poder, cuando en realidad lo fue de colaboración con él.
Además, las Cortes tenían mucha carga simbólica. Se trata de una institución histórica, típica de la tradición de las monarquías hispanas, en la que se apoyaron todas ellas, como típico y también tradicional fue su papel subsidiario. En tiempos de Franco (aunque no todavía), España seguiría siendo un reino, y las Cortes, según recoge la ley, vendrían a «reanudar gloriosas tradiciones españolas». Franco retomó la tradición con esta ley, probablemente con el afán de mostrar una apariencia de cierta normalidad legislativa, pero posiblemente también para mantener una continuidad con las tradiciones y presentarse así como heredero legítimo del ordinario devenir histórico.
En realidad, este texto se aprobó por la perspectiva de la victoria aliada en la Segunda Guerra Mundial y por las presiones que ejercían sobre el Régimen de Franco tanto los Estados Unidos como el Reino Unido para que continuase en su posición de relativa neutralidad, dada la situación estratégica de la península Ibérica. Si bien España se había declarado neutral, es obvio que hasta entonces su política se había situado claramente en uno de los dos bloques, el del Eje. De no haber sido por las terribles dificultades económicas que estaba atravesando el país, y por la dependencia que el Régimen tenía de las ayudas norteamericana y británica, probablemente se habría posicionado aún más claramente a favor de los regímenes nazi y fascista[4].
Lo cierto es que Franco había mostrado siempre su rechazo hacia el régimen parlamentario y las instituciones que lo componían, por lo que se podría pensar que la constitución de las Cortes entraba en contradicción con su propio discurso. Sin embargo, no existe parecido alguno entre las Cortes diseñadas por Franco y las del sistema parlamentario, lo que justifica aún más la afirmación del carácter decorativo de su fundación.
En materia religiosa, este periodo fue un drama para los heterodoxos, las conciencias disidentes y el pluralismo ideológico. Para Josep Perera, creador del Archivo Gráfico-Documental Evangélico (AGDE), estos años fu...

Índice

  1. Portada
  2. Portadilla
  3. Legal
  4. Agradecimientos
  5. Prólogo
  6. Introducción
  7. I. La Segunda República
  8. II. La Guerra Civil
  9. III. El franquismo
  10. IV. De la Transición a la actualidad
  11. Apéndice documental
  12. Relación de documentos y sus fuentes
  13. Bibliografía