De Atenas a Jerusalén
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De Atenas a Jerusalén

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De Atenas a Jerusalén

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La 'cuestión judía' no es un asunto que incumba sólo al pueblo judío. Es el quicio de Europa y está en el centro de las preocupaciones morales, políticas y estéticas de nuestro tiempo. 'De Atenas a Jerusalén' trata de explicar por qué. El pueblo judío es, en primer lugar, testigo privilegiado de la talla del proyecto que pone en marcha la Modernidad. Contribuyen a conformarlo, pero se los excluye. Desde la experiencia de la marginación, reconocen tempranamente que ese proyecto va al desastre. Pero no se resignan y ofrecen, como alternativa, un Nuevo Pensamiento que no ha dejado de fecundar silenciosamente lo mejor del siglo XX. Pensadores como Hermann Cohen, Franz Rosenzweig o Walter Benjamin rescatan la herencia judía olvidada, que es la mitad de la herencia de Europa. El judaísmo fecunda la filosofía clásica al colocar junto al logos la memoria; al plantear la prioridad de la responsabilidad sobre la libertad; al no supeditar el tiempo a la historia, ni la humanidad al progreso. Sólo una Europa animada por Atenas y Jerusalén puede ser realmente universal y entrar en el siglo XXI sin el espíritu de fracaso que anuncian tantos críticos de la Modernidad.

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Información

Año
2014
ISBN
9788446040644
Edición
1
Categoría
Philosophy
VI. El Nuevo Pensamiento1
El Nuevo Pensamiento tiene dos vertientes: un apretado ajuste de cuentas con la racionalidad occidental y la propuesta de una alternativa.
La racionalidad occidental
De la racionalidad occidental dirá que está dominada por una concepción idealista de la razón. Desde la atalaya de su particular punto de vista (el ser judío), Rosenzweig piensa detectar un denominador común a toda la racionalidad occidental que arranca en los primeros filósofos jónicos y que culmina el Hegel de la Fenomenología del Espíritu. Esa marca inconfundible es lo que él llama «idealismo», que adolece de pérdida de realidad. La visión abstracta del hombre no era prenda exclusiva de la modernidad sino la querencia de toda la tradición filosófica que va «desde Jonia hasta Jena», desde Tales de Mileto hasta Hegel. A esta corriente filosófica que cubre todo el espacio occidental, Rosenzweig la califica de «idealismo», de olvido de la realidad. La Estrella de la Redención es un enfrentamiento agónico entre la violencia del «idealismo» y la apuesta «redentora» por el hombre concreto.
El test del idealismo es su mudez ante la angustia ante la muerte. Con ese tema se abre La Estrella de la Redención. La muerte o, mejor, el miedo a la muerte es la piedra de toque para ese tipo de conocimientos que, como el ilustrado, tienen pretensiones de universalidad: «la muerte, el miedo a la muerte, espolea todo conocimiento del Todo». Pues bien, la filosofía no ha cesado de negar esa angustia mortal, inventándose todo tipo de argucias para calmar la ansiedad, empezando por el invento de la eternidad del alma o la relación de lo finito con lo infinito. Pero sin éxito, ya que el hombre de carne y hueso «quiere consistir. Quiere vivir».
La crítica al idealismo de la razón occidental tiene dos vertientes: a) una más teórica y afecta a la relación entre el ser y el pensar, y b) otra más práctica y se refiere a la significación de Europa como lugar de realización del logos.
La crítica al idealismo occidental
Esa crítica tiene su epicentro en Hegel, pero no porque él sea un eximio representante del «idealismo alemán», sino porque en él se consuma el milenario caminar del pensamiento occidental, inaugurado por los jonios hace casi veinticinco siglos.
Late en Hegel la convicción, de un alcance epocal, según la cual la filosofía llega con él a su final y que él es testigo privilegiado de la consumación de la razón. Nada extraño que empiece a coquetear con el final de la historia.
Crítica teórica del idealismo
Para Hegel la filosofía es aprehensión de una época en conceptos. Eso vale para cualquier filosofía… menos para la suya. Él hace un esfuerzo complementario para captar no sólo su tiempo sino toda la historia de la razón, que es la historia de Europa. La filosofía no brota individualmente de la mente del filósofo, sino que la mente del filósofo refleja el desarrollo del pensamiento en el tiempo. El sujeto de la filosofía es la humanidad, que él llama Espíritu Universal. Y él, el último de los filósofos, es el final, porque con él llega a casa el Espíritu del Mundo. Hegel está convencido de ocupar un sitio privilegiado en la evolución del mundo, convencimiento que le permite afirmar «hasta aquí ha llegado el Espíritu Universal. La última filosofía es el resultado de las anteriores. Nada se ha perdido. Todos los principios se han conservado»2. Pero ¿cómo?
Para Hegel la filosofía es Ciencia de la Lógica. Logos es el emblema de ese invento griego llamado filosofía, gracias al cual la humanidad sale del estadio de infancia marcado por el mito. A partir de ahora, en efecto, cuando el hombre se haga preguntas sobre el qué y porqué de las cosas, no responderá contando historias, sino refiriendo la explicación al logos. En ese sentido se puede decir que la filosofía siempre ha sido lógica.
Pero el logos no es un diccionario de consulta donde se explica lo que son las cosas, sino que es lo que las cosas son. Las cosas son lógicas y la filosofía es la captación de la lógica de las cosas. El logos se convierte en el tribunal del ser. Recordemos, en efecto, que logos tiene muchos significados, pero que sobre todo es lenguaje, palabra, juicio. Cuando decimos que el quehacer filosófico es fundamentalmente lógico lo que se quiere decir es que el logos explica lo que es el ser desde el lenguaje. El ser será muchas cosas, pero sólo interesa al filósofo en cuanto captable por el lenguaje. La filosofía no puede negociar con la realidad cruda, sino con lo que es, con su representante lógico, que sólo se manifiesta en el lenguaje. El lenguaje es el alimento del conocimiento. Eso quiere decir que a la filosofía sólo le interesa la realidad en cuanto gnoseo-logía, en cuanto alimento del conocimiento. Por eso la onto-logía occidental es gnoseo-logía (sufre un daltonismo que sólo le permite ver la realidad en cuanto combustible del conocimiento, es decir, reduce la realidad a su capacidad de darse a conocer).
La filosofía se puede hacer tantas preguntas como provoque la inmensa curiosidad del hombre. Pero ella se siente particularmente atraída por la sustancia o fundamento de las cosas. La filosofía como metafísica. O, dicho de otra manera, el interlocutor de la filosofía es ese sub-jectum o sustrato de las cosas, que pueda aguantar y hacerse cargo de cuanto el lenguaje afirme o niegue de él, sin descomponerse. El quehacer filosófico va a consistir en detectar ese fundamento. Ahí se ve la aristocracia del conocimiento que proporciona la filosofía.
La historia enseña que los hombres han ido colocando el fundamento último de las cosas en «sustancias» diferentes. Primero, en el cosmos, de suerte que la metafísica era una onto-cosmo-logía. En la Edad Media el fundamento último era Dios y por eso la metafísica era una onto-teo-logía. Logos y Theos se identifican, como en el evangelio de San Juan.
Ahora bien, cuando empieza a cuartearse la estructura cristiana de la sociedad aparece la duda sobre el fundamento de la realidad. Ese fundamento ya no puede ser una entidad preconceptual sino que sólo puede aparecer como superación de la duda. Es la hora de la teoría de la certeza de Descartes: el sujeto incondicionado sólo puede ser el hombre. El ego se convierte en el valor sólido o nuevo fundamento explicativo de las cosas. De esta suerte la metafísica adquiere la figura de una onto-ego-logía, centrada en el esclarecimiento de las estructuras fundamentales de la subjetividad y de sus importantes funciones a la hora de establecer la objetividad de las cosas.
Como se puede ver el logos ha ido ubicando el fundamento lógico en entidades diferentes, dando pie a sucesivas manifestaciones metafísicas: la cosmología de los antiguos, la teología de los medievales y la egología de los modernos.
El desafío de Hegel era reconciliar los tres momentos en un único discurso racional. Ese más difícil todavía lo intenta Hegel con una onto-teo-ego-logía.
En todos esos planteamientos la esencia del mundo es definida como cognoscibilidad: el mundo es reducido a lo que puede ser conocido, a lo que tiene de lógico o resumible en conocimiento racional.
Esa manía de considerar la realidad del mundo sub specie cognitionis, como alimento del conocimiento, tenía un peligro: que fuera más importante el acto del conocer que el material conocido, que el sujeto del conocimiento impusiera su ley a lo conocido, de suerte que el ser quedara supeditado al pensar. Y esto es lo que ha ido ocurriendo hasta llegar al extremo de decir, sic Hegel, que «pensar la realidad es pensarse». El pensar, al pensarse a sí mismo, piensa al Mundo, piensa el Todo. La realidad sólo vale en cuanto pensada y si hay un sujeto que piensa toda la realidad, pensándose a sí mismo, ese tal acaba reduciendo la pluralidad del mundo a la unidad de su pensar. Ése ha sido el destino de la filosofía europea. Por eso romperá la unidad del sujeto quien afirme de entrada la consistencia de los predicados, la pluralidad del ser o, como dice Rosenzweig, «negará la unidad del Pensar quien, como es mi caso, no reconozca en el Ser la Totalidad. Y, quien tal ose, es como si desafiara a la ilustre sociedad de filósofos, que va desde Jonia hasta Jena» (SE, 13; ER, 52). La realidad no es el todo pensado por el pensar, sino algo previo al pensar. Algo previo y plural.
A eso se refiere Franz Rosenzweig cuando habla de idealismo. Y ¿cómo reacciona? El idealismo sepulta al hombre concreto, le deja irredento, pues se desentiende literalmente de él. Sólo cabe entonces una salida: deshelar el idealismo y liberar su núcleo de realidad, para, desde ahí, intentar luego la articulación del Nuevo Pensamiento. Esa crítica va a tomar posiciones tanto frente al idealismo teórico como al idea­lismo práctico.
En la experiencia de la angustia ante la muerte se pone al descubierto la fragilidad e indefensión en que deja la racionalidad occidental al individuo particular. La Estrella de la Redención comienza así: «De la muerte, de la angustia ante la muerte, pende el conocimiento del Todo. Pero la filosofía no se aplica a combatir la angustia de lo terrenal, a privar a la muerte de su dardo venenoso y, a Hades, de su hálito pestilente» (SE, 3; ER, 43). El Todo, por muy pensado que se crea, no consuela. Se muere solo.
Pero no es una fenomenología de la angustia ante la muerte lo que se propone Rosenzweig. Su propósito es más ambicioso: desmantelar el tinglado filosófico «desde Jonia hasta Jena», romper la capa de hielo con la que el idealismo ha cubierto la realidad de que trataba...

Índice

  1. Portada
  2. Portadilla
  3. Legal
  4. Introducción
  5. I. La cuestión judía
  6. II. Ser judío o ser moderno
  7. III. Mendelssohn o la respuesta de un judío ilustrado
  8. IV. Hermann Cohen o el paso del alemán judío al judío alemán
  9. V. El despertar de una nueva generación
  10. VI. El Nuevo Pensamiento
  11. VII A modo de conclusión
  12. Epílogo para los que vivimos después de Auschwitz
  13. Bilbiografía
  14. Títulos publicados