Despídete del mañana
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Despídete del mañana

  1. 352 páginas
  2. Spanish
  3. ePUB (apto para móviles)
  4. Disponible en iOS y Android
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Despídete del mañana

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Índice
Citas

Información del libro

Ralph Cotter escapa brutalmente y sin mirar atrás de la prisión donde estaba recluido con la ayuda de una mujer tan atractiva como peligrosa que le envolverá en un sórdido ambiente de ladrones, estafadores, y policías corruptos. Novela en la que se basa la película homónima.

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Información

Año
2014
ISBN
9788446040934
Edición
1
Categoría
Literature
… capítulo 1
Así despierta uno en la mañana de la mañana que lleva esperando toda su vida: no hay despertar como ése. De pronto estás completamente despierto, tan despierto que parece que te has saltado todos los niveles narcóticos del despertar, que no has experimentado ninguna de las impresiones sensoriales a medida que tu alma regresa de nuevo a tu cuerpo desde donde sea que haya estado; abres los ojos y estás completamente despierto, como si no hubieras estado jamás dormido. Ése fue mi caso. Aquélla era la mañana en que iba a ocurrir, y yo estaba allí acostado, temblando con excitación acumulada y deseando que sucediera ya y acabara, en ese instante, consumiendo energía nerviosa que debería haber estado reservando para el clímax, sabiendo muy bien que no era posible que sucediera en menos de una hora, quizá hora y media, hasta las cinco y media aproximadamente. Entonces eran tan sólo poco más de las cuatro. Aún seguía tan oscuro que no podía ver nada con claridad, pero sabía por lo poco de la mañana que podía oler que eran poco más de las cuatro. No había mucho de la mañana que pudiera acceder al lugar donde me encontraba, y las partes que lo hacían resultaban siempre bastante vapuleadas, y con razón: tenían que abrirse paso a través de una única ventana al tiempo que por ella salía un bloque sólido de hedor. Era un barracón penitenciario donde setenta y dos hombres sin asear dormían encadenados a sus literas, y cuando los olores individuales de setenta y dos hombres sin asear se juntan finalmente en una sola columna de hedor, obtienes una columna de hedor tal que resulta imposible de concebir: majestuosa, sin parangón, trascendental, suprema.
Pero nunca intimidaba a esa mañana temprana. Eternamente indómita, siempre regresaba, y siempre se abría paso hasta mí una pequeña parte de ella. Yo siempre me encontraba despierto para dar la bienvenida a estos fragmentos, oliendo ávidamente cualquier ínfima frescura que les quedara para cuando volvían a mí, oliéndolos con frugalidad, en preciosas y cuidadosas aspiraciones, dejando que ahondaran en las cavernas de mi memoria, dejando que sacaran a la luz los sonidos de las mañanas tempranas de hacía una vida: arrendajos azules, pájaros carpinteros y un sinnúmero de otras aves se enfrentaban como caballeros del medievo y se alanceaban unos a otros con punzantes lanzas hechas de canción, los cacareos de los gallos, los estridentes balidos de las ovejas hambrientas y los mugidos de las vacas, que decían: «Si nooooo hay heno, nooooo hay leche»; eso es lo que mi abuelo afirmaba que decían, y él lo sabía bien. Sabía todo lo que había que saber sobre todo lo que careciera completamente de importancia. Se sabía los nombres de todos los amantes de Adriano y la auténtica razón, silenciada por los historiadores, por la que Ricardo partió a Tierra Santa en la Tercera Cruzada y la semana en que los renos de Alaska se apareaban y las horas de la pleamar en Nueva Escocia; mi abuelo lo sabía todo excepto cómo llevar la granja, acostado en la habitación en la que Longstreet había pasado la noche una vez, hundido en el colchón de plumas, enterrado bajo los edredones que me escondían del viejo John Brown de Osawatomie, muerto y sepultado todos estos años, pero quien, se decía, aún andaba con paso fuerte por las estribaciones del desfiladero raptando a los niños desobedientes; oliendo la mañana y oyendo los sonidos, oliendo y oyendo, escondiéndome del viejo John Brown (pero escondiéndome también de otra cosa, aunque entonces no supiera lo que era), asustado como un niño pequeño (lo cual, iba también a descubrir, no era tan destructivo como el miedo del adulto), esperando la luz del día…
La oscuridad comenzó a desvanecerse lentamente en la ventana, y unos cuantos hombres se dieron la vuelta, haciendo sonar sus cadenas, despertándose; pero no hacían falta estos ruidos para saber que había movimiento, no más de lo que los necesita un animal salvaje para saber que lo hay; la columna de hedor que había estado reposando en láminas como las capas de una cebolla comenzó a levantarse y había un poco de todos en todas partes. Hubo toses, gruñidos, carraspeos y muchos escupitajos, y después el hombre de la litera de al lado, Budlong, un sodomita enjuto y enfermizo, se dio la vuelta sobre el costado poniéndose de cara hacia mí y dijo con voz lasciva:
—Esta noche he soñado otra vez contigo, cariño.
«Será tu último sueño, Soplanucas», pensé.
—¿Fue tan agradable como los demás? –pregunté.
—Más aún… –dijo él.
—Eres un encanto. Te adoro –dije, sintiendo una gran y rápida euforia de que ese día fuera aquel en el que iba a matarlo, de que por fin fuera a matarlo; lo mataría tan pronto como pusiera mis manos sobre esas pistolas. «Espero que Holiday sepa qué demonios hacer con esas pistolas –pensé–; espero que estén donde se supone que deben estar, espero que Cobbett no nos falle.» Cobbett era el encargado de administración del campo, quien también trabajaba los domingos como guarda en la sala de visitas, un viejo que había pasado su vida como guarda de cadenas de presidiarios y campos de trabajos forzados, demasiado débil ya para dirigir su propia brigada, y que había sido jubilado y destinado a sinecuras. Se quedó prendado de Holiday la primera vez que había ido a visitarnos, y desde entonces había sido cada vez menos estricto en lo que se refería a sus horas de visita, y ella al final había conseguido que nos ayudara a fugarnos. Debía haberse encontrado con ella la noche anterior, recibir las pistolas y esconderlas para nosotros. Tenían que estar dentro de una cámara de neumático sellada y escondida en la acequia de riego que discurría a lo largo del borde superior de la huerta de melones cantalupos en la que trabajábamos. El punto exacto en el que estaban sumergidas debía estar señalado con una piedra del tamaño de una cabeza humana, sobre la que habría una mancha de pintura blanca, colocada a la altura de las pistolas pero al otro lado de la acequia, donde resultaría menos probable que llamara la atención. Eso era todo lo que tenía que hacer Cobbett. Esperaba que lo hubiera hecho. De ser así, si las pistolas estaban allí, iba a matar a ese cerdo de Budlong, tan seguro como que el cielo es azul que me lo iba a cargar…
De repente, la puerta se abrió con un fuerte golpe y allí estaba Harris, el sargento, de pie en la penumbra: sin ojos, sin nariz, sin boca, tan sólo una gran masa repulsiva de carne plantada en la entrada con un Winchester enganchado al brazo, gritando que nos levantáramos. Siempre se colocaba allí del mismo modo y siempre gritaba lo mismo, y los presos al fondo del barracón siempre le llamaban las mismas cosas. Pero yo nunca le llamaba nada. Estaba demasiado ocupado alegrándome de que la puerta estuviera por fin abierta. Me quedaba allí tumbado esperando a que viniera a quitarme las esposas de los tobillos, y la fresca mañana irrumpía por la puerta como niños que entraran al salón la mañana del día de Navidad…
Me rezagué de camino al barracón comedor, tratando de dejar que Toko me alcanzara. Iba a escaparse conmigo y quería ver qué noche había tenido, si había conseguido dormir algo. Probablemente no. Estaba a la distancia mínima necesaria de la imbecilidad para haber permanecido despierto toda la noche preocupándose, tenía la imaginación justa para preocuparse. Era el último al que habría escogido como compañero en una evasión: era muy joven, aquélla iba a ser su primera fuga, y sólo Dios sabía cómo iban a funcionarle los reflejos si algo salía mal. Pero yo no había tenido nada que ver con su elección. Holiday quería que se fugara de allí, y me había incluido por cualquier protección que mi experiencia pudiera prometer; y a mí me valía, porque no conocía esa región y no tenía amigos por allí ni dinero con el que comprar la única clase de amigos que necesitaba. Fugarse con Toko era peligroso, pero era así como tenía que ser, no tenía elección y a mí me valía. Mi cerebro no me estaba sirviendo para absolutamente nada encerrado en aquel foco de hedor con despojos como aquéllos, para absolutamente nada, y oía hablar mes tras mes tras mes de los logros de negados como Floyd, Karpis, Nelson y Dillinger, que se estaban haciendo ricos a base de atracar bancos tan seguros como cajas de galletas, negados que no tenían ningún talento, negados que apenas tenían dos dedos de frente. Me parecía bien contar con aquella oportunidad, por peligrosa que fuera. «Jesús, sólo espera a que esté fuera otra vez…» Toko estaba tan atrás que no podía llegar a él sin revelar claramente que estaba intentándolo, y ése no era el momento para ello. Nuestras miradas se cruzaron una o dos veces durante el desayuno; esbocé una sonrisa y le guiñé un ojo con mucho cuidado, diciéndole que no se preocupara, que iba a ser pan comido. Él me devolvió el guiño y esperé que hubiera entendido lo que le estaba diciendo…
Cuando salimos del barracón comedor ya era casi pleno día. El sol todavía no se había elevado por encima de las montañas, pero había asomado un par de dedos juguetones, aguijoneando los últimos tenues restos de noche, y el gris estaba disipándose con rapidez. Harris dio un pitido fuerte y corto con su deslustrado silbato de plata y los presos comenzaron a correr hacia el váter. Trece tazas, asignadas por orden de llegada y evacuaciones felices para aquéllos con pies ligeros. Si lo que tenías que hacer era lo Segundo tenías que darte prisa porque, pasara lo que pasara, sólo tenías cinco minutos. Al mirar al montón de hombres que se esforzaban por atravesar la pequeña puerta podía creer las historias que relataban algunos de los veteranos acerca de las amargas y sangrientas disputas que esto había originado; y podía creer de igual manera algunas de las divertidas historias que también contaban, ya que, después de todo, cinco minutos no son muchos para una operación como ésa a menos que poseas un control impecable para ir de vientre.
Encendí un cigarrillo y busqué a Toko con la mirada, y al momento le vi acercarse hacia mí en lo que saltaba a la vista él creía que era un paseo casual, pero que se parecía mucho más a los andares de un pato nervioso. Había furtividad en su mirada y en sus maneras. La única mañana de todas que para nuestros propósitos tenía que aparentar ser exactamente igual que cualqu...

Índice

  1. Portada
  2. Portadilla
  3. Legal
  4. Primera parte
  5. Capítulo 1
  6. Capítulo 2
  7. Capítulo 3
  8. Capítulo 4
  9. Capítulo 5
  10. Capítulo 6
  11. Capítulo 7
  12. Capítulo 8
  13. Capítulo 9
  14. Capítulo 10
  15. Segunda parte
  16. Capítulo 1
  17. Capítulo 2
  18. Capítulo 3
  19. Capítulo 4
  20. Capítulo 5
  21. Tercera parte
  22. Capítulo 1
  23. Capítulo 2
  24. Capítulo 3
  25. Capítulo 4
  26. Capítulo 5
  27. Capítulo 6
  28. Capítulo 7
  29. Capítulo 8
  30. Cuarta parte
  31. Capítulo 1
  32. Otros títulos