Ciencia y filosofía
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Ciencia y filosofía

Ontología y objetividad científica

  1. 128 páginas
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Ciencia y filosofía

Ontología y objetividad científica

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En las páginas del presente libro, se propone al lector una idea filosófica de la unicidad metafísica capaz de dar cuenta de la unidad de sentido real y efectiva. Cada ente es realmente único, no por sus aspectos singulares ni por ser individuo representante de un género, sino como realidad irreductible e inconfundible en su actuar. Y para su actuar se propone un nuevo uso filosófico del venerable verbo trascender. Un puro trascender que, en tanto que pura comunicación, es el fundamento real de nuestras clasificaciones.

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Información

Año
2014
ISBN
9788446040606
Edición
1
Categoría
Filosofía
II. La base real de la objetividad científica
Los fenómenos del mundo empírico «tradicional», en que el pensamiento filosófico buscó apoyo e ilustración para un tipo de conceptos, los suyos propios, que esencialmente desbordan todo orden conceptual directamente empírico, han venido sufriendo desde el siglo xvii, en que se inicia el avance incontenible de la ciencia natural, una transformación que podría calificarse de medular. No sólo se le amplió al pensamiento filosófico el mapa del mundo empírico, sino que además se le fue revelando que los fenómenos del mundo hasta entonces conocido encerraban dentro y detrás de ellos no simplemente otros fenómenos, sino incluso otros «mundos» macro y microscópicos, con relaciones propias y relativamente independientes, y que en todo caso rebasaban ampliamente los límites del mundo empírico precientífico. Áreas enteras del conocimiento –se dice comúnmente– con las que antes se ocupaban los filósofos, fueron independizándose de la filosofía, de modo que la misión de los filósofos fue reduciéndose a la de examinar de manera racionalmente clarificadora, crítica, los resultados de la ciencia tomando distancia respecto a ellos. Una misión en el fondo ociosa: sólo parece haber servido para reforzar o debilitar ciertas concepciones filosóficas que parecen derivarse por sí solas de los resultados de las ciencias, pues la ciencias teóricas y aplicadas han seguido sus propios caminos sin tener en consideración esa crítica filosófica y ese análisis del método científico, que muchas veces encuentran ingenuamente normativos, acerca de su espontáneo y soberano proceder (recuérdese la evolución de la filosofía de la ciencia del siglo xx desde el normativismo de los filósofos analíticos y de K. R. Popper hasta la consideración final de los factores históricos, impredecibles, irracionales en la historia de la ciencia, o las secuelas de la filosofía de la ciencia de T. S. Kuhn, que obligaron a diferenciar un «contexto de descubrimiento» del más racional de la «validación»). En realidad, la crítica filosófica como tal apenas ha hecho mella en la evolución de la ciencia (como mucho, podemos considerar, por ejemplo, la influencia de David Hume o de Ernst Mach sobre Einstein). La hizo verdaderamente, con resultados a medias positivos y a medias catastróficos, en las ciencias humanas en general y en sus relaciones directas con la vida práctica, ética, política, jurídica, económica, etc. Pero desde hace pocos años se advierte ya cuál va a ser el destino de tal crítica: el de ser sistemáticamente evitada y aun ignorada. De hecho ya sólo tiene validez y aplicación la crítica inmanente y espontánea de los expertos. Y con razón.
Con razón porque, si la filosofía ha perdido su vieja independencia respecto de la naturaleza, la sociedad y la cultura, es porque últimamente ha ido perdiendo radicalidad. La filósofía se ha dejado impresionar de tal manera por la facticidad de los hechos nuevos, del mundo nuevo que la ciencia ha definido y aun conformado (los propios filósofos llaman a esta impresionabilidad «contar con la ciencia», haber «pisado alguna vez un laboratorio» o «tener presentes las leyes sociales y económicas»), que las raíces de su pensamiento coinciden ya prácticamente, y no pocas veces secretamente, con las de la philosophie spontanée de los científicos. No es exageración: una parte nada desdeñable de los filósofos actuales más dados a complejidades y enmarañamientos conceptuales, o a actitudes expresivas de carácter humanista o relativista, es, en su último y muy disimulado fondo, cientificista (de las ciencias naturales y/o de las ciencias humanas). Así, un filósofo relativista, nihilista, trágico o utópico o, como hoy se dice, «transgresor», pero también un filósofo humanista o «ético» por encima de todo, es tal o tales cosas precisamente porque sus evidencias últimas coinciden con las que la «filosofía mundana» ha montado sobre o en torno a las ciencias, es decir, fuera de las ciencias en sí mismas. Pero ninguna ciencia como tal –tampoco las ciencias humanas en general– pretende decir nada, pero absolutamente nada, acerca de lo que es el mundo, la naturaleza, el hombre y su destino fáctico, el sentido, etc., y menos aún sobre qué es lo que podríamos entender por la verdad dicha en singular, por la verdad de la realidad o la existencia. Estas cuestiones son, como dijera Carnap, externas a ellas. La investigación científica nos descubre incesantemente relaciones nuevas y más complejas de la naturaleza y la humanidad en general, pero en sí misma no pretende, ni podría pretender, presentarnos ni describirnos algo así como el universo o la base o el fondo verdadero y representable de la realidad. Pero tampoco la filosofía podría hacerlo. Ni filósofos, ni científicos filosofantes, ni literatos, ni legos ilustrados han descubierto ni descubrirán jamás nada parecido a tales cosas, que sólo podrían existir en su fantasía. Ciertamente, no podemos no sentirnos impulsados a razonar, en el sentido kantiano, sobre cuestiones últimas, y es tal la dependencia antropológica de este impulso, que nuestro mismísimo sentido de la realidad tiene que apoyarse en las presunciones que tengamos o los mitos que inventemos en respuesta a tales cuestiones (nuestras creencias en el riguroso sentido orteguiano), basándonos siempre en nuestra facultad natural de formarnos conceptos abstractos y hacer deducciones con ellos; hasta tal punto es así, que definir al hombre como «animal mítico» es incluso establecer una característica sin la cual la especie humana sería biológicamente inviable. Pero, como bien sabemos hoy, las respuestas a estas cuestiones no son fijamente naturales, sino históricas, movedizas.
La supuesta transición del mito al logos no fue en realidad algo así como un salto desde la irracionalidad a la racionalidad, sino una etapa decisiva en el esfuerzo humano por no depender de representaciones últimas, esto es, por no basar ese nuestro, biológicamente imprescindible, «sentido de la realidad» en algún género de fenómenos o procesos narrativamente conectados (teogonías y cosmogonías, poéticas o científicas), que serían verdaderamente esa realidad misma cual base, origen o fundamento de los aconteceres del mundo conocido. Los mitos encierran conocimientos verdaderos, muchos de singular profundidad y universalidad, pero no pueden ir más allá del teatro del mundo, cuyos episodios, escenas e imágenes remiten a otros precedentes, teniendo autores y espectadores que poner fin a su encadenamiento en un origen-fundamento. Esta función (en el doble sentido de la palabra) corre hoy a cargo de las narraciones (extra)científicas, que encuentran en los descubrimientos de la ciencia su causa ocasional y quieren fundarse en los hechos demostrados, considerándolos desde un primitivismo filosófico en el que la ciencia como tal no tiene ni puede tener parte alguna. Es así lógico que estas narraciones siempre se hayan contrapuesto en un mismo plano a las míticas y a las religiosas del pasado, pues mito e interpretación (extra)científica se fundan por igual en representaciones con cierto sentido, y ambos pretenden destacar de entre esas representaciones algún género privilegiado de ellas, narrativamente elaborado, que sería la realidad verdadera subyacente, originante o emanante. La única diferencia es que el mito la busca en fenómenos antropomórficos, y la ciencia en fenómenos matemáticamente descriptibles por el ánthropos. Así, los hallazgos de la cosmología actual, basados en teorías profundas y en auténticas corroboraciones experimentales (aunque siempre sean provisionales o históricas), quiere el hombre sacarlas de su dominio y erigirlas en algo que en sí no pueden ser. El big bang, por ejemplo, es el mito cosmogónico actual, siendo el mito del Origen y Evolución de las especies sobre la Tierra un mero aspecto del anterior.
Así planteadas las cosas, la próxima transición del pensamiento no tiene otra alternativa que la de hallar la manera de acabar de emanciparse de toda idea de la realidad verdadera fundada en, o reducida a, alguna representación privilegiada. Ya no le valdrá siquiera el mero vaciamiento de toda representación, pues siempre quedará el hueco lógico-formal de la misma. En nuestro Preámbulo hemos intentado eliminar incluso ese resto formal por el procedimiento de concebir la realidad de los entes reales de una manera particularmente oblicua, descartando el modo directo, pero también el metafórico, de referirnos a ellos. Nadie puede representarse el ser propio de ninguna entidad referida en un proceso narrable, ni tampoco conceptuarlo en relación a alguna clase privilegiada de fenómenos. Sólo nos queda la idea filosófica escueta, desnudamente lógica del trascender incompartible. Con su explicación nos hemos vaciado de toda representación sin que reste siquiera su forma vacía.
Este planteamiento nuestro mostrará toda su virtualidad crítica cuando procedamos a extraer sus consecuencias aplicándolo a las entidades y los hechos de nuestro mundo actual científicamente definido, casi todos ellos descubiertos y descritos, ellos y su relaciones, por la ciencia moderna. Y éste sería para nosotros, ahora que la filosofía ha perdido su radicalidad (o renunciado a ella), el único sentido admisible del «contar la filosofía con las ciencias».
El trascender real en el mundo físico
Usaremos en lo sucesivo la palabra «físico» con el significado a que ha quedado desde hace tiempo reducida, es decir: el mundo de las entidades de la física y sus relaciones matemáticamente calculables.
Con ello nos distanciamos de quienes incluyen en el mundo físico conceptos tan vagos como el de las cualidades primarias, de modo que su género abarcara también las llamadas impresiones objetivas, como, por ejemplo, el color o el peso, frente a las subjetivas, como los dolores, los pensamientos o los sentimientos. Aportaremos razones suficientes para excluir de la abstracción «mundo físico» no sólo las impresiones clasificadas tradicionalmente como subjetivas, sino también muchas de las clasificadas como objetivas.
El mundo físico así delimitado se compone solamente de aquellas entidades a que se refieren los conceptos de la ciencia física más reciente, derivados de los tradicionales de materia, espacio, tiempo, energía, fuerza, gravedad, electricidad y magnetismo, de cuyos valores las teorías científicas han podido dar una expresión matemáticamente exacta junto a una definición más o menos completa de sus propiedades y la posibilidad de verificar ambos aspectos a través del experimento y de la producción tecnológica.
Hemos indicado que nuestra delimitación es abstracta, pues no es más que una demarcación respecto del resto de los órdenes o niveles reales que nos son empíricamente conocidos, pero con los cuales las entidades y propiedades del mundo físico no puede tener ninguna relación real. Ya adelantamos esta idea en nuestro Preám-bulo: un fotón puede relacionarse realmente con las partículas elementales de, por ejemplo, un organismo unicelular, pero no tiene absolutamente ningún sentido decir que el fotón se relaciona con ese organismo, que para él ónticamente nada «significa». Dejar a las entidades con sus propiedades esenciales, sin relacionarlas con otras ajenas a ellas y con las que no pueden tener ninguna relación es, sin embargo, todo lo contrario de practicar una abstracción. La abstracción «mundo físico» no es una abstracción interna, sino, si se quiere, una abstracción respecto de la totalidad de los órdenes, regiones o niveles de lo real empíricamente conocido.
Con este último comentario hemos ya tocado el corazón de lo que es un tema capital de este capítulo. Nos referimos a lo que, dentro del mundo físico tal como lo hemos delimitado, nos sería legítimo calificar de «sistema físico». Hoy nos parece una obviedad decir que una célula es un sistema físico(químico). Pero esta obviedad es tal cuando prescindimos de la unidad y la unicidad del organismo como tal y nos limitamos a ciertas propiedades suyas para intervenir en él, sea para conocerlo mejor, sea para alterarlo o utilizarlo. Es una afirmación verdadera sólo en este sentido. Otra cosa es que con ella queramos decir que la célula en sí, su unicidad real, es decir, la entidad «célula», es una ilusión y que no hay más realidad que la del sistema físico como tal. Pero un auténtico y riguroso enfoque fisicista, e incluso fisicalista en el sentido de que la definición de las cualidades no meramente físicas debe imitar el rigor de la de las meramente físicas, tendría que limitar la noción de «sistema físico», o de sistema no físico, pero definible en la manera «ejemplar» de la física, a aquello que tiene que ver –que puede interaccionar– con las entidades y las propiedades características del mundo físico o del mundo biológico. Sin embargo, ónticamente, en el nivel físico no hay más sistemas posibles que los de la partícula elemental con sus propiedades, consideradas también cada una en su unicidad real, trascendiendo desde sí a éstas y a otras entidades del mundo físico y sus propiedades, y en el nivel biológico no hay más que las propiedades biológicas además de las físicas. Y la realidad propia de cada una de ellas no consiste en que tengamos experiencia de ellas; nuestra experiencia de ellas podrá ser una prueba de su realidad, pero ello no nos legitima para afirmar además que su existencia se reduce a esa prueba idealista; hemos de suponer que ellas existen y obran desde sí mismas, y que esa es la causa de nuestra experiencia de ellas y, consiguientemente, lo que nos permite inferir su existencia; no existen porque las conozcamos, sino a la inversa, las conocemos porque existen.
Tenemos, pues, por una parte, que el trascender real de cada una de las óntica y gnoseológicamente inconfusas entidades del mundo físico no depende de nuestro conocerlas, sino nuestro conocerlas de ese su trascender real que más o menos «descubrimos» a través de nuestras teorías debidamente contrastadas, y, por otra, que ese trascender de las entidades físicas está ónticamente limitado por sus propiedades. Conviene repetirlo cuantas veces sea necesario: una entidad del mundo físico, como lo es una partícula elemental, no interacciona realmente con una célula; tampoco con el ADN de una célula ni con un segmento molecular suyo, ni siquiera con un átomo concreto de ese segmento: si hemos de respetar su realidad, si debemos «dejarla ser como es», no nos queda más opción que admitir que sólo puede hacerlo con otra partícula elemental de ese átomo o con sus propiedades.
Esto nos indica que los procesos químicos, que se basan enteramente en el mundo físico y son, por lo tanto, enteramente reducibles a él, no constituyen por sí solos, y por inextricablemente complejos que sean, un nivel distinto del físico. Tales procesos son hechos, no entidades. No hay entidades químicas; ni siquiera lo que llamamos átomos y moléculas son entidades, ni las explicamos como si lo fueran; por eso es hoy la química –que en el siglo xix parecía constituir el orden o nivel del «quimismo»– íntegramente reducible a la moderna física matemática. Sus hechos sólo pueden tener alguna «significación óntica» –mejor habría que decir: «onticoide»– para otros niveles, con otras entidades y otras propiedades. El hecho físico, que no entidad física, que es la molécula de sulfato de hierro tiene «significación» real para la planta y su metabolismo, o, empleada en la producción industrial de un compuesto más complejo, para el ingeniero químico: para los protones y electrones de sus átomos, absolutamente ninguna.
Somos conscientes de que estas afirmaciones se alejan no poco de las ideas «mundanas» hoy corrientes acerca de la materia y, en general, del universo físico. Para justificar, al menos en parte, su radicalidad, bástenos aquí con recordar la historia de la materia según la astrofísica actual.
Poco tiempo después de la «gran explosión» y la subsiguiente «gran inflación» (aunque esta última probablemente se derive de una hipótesis ad hoc), hubo un universo «recién nacido» con un número de partículas escasísimo en proporción a la cantidad de energía fotónica primordial. Éstas eran fundamentalmente los protones, los neutrones y los electrones. Protones y electrones se unieron merced a sus cargas eléctricas opuestas formando un universo compuesto exclusivamente de hidrógeno, que inmediatamente formó ingentes aglomeraciones atómicas. Hubo grandes condensaciones, que fueron las masivas estrellas primigenias o de la «primera generación», las cuales se agruparon formando las llamadas protogalaxias. Las enormes presiones resultantes de la atracción gravitatoria entre una cantidad inmensa de átomos de hidrógeno desencadenó en el corazón de las estrellas la de...

Índice

  1. Portada
  2. Portadilla
  3. Legal
  4. Introducción
  5. I. Preámbulo filosófico
  6. II. La base real de la objetividad científica
  7. III. Unicidad y sentido
  8. Bibliografía
  9. Otros títulos publicados