La inflexión postmoderna
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La inflexión postmoderna

  1. 120 páginas
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La inflexión postmoderna

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Nadie sabe con certeza qué es la posmodernidad. ¿Una reescritura crítica y vitalista de la modernidad? ¿Una pérfida enmienda a la totalidad moderna o tan sólo un conflicto epistemológico? ¿Acaso el matrimonio definitivo entre estética y economía, entre producción, diseño y cultura? La posmodernidad significa la disolución del sueño moderno. La narrativa emancipatoria de las utopías del progreso y el saber universal se han descompuesto en innúmeras y flexibles invenciones imaginativas. La posmodernidad sabe asimismo que los contenidos son meras imágenes. Y que, consecuentemente, se ha producido un debilitamiento del principio de realidad. La posmodernidad se correspondería, pues, con la glorificación de los simulacros, las apariencias y los reflejos, con el reconocimiento de que el sentido del ser es, justamente, la disolución del principio de realidad en la multiplicidad de interpretaciones.

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Información

Año
2014
ISBN
9788446040682
Edición
1
Categoría
Filosofía
¿Desprogramados?
«Todos los pasados se han convertido en ismos.»
Ch. Jencks
Entonces, ¿qué es lo que hemos dejado de ser? ¿Qué era ser moderno? Justamen­te, tener un programa. Organizar nuestra vida desde una perspectiva abstracta y a priori que se quería omnicomprensiva y universal, como la arquitectura moderna de estilo internacional que Jencks alegremente entierra. Este programa, nacido con la Ilustración, del que la posmodernidad descubrió (y desveló) su carácter mítico, narrativo –descubrimiento que le permitirá a Lyotard denominar metarrelatos a una serie de aspiraciones que cumplimentarían, a decir verdad más en competencia de lo que sería deseable, el programa1–, se basaba en la idea de progreso lineal e infinito, en la medida en que el desarrollo científico habría de acompañar el avance sociopolítico y moral, sustentado en la emancipación del hombre frente a la naturaleza2. No en vano ya en la aurora de la Modernidad Descartes había declarado la necesidad de convertirnos en dueños y señores del dominio natural. Todo ello mediante la dominación técnica de los recursos materiales y la liberación de la mente humana de las raíces de superstición que la mantenían sujeta a un supuesto e incondicionado orden natural. De este punto parte la separación en tres esferas valorativas del nudo clásico, pre-moderno, entre metafísica y religión cristiana: la ciencia, la ética y la estética, correspondientes a lo establecido por Kant en sus tres grandes Críticas.
El programa moderno se basaba también en la concepción de una Historia Universal teleológicamente orientada, que tenía por centro y emisor absoluto a Europa y luego a Occidente, lo que se acusará con el nombre de eurocentrismo, esto es, el sometimiento de todos los pueblos a esta cosmovisión. Durante siglos los occidentales han estudiado y hablado por el resto del mundo. Este etnocentrismo pretendió dividir la historia del mundo en sucesivas etapas hasta que se alcanzase la comprensión universal y cosmopolita de un fin unificado de esa misma historia, en donde se alcanzaría la paz y la armonía universales. Por eurocentrismo debemos entender, pues, no sólo el hecho de que los europeos considerasen su cultura superior a las otras, sino la convicción de que la verdad de la cultura europea era la verdad todavía oculta (y el télos) de otras culturas que aún no se hallaban en disposición de alcanzarla. La posmodernidad es el momento en que el proyecto universal de Europa, tal vez alcanzado, se pone en cuestión; el desenmascaramiento del propio universal europeo como un mero particular, ya agotado o superado. La condición posmoderna anuncia, de este modo, una nueva situación en la que las identidades culturales (y personales) no están nunca dadas de antemano sino que deben continuamente negociarse; una situación, además, en la que los que han sido hasta ahora «objetos» de investigación y del discurso comienzan a escribir e investigar de retorno, tratando de afirmar de diversas maneras su mayor o menor independencia de la hegemonía cultural y política de Occidente y procurando establecer un nuevo campo policéntrico de discurso intercultural.
El programa generó, asimismo, la creación del modelo de Estado-Nación, el lugar específico de realización y concreción de esta Historia, donde se habrían de superar los estados absolutistas del Antiguo Régimen en favor de una organización y administración civil de la sociedad asentada en los requisitos democráticos del constitucionalismo y el parlamentarismo. Ésta es la buena nueva que Fukuyama considera cumplida con el fin de la Historia: la economía de mercado y la democracia liberal como implantación universal del programa ilustrado. La realización perfecta del estado universal, democrático y economicista, que Derrida ha considerado «idealidad absoluta del telos liberal».
El fin de la Historia no implica, obviamente, que se haya detenido la sucesión de los acontecimientos o de los avatares de la acción humana, como acreditarían, por ejemplo, el atentado de las Torres Gemelas y la reacción norteamericana contra Afganistán. Significa, para pensadores como Fukuyama –posiblemente el último moderno, en lo que tiene de portavoz de uno de sus grandes relatos, el del libre mercado–, que la Historia posee una finalidad, el Estado Universal Homogéneo que la ha orientado desde sus principios (en todo el sentido de la palabra) y que se sustenta en el triunfo o realización absoluta de la subjetividad, verdadero motor de ese relato histórico que ha constituido el mundo a su medida creando las condiciones de garantizarse como sujeto-objeto que domina plenamente el devenir histórico. La Historia no sería más que la travesía de esta figura a lo largo de su devenir hasta la culminación de un mundo enteramente protagonizado por ella, donde literalmente no quede ya ningún resto que negar, ninguna alteridad, ningún resquicio o enmienda a la totalidad3. En este sentido, la Historia, al modo de Fukuyama, se cumple cuando la expansión del capital multinacional, autodenominado liberal, termina por penetrar y colonizar aquellos enclaves de resistencia que podríamos definir como pre-críticos, o pre-ilustrados: la Naturaleza y el Inconsciente4. No en vano, como observara Freud, la civilización se construye sobre una renuncia al instinto.
La armonía de esta sociedad perfecta y universal se habría de alcanzar merced a la implantación de los parámetros científicos, que permiten la explotación racional e ilimitada de la naturaleza y el perfeccionamiento de la propia naturaleza interior de los individuos mismos, a través de la educación pública y obligatoria a cargo del Estado, lo que habría de convertirlos en hombres libres, capacitados para conformar la Humanidad. Una naturaleza, pues, técnicamente domesticada, reorganizada según la lógica de la producción y el maquinismo, resultado de la implantación de esa ciencia en su carácter transformador y más práctico o efectivo: el saber técnico, la ciencia aplicada. Tanto la Historia como el Estado y la Ciencia, que tienen carácter universal, remiten en última (y primera) instancia a un Sujeto universal, autoconsciente, central, idéntico a sí mismo, dominado y dominador; que se ha proyectado desde cada uno de los individuos empíricos, naturales, y que, metafísicamente, presta identidad y sentido a las cosas del mundo. Un sujeto que, al modo kantiano, se autoidentifica con la razón, capaz de planificar a priori el mundo a través de representaciones con valor objetivo, en tanto en cuanto confía en el carácter referencialista, objetivo, del lenguaje. En consecuencia, dueño de sí y de su propio destino, nacido para la dominación, explotación y control racional (científico) de la naturaleza, de lo dado o inmediato. En este Sujeto radica la idea de progreso, en definitiva, la expansión de este programa a través de las instituciones en que se organiza: científicas, políticas, estéticas y éticas. Instituciones que en la modernidad terminaron por desarrollarse autónomamente, gobernándose cada una por sus propias normas, separándose del planteamiento ilustrado que facultaba un sentido unitario de la existencia; y que acabaron por configurar, en la moderna pretensión de superación por parte del saber del flujo inmediato o subjetivo de la vida cotidiana, la especialización y la fragmentación de saberes propios de la época moderna; la especialidad esotérica cerrada al mundo de los significados ordinarios.
El progreso, no obstante, es la certeza y la necesidad de la superación del presente dado, inmediato, en un futuro que sólo puede prometer lo mejor. Una certeza que la posmodernidad ha puesto en duda. Como diría Blanchot: el fervor por el progreso infinito sólo puede ser válido como fervor, puesto que el infinito es el fin de todo progreso. No le faltaba razón a Foucault cuando cifraba el futuro de toda verdadera emancipación en el hecho de emanciparse de la idea misma de futuro. El hombre moderno, al proyectarse continuamente en el futuro, vivía también de un pasado rememorado como lugar en falta. El modo proyectual o programático bascula en medio del pasado y el futuro, entre ambos, con la cópula comunicativa del sujeto trascendental. El hombre posmoderno, sin embargo, parece como si hubiese quemado esas expectativas proyectuales. La pérdida de la dimensión temporal de la modernidad determina el fin de la praxis revolucionaria a la vez que el declive de la confianza burguesa en el progreso y el cambio continuos, tal vez vueltos pura rutina. Al haber desaparecido el futuro como potencia simbólica, vivimos en una especie de presente perpetuo, separado ya de toda polaridad de pasado/futuro, en un ahora es sólo ahora que la práctica de interactividad generalizada del capitalismo parece intensificar de manera salvaje, exprimiendo ese estratificado concepto de tiempo en función del corto plazo, de la coyuntura inmediata. Para esta condición de vida unidimensional y de radical deshistorización de la experiencia, no hay más contexto que el contemporáneo, no hay extensión temporal más relevante ni significativa que ésta. El instantaneísmo es la temporalidad de la entropía (G. Marramao), «tiempo del sacrificio sin contrapartidas del presente, tiempo-que-perder, tiempo de mera sustracción»5. Se trata, en primera instancia, de una experiencia de pérdida también de la continuidad biográfica o de la densidad biográfica (personal y comunitaria) que conlleva la aparente permutabilidad (dada la propia superfluidad) de las memorias y afectos de las personas para funcionar como sujetos. De este modo, veremos circular por el espacio social (y, naturalmente, por el espacio económico) universos concentrados de memoria, de imaginación o de deseo, con sus correspondientes dosis de subjetividad, a la búsqueda de un sujeto que los incorpore.
Se trata, en fin, de una temporalidad intensiva e instantánea que prevalece sobre toda condición de extensión temporal de la duración o la historia (al igual que sobre cualquier centralidad territorial). Es lo que Virilio ha definido como la prioridad de la llegada sobre el trayecto, una contaminación dromosférica de las distancias que aspira a reducir el tiempo a nada: todo llega sin que sea necesario partir6. El espacio-velocidad, la velocidad de transmisión supersónica que pone en contacto instantáneo distintos lugares, suplanta el espacio-tiempo de la cotidianeidad o la historia y suple la contigüidad del espacio real con la simultaneidad de tiempos, y la llegada generalizada de telesignos e imágenes. Para Virilio, el resultado de este estado de cosas es, por un lado, el hecho de que el propio significado de lo visual y lo visible deje de depender de las modalidades subjetivas y fisiológicas de la visión para devenir producción electrónico-mediática de visualidades sociales autosuficientes: cuantas más imágenes hay para ver, menos se mira. Asimismo, la inercia domiciliaria, el sedentarismo y confinamiento de los telepolitas domésticos (Echeverría) conectados con su entorno virtual por medio de todo tipo de prótesis tecnológicas, con la consiguiente decadencia de la experiencia del mundo corporal, física y espacial7. Por otro, el estado de sitio del planeta y el empobrecimiento de la mirada por el predominio de los medios audiovisuales, cuyo desarrollo acabará por reemplazar la contemplación del entorno, el tener lugar de los acontecimientos y su visión directa, en favor de una visión industrializada, donde, en medio de la confusión entre el acontecimiento y el medio que lo reproduce, acabará por dominar, sin duda, un universo distinto de valores.
«En el siglo xxi –había profetizado Timothy Leary– quien controle la pantalla controlará la conciencia». En este sentido, si la tecnología audiovisual se emplea como maquinaria para rebajar el tiempo, la primera transformación a la que estamos asistiendo es la de la catástrofe de la memoria y el vacío de la historia (la «despresurización» de Occidente, en palabras de Baudrillard), junto con la sustitución de la creencia o la verdad por la credibilidad. Si la creencia supone todavía una relación (aun imaginaria) del sujeto con el objeto, la credibilidad supone una relación del objeto con el código. La segunda transformación, intrínsecamente rela­­cionada con la anterior, es la de anular toda posibilidad de certidumbre en cuanto a los hechos y los testimonios8. Lo que para la metafísica supuso la muerte de Dios ha de suponer (según Virilio) para la física la renuncia a las referencias exteriores, el descrédito de la óptica directa. La muerte de la mirada introduce la renuncia relativista en la –ya antigua– fe perceptiva. Así, la NASA se ha visto obligada a gastar decenas de miles de dólares en editar un folleto que responde a las dudas de ¡30 millones! de americanos que no se fían de la autenticidad de la llegada a la luna –entre otras cosas se preguntan por qué ondeaba la bandera en un lugar donde todo el mundo sabe que no hay viento. Además, este desmantelamiento del entorno real, con la consiguiente desorientación espacial y temporal, volverá a colocar el cuerpo como centro del mundo circundante. Nos dirigimos hacia el control de un espacio ego-centrado (Virilio), introvertido y no, como en otro tiempo, de un espacio exo-centrado (extrovertido). «A la referencia clásica de la simple línea del horizonte sucederá la auto-referencia del individuo; el ser no se refiere ya nada más que a su propia masa ponderal, a su única polaridad». (Virilio). El hombre está, en fin, menos en el mundo que en sí mismo, pero, sorprendentemente, convertido en un ser prácticamente inerte por las capacidades interactivas de su medio, más lejano de su entorno empírico inmediato que de lo más lejano, deviene un sí mismo invadido, extremadamente precario y distanciado progresivamente de su autoconciencia. Cuerpo, pues, pleno y a la vez vacío. El ser teleactuante se vuelve incierto en cuanto a su posición en el espacio e indeterminado en cuanto a su régimen de temporalidad, «pues la endo-referencia ponderal del cuerpo físico cede súbitamente el lugar a la exo-referencia comportamental de un “cuerpo óptico”, debido a la mera velocidad de transmisión tanto de la visión como de la acción»9. Como vemos, de algún modo el imaginario moderno, regulado por utopías, ha mostrado su agotamiento y parece ahora enseñorearse por todos lados un rumor apocalíptico. Apocalipsis de lo virtual. Porque, en cierto modo, la destrucción del espacio simbólico estándar lo que ha hecho, en principio, es minar la mayoría de las ilusiones vitales del hombre.
Se acabó, pues, el tiempo de la eternidad, y por eso mismo parece también que el presente real se ha convertido, en la posmodernidad, más en pasado real que en futuro real. Nuestro tiempo se escenografía en una suerte de consumo ansioso de la existencia fuera de todo quicio temporal que, al carecer de su propia representación, continuamente acaba por recurrir a una mezcla de futuro-pasado. De ahí también que muchas veces el rostro de la condición posmoderna (nunca configurado concretamente, siempre precario ...

Índice

  1. Portada
  2. Portadilla
  3. Legal
  4. Citas
  5. Aprendiendo de Las Vegas
  6. ¿Desprogramados?
  7. Un sujeto sospechoso
  8. La condición posmoderna
  9. Esquizofrenia y pérdida de realidad. Otra posmodernidad
  10. La posmodernidad: una estética de la representación
  11. Apéndice
  12. Bibliografía
  13. Otros títulos publicados