Mundos posibles
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Mundos posibles

El nacimiento de una nueva mentalidad

  1. 72 páginas
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Mundos posibles

El nacimiento de una nueva mentalidad

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Índice
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Atendiendo al desarrollo de la lógica inductiva desde Whewll y Trendelenburg y de la teoría de la ciencia desde Helmholtz, Hertz y Boltzmann, hasta el neokantismo, el prgamatismo peirceano y la fenomenología, y basando su argumentación en la filosofía de E. Cassirer, el autor propone la tesis de que, desde la perspectiva abierta por la física contemporánea y una nueva filosofía del espíritu, hemos perdido la naturaleza y entrado en cambio en la Fábrica de los fenómenos.

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Información

Año
2014
ISBN
9788446040637
Edición
1
Categoría
Philosophy
II. Interacciones entre la filosofía y las ciencias
Desde mediados del siglo xix, la relación entre el saber no empírico, o filosófico-conceptual, y las investigaciones disciplinares empíricas y teóricas ha sufrido una dramática transformación. Hoy es patente que, desde el punto de vista de las ciencias naturales, la filosofía no tiene ya el rango de enciclopedia de las ciencias filosóficas. Por otra parte, no pueden negarse «inclusiones» ontológicas –espontáneas o explícitas– de la filosofía de la naturaleza, la teoría del conocimiento, la filosofía del lenguaje, la filosofía de la historia y otras teorías comparables en las investigaciones científicas particulares. Cada ciencia tiene su «metafísica». Hay una cuestión especialmente importante que desde la década de 1840 ha estado a la orden del día ­dentro de las ciencias, a saber si en las ciencias hay «hechos» o si los «hechos» no son más bien constructos en el seno de mundos interpretativos dependientes de culturas teóricas particulares.
Pero en la medida en que, en las ciencias particulares, la filosofía y la teoría de la ciencia han llegado a ser imprescindibles para satisfacer su necesidad de autoclarificación, no han sido solamente los datos empíricos los puestos en tela de juicio. Desde ­finales del siglo xix, las ciencias hacen su propia filosofía, como también escriben su propia historia. «En la subordinación adecuada del saber especializado al saber total», se lee en Ernst Mach, «yace una filosofía especial que puede ser postulada por cada ­investigador especializado.» Desde entonces suele afirmarse, con múltiples variaciones, que los dos extremos –la filosofía como madre de las ciencias y las ciencias como tutoras de la filosofía– carecen de sentido. Se aprecia una cautelosa insistencia en la interacción y la cooperación, pero puede mostrarse que –y de qué manera– la inter­ac­ción ha sido provechosa para ambas. La ciencia tiende a la filosofía como autoclarificación, como también la filosofía motiva a la ciencia con su exigencia de clarificación.
Ya dentro de la misma ciencia hubo interacción entre filosofía y ciencia al poco de iniciarse el proceso de su desprendimiento de la filosofía. Desde su crítica –y autocrítica–, conscientemente reforzada, de las precipitadas certezas metafísico-realistas y del empirismo del common sense, las ciencias reprocharon a la filosofía –no sin cierta razón– el que ella hiciera en revanche su propia ciencia, y además sin conocimiento suficiente y, por ende, mal.
La cultura intelectual de nuestra actual modernidad sólo se entiende como una combinación de historias; historias que deben conciliarse entre sí: la historia de la cultura, la historia de la ciencia, la historia de la filosofía… Para la filosofía y para las ciencias, el «fin de la historia» –esa manera de hablar que con el tiempo se ha vuelto un tópico– es una fórmula vacía y sin sentido. La navegación por las aguas de la historia no tiene que fracasar ante la Escila de las narraciones historicistas de episodios o la Caribdis de la especulación, presa en algún sistema, sobre la gran historia. Una de las formas más prometedoras de reconstrucción histórica es el estudio del caso particular. A menudo se denuncia el estudio de casos particulares como huida al detalle, huida del todo, de la totalidad, ante la que el investigador se siente posmetafísicamente débil. ¿Pero de qué otro modo podrían describirse con la concreción suficiente los desarrollos que de hecho han acontecido, las formas diferenciadas de las relaciones entre conocimiento filosófico y conocimiento científico-especializado? Raras veces se ha poseído el sistema del todo antes de saber de las partes, y cuando se creía poder tenerlo, raras veces se estaba bien informado. Sin embargo, el procedimiento inductivo plantea un problema a la historia de la ciencia. Si lo que es ocasión para dar respuesta a la pregunta sistemática y rectora por las relaciones entre ciencias y filosofías constituyera el verdadero objeto, el investigador se vería confrontado con un mal popurrí de casos particulares que no podrían ya valer como casos ilustrativos de las formas y procesos de interacción y escisión entre la filosofía y las ciencias.
La pequeña historia del nuevo espíritu científico que aquí expongo es –en interés de una imagen del todo– una historia selectiva. No pretende ser completa ni cronológicamente estricta. Lo que aquí interesa, y a lo que hay que dirigir la atención, es la transformación de una mentalidad en las ciencias y en la filosofía que, tras la muerte de Hegel y el fin de los sistemas metafísicos, va perfilándose, al principio de modo cauteloso, hasta terminar manifestándose abiertamente en el actual ­pluralismo.
¿Mentalidad? Este concepto concentra algo que de hecho es mucho más complejo: ante todo imágenes de la comprensión del mundo: imágenes del pensamiento, en las que una cultura expresa sus concepciones de sí misma, que nunca son homogéneas; patrones de pensamiento, que –comparables al metro patrón de París– constituyen la medida de la organización de experiencias y perspectivas; estilos de pensamiento, paradigmas, que como convicciones fundamentan la coherencia interna de las explicaciones científicas del mundo; y evidencias espontáneas, que ofrecen apoyo en el mundo incierto del saber y el obrar.
Si se indagan los cambios de mentalidad acontecidos para comprender de dónde provienen las nuevas evidencias de nuestro tiempo –evidencias en que están inscritas la cuestionabilidad y la duda–, se impone otra lectura de la historia del saber, distinta de la que ofrecen los manuales de historia, cuya acumulación de todos y cada uno de los hechos destacables ya no puede constituir una suma de lo verdaderamente significativo. En la plétora de hilos, tramas y nudos del tejido de la realidad cultural se hace necesario identificar un –quizá el– hilo rojo, y éste es el propósito de este estudio.
De la physique sociale a la lógica de las ciencias inductivas
En la década de 1830, época de la crítica de la filosofía especulativa y del breve triunfo de una concepción de la ciencia limitada a «hechos», pudo hallar repercusión aquel positivismo que no había brotado de las ciencias naturales, sino que se había gestado y perfilado con la funcionalización ideológica de los métodos cientí­fico-naturales, aplicados ahora a las teorías posrevolucionarias de la sociedad. Simultáneamente con la culminación de la Ilustración en la Revolución Francesa y la formación del idealismo especulativo, a finales del siglo xviii y comienzos del xix se fundamentaron concepciones de la positividad científica desde la crítica a la filosofía, considerada como «ideología», y a la «denigración de las ideas en la Revolución».
En este respecto hay que destacar los programas alternativos de Saint-Simon y Fourier, guiados por la pregunta: ¿cómo deben estar constituidos el conocimiento y la ciencia para producir progreso? A la que ambos responden: una nueva teoría de la historia y la sociedad y una transformación práctica sólo se pueden esperar de un saber del tipo de la matemática y la ciencia natural. En este contexto adquirirá una importancia capital un concepto resultante del conflicto irresuelto entre métodos empírico-inductivos («positivos») y filosófico-deductivos («negativos»): la médula de la «ciencia universal» lleva escrita la palabra découverte (descubrimiento). En oposición al procedimiento especulativo de la filosofía, la nueva teoría debía ser a la vez ciencia de observación y teoría general. El «fisicismo» de Saint-Simon se concretaba en «una observación universal constituida en verdad fundamental».
Charles Fourier, que se consideraba a sí mismo el «descubridor del cálculo matemático del destino», expuso en su Théorie de l’unité universelle (1822), como balance provisional de su obra, «doce principios» que la filosofía nunca antes habría considerado, impidiendo el descubrimiento del «movimiento»: completud de la investigación, valoración de la experiencia, descubrimiento de lo nuevo por medio de la analogía, promoción de las alternativas científicas, reducción de la multiplicidad de las fuerzas impulsoras de la evolución a leyes de «atracción», búsqueda de la verdad, recurso a la naturaleza, crítica de los prejuicios, observación en lugar de especulación y, finalmente, el coraje de olvidar todo saber tradicional y renovarlo desde sus bases. La condición de posibilidad de la puesta en práctica de esta nueva ciencia era también para Fourier «estudiar el sistema universal de la naturaleza». El saber científico y matemático acopiado es el presupuesto del descubrimiento de algo todavía desconocido: la sociedad, de la que puede afirmarse que avanza en series progresivas ­análogas a las series geométricas. La analogía es el «álgebra» de la nueva ciencia.
Esta sustitución del saber sobre la historia y la sociedad por modelos obtenidos en el contexto de una imagen social de la ciencia natural trazó el perfil de lo que sería la «physique sociale» de Auguste Comte (1798-1857). Ya en 1825, Comte, secretario de Saint-Simon durante largos años, había tratado de sustentar, en el sansimoniano Le producteur, las pretensiones de validez de la ciencia social según el modelo de la matemática y la física, declarando que él entendía por física social la ciencia que considera los fenómenos sociales con el mismo espíritu que los astronómicos, los físicos, los químicos y los psicológicos, es decir, como sometidos a leyes naturales inalterables. El Discours sur l’esprit positif de Comte, del año 1844, documenta la transformación de la estrategia fundamentadora de la ciencia natural: con la palabra positivo se designa ahora «lo fáctico en oposición a lo imaginado», para declarar que la «verdadera filosofía moderna […] no está, desde su mismo origen, destinada a destruir, sino a organizar». La ciencia puede limitarse a dictaminar de forma sistemática lo que hay. La finalidad de las leyes positivas es la previsión racional que, una vez cortado el hilo de la causalidad en las dos direcciones del pasado y el futuro, se sustenta en «el principio de la invariabilidad de las leyes de la naturaleza».
Este pensamiento pronto penetró también en las ciencias naturales positivas; pero a diferencia de lo que ocurrió en la teoría de la sociedad, pronto viró en dirección a una autorreflexión crítica producto de las nuevas formas de interacción entre ciencia y filosofía. Fueron sobre todo los científicos naturales, cuya orgullosa crítica a la filosofía especulativa de la naturaleza se aceptó como algo incuestionable hasta comienzos de la década de 1840, quienes pronto vieron cómo los «hechos» se les tornaban problemáticos. Un ejemplo significativo lo ofrece el fisiólogo con formación filosófica Wilhelm Griesinger (1817-1868) cuando, en su obra de 1842 titulada Teorías y hechos, observa:
¡Hechos, sólo hechos!, clama un positivismo que no tiene idea de que a cada momento la ciencia tiene que dar un paso más en la negación, que no quiere r...

Índice

  1. Portada
  2. Portadilla
  3. Legal
  4. Prefacio
  5. I. A modo de introducción: el libro de la naturaleza en la escritura de la cultura
  6. II. Interacciones entre la filosofía y las ciencias
  7. III. El mundo tiene para nosotros la forma que el espíritu le da
  8. Bibliografía
  9. Otros títulos publicados