Descartes. La exigencia filosófica
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Descartes. La exigencia filosófica

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Descartes. La exigencia filosófica

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El objetivo de este libro es avanzar razones que justifiquen una respuesta afirmativa a esta interrogación de Edmund Husserl. Inevitable sigue pareciendo aquello que se ofrecía al descorazonado Cartesio en busca de asidero. Inevitable es asirse a la propia razón y, con escrupuloso respeto de lo que atestigua, restaurar la exigencia filosófica, replantear de manera decisiva la cuestión de los cimientos, apuntar a encontrar un fundamento a lo real.

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Información

Año
2014
ISBN
9788446040705
Edición
1
Categoría
Filosofía
El einsteniano «meollo de la idea cartesiana»
«Es la idea del campo como representante de lo real, en combinación con el principio de la relatividad general, lo que muestra el verdadero meollo de la idea cartesiana: no existe espacio libre de campo.» (A. Einstein)
La posición de Descartes en relación al problema del vacío choca frontalmente con la tendencia de su época. La física que se fragua con Galileo y Newton hace, en efecto, del vacío algo así como el estado ontológicamente prioritario del espacio.
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Fig. 8. Estructura de un campo magnético de Maxwell, «… verdadero meollo de la idea cartesiana: no existe espacio libre de campo» (Albert Einstein).
En un famosísimo ensayo («La relatividad y el problema del espacio», en Teoría de la relatividad especial y general, Madrid, Alianza Editorial, 1994, pp. 119 y ss.), Albert Einstein sintetiza del siguiente modo la creencia en la preeminencia ontológica de tiempo y espacio con respecto a la realidad material: «si desapareciera la materia quedaría únicamente el espacio y el tiempo como una especie de escenario para el acontecer físico» (p. 127). Quedaría, en suma, aquello que para Newton eran algo así como las antenas de Dios y que Kant convertirá en antenas del sujeto humano. En ambos casos se trata de dos antenas perfectamente diferenciadas entre sí (aspecto éste que, como veremos, tiene enorme importancia). Y en ambos casos, asimismo, se trata de receptáculos susceptibles de recibir un contenido (el de las cosas por Dios creadas, en el caso de Newton), pero no intrínsecamente llenas de contenido. De ahí que pueda decirse que en su esencia misma el espacio es vacuo, como lo es su diferenciado compañero el tiempo. Pues bien:
Como Einstein recuerda en el texto evocado, y en muchos otros, la aparición del concepto de campo en el marco de la física clásica acabaría por poner en entredicho los fundamentos mismos de la concepción tradicional sobre el espacio y el vacío. La interpretación de la luz como un campo de ondas «hizo necesario introducir un campo que pudiese existir incluso en ausencia de materia ponderable, en el vacío… Se vio así la necesidad de suponer por doquier, incluso en ese espacio que hasta entonces se reputaba vacío, la existencia de una materia que se denominó éter».
Así pues, allí donde en ortodoxia newtoniana se daría el vacío como marco de puntos materiales existentes y en movimiento, resulta que hay ahora materia… imponderable. El éter no será, sin embargo, el verdadero enemigo del vacío. Lo que acabará desterrando a éste será una teoría del campo que determina sus leyes con independencia de toda entidad que pudiera considerarse preexistente; ya se trate de soporte material (ponderable o imponderable), ya se trate de marco topológico en el que el éter vendría a inscribirse.
Como hemos visto, Einstein vincula esta preeminencia ontológica del campo a las razones cartesianas de exclusión del vacío. El asunto es de una importancia extrema, si lo que nos interesa es una intelección cabal de los problemas a los que Descartes se enfrenta y no una mera aproximación historiográfica a los mismos. Conviene recordar la fantástica hipótesis con la cual Descartes nos inducía a negar la existencia del vacío: si Dios tomara la decisión de retirar todo lo que se halla en un receptáculo sin dejar penetrar nada, entonces… las paredes del receptáculo mismo se aproximarían hasta hacerse contiguas; si los contenidos desaparecieran, en lugar de hacerse el vacío, quedaría abolida la distancia. Reencontraremos esto un poco más tarde; por el momento, se impone una breve digresión por algunos de los temas (hoy ampliamente divulgados) que han dado celebridad a la teoría de la relatividad.
Avanzada la hipótesis del éter, la cuestión inmediata fue determinar el comportamiento mecánico del mismo y concretamente determinar si es o no afectado por el movimiento de los cuerpos que en él se hallan inmersos. Ahora bien, siendo el éter considerado medio de propagación de las ondas luminosas, un modo de comprobación era medir si se daba variación en la velocidad de la luz respecto al éter mismo, cuando la fuente luminosa se hallaba en movimiento. La constatación de que no se daba cambio alguno obligó a concluir que la quinta esencia constituye un mar absolutamente inmóvil.
Tal resultado era catastrófico para la mecánica clásica y concretamente para el principio de relatividad de Galileo, vinculado al principio de inercia, mas no parecía haber otra salida que el sacrificio de éste, si se quería otorgar un sustrato a la onda luminosa.
Mas he aquí que un nuevo experimento, el célebre de Michelson-Morley, vino a hacer inviable esta salida. Con su conocido talento narrativo, Einstein no ofrece una pedagógica transcripción del mismo:
Sea un receptáculo alargado, una especie de habitación, que se desplaza a velocidad constante en el medio etéreo. En el centro de la habitación se halla una fuente luminosa intermitente. El observador interior consciente de que el éter no se desplaza con el móvil y, por lo tanto, consciente que la luz mantiene la misma velocidad, argumentará de la manera siguiente: la pared posterior se mueve hacia la luz que a ella se acerca, mientras que la pared anterior «huye» de la misma. En consecuencia, la luz alcanzará una pared antes que otra.
En suma, el observador estimará, razonablemente, que para los sistemas que se mueven en relación al inmóvil éter, las leyes del movimiento cuentan y que la luz llegará antes o después, según la dirección en la que midamos. Pues bien:
El chasco de nuestro observador es total. Nada indica que la velocidad de la luz relativamente al sistema de referencia dependa de la dirección del movimiento. Como Leopold Infeld y el propio Einstein escriben al respecto «el resultado supuso un veredicto de muerte contra la teoría de un océano de éter inmóvil a través del cual toda la materia se movería…» (La evolución de las ideas en Física. Cita a partir de la edición francesa, París, Payot, 1963, p. 164).
Mas prescindir del océano inmóvil de éter no suprime el aspecto paradójico en la constatación de que la velocidad de la luz es indiferente a la dirección, aun tratándose de sistemas de coordenadas en movimiento. Salir de la paradoja será la tarea de la teoría de la relatividad especial, que hará compatible la tesis galileana de la equivalencia de todos los sistemas de inercia y la constancia de la velocidad de la luz. Ello, ciertamente, a un precio: el de abandonar el carácter absoluto de la simultaneidad, sustituyendo las fórmulas clásicas relativas al paso de un sistema inercial a otro, por las más complejas de Lorentz, en las que no sólo las coordenadas espaciales son relativizadas, sino que también lo es el tiempo. Conocidas son las metáforas de Einstein al respecto, de las que cabe servirse para una nueva analogía.
Sea, pues, un tren a velocidad uniforme. Supongamos que el revisor del tren quiere efectuar medidas en el mismo y, careciendo de metro, lo solicita por teléfono antes del paso por la estación, consiguiendo que el jefe de la misma se lo proporcione por la ventanilla sin que el tren aminore la marcha.
Hasta la teoría de la relatividad, vivíamos en la confianza de que el metro proporcionado seguía teniendo tal medida al pasar del estable andén al tren en movimiento. Mas ahora, el jefe de estación (doctor en físicas reciclado para huir del paro) sabe ya que la cosa no es tan clara; sabe concretamente que si se le sitúa en el suelo en la dirección de la marcha, la medida de la varilla comparada con la que tenía en el andén, no será la unidad, sino
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donde v es la velocidad del tren y c la velocidad de la luz.
Ciertamente que nunca constatará tal cosa el revisor atento sólo a lo que pasa en el tren. La discordancia señalada es intrínsecamente relativa, supone la comparación entre dos sistemas referenciales, de los cuales uno se halla en reposo y el otro en movimiento. Y caso de que el revisor entre también, por su parte, en el juego de las comparaci...

Índice

  1. Portada
  2. Portadilla
  3. Legal
  4. Prólogo. Nostalgia de la razón cartesiana
  5. Desde mis años infantiles
  6. (Digresión) La filosofía inherente a la ciencia imperante
  7. Una vez en la vida
  8. «Cartesiana» disposición de espíritu
  9. La geometría y el sueño contradictorio
  10. Una objeción de Husserl
  11. La matemática y las costumbres de los antiguos paganos
  12. Las razones de dudar y la firmeza de las determinaciones de la matemática
  13. La paleta del sujeto del sueño
  14. La matemática y lo real que despierta
  15. ¿Ex nihilo? La paleta del sueño y el genio maligno
  16. El genio maligno y la certeza del pensar
  17. La cuestión del poder del maligno
  18. Dudar sin genio maligno: subversiones en el orden geométrico
  19. En busca de un soporte insubvertible: axiomas y postulados
  20. «Elevado uso de las matemáticas»: revelar la impotencia del engañador
  21. La irrelevante hipótesis del Dios veraz (intrascendencia del «círculo»)
  22. Construir sobre el soporte del sueño
  23. Lo cognoscible y lo existente: la subversión que supone la hipótesis del sueño
  24. Lo cognoscible y lo existente (II): razón común de sueño y vigilia
  25. Res extensa… corporeidad meramente geométrica
  26. Horror vacui: de «no hay extensión sin figura» a «no hay espacio sin campo»
  27. El einsteniano «meollo de la idea cartesiana»
  28. Epílogo. Retorno al cartesianismo
  29. Bibliografía