Movimientos de renovación
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Humanismo y Renacimiento

  1. 96 páginas
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Humanismo y Renacimiento

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Este ensayo presenta el Renacimiento como un grandioso movimiento de renovación y de reforma espiritual que, a través del retorno a la Antigüedad clásica, pretender constituir un nuevo hombre. Renacimiento y Humanismo coinciden así en una misma acción: si el Humanismo cultiva con esmero los studia humanitatis es porque cree en la capacidad para formar al hombre. Las obras de Ficino, Maquiavelo Vives o Erasmo son estudiadas como textos fundacionales de un nuevo mundo que representa el paso del Medievo a lo moderno.

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Información

Año
2014
ISBN
9788446040675
Edición
1
Categoría
Philosophy
VI. Individuo y cosmos
Desde que Burckhardt acuñó la fórmula, se ha hecho usual caracterizar el Renacimiento como la época en que se lleva a cabo el «descubrimiento del mundo y del hombre». M. García Morente, en sus otrora celebradas Lecciones de filosofía, se refería a este respecto al descubrimiento de la tierra y del cielo. En 1522 un marino vasco, Juan Sebastián Elcano, da por vez primera la vuelta al mundo y demuestra por este mismo hecho la rotundidad de la Tierra, con lo que cambia decisivamente la imagen que se tenía de nuestro planeta. En 1543, pocos meses después de la muerte de su autor, aparece el De revolutionibus orbium caelestium del canónigo Nicolás Copérnico, una obra revolucionaria que cambia, a su vez, la imagen que hasta entonces se tenía de los astros y su relación con la Tierra. Copérnico demuestra efectivamente que las dificultades que tanto Ptolomeo como Aristóteles hallaban en la explicación del movimiento aparente de los astros se resuelven fácilmente admitiendo que la Tierra gira sobre sí misma y alrededor del Sol en vez de ser, como se pensaba, el centro inmóvil del universo. Por otra parte, el hombre europeo va cobrando conciencia de sí mismo, de su singularidad respecto a todas las cosas y realiza con vigor y sentido nuevos la experiencia de su peculiar situación en el conjunto del cosmos. En este sentido, partiendo de la tesis hegeliana de que la filosofía de cada época recoge su tiempo en el pensamiento, hay motivos para compendiar con Ernst Cassirer el nuevo espíritu del Renacimiento en la fórmula «individuo y cosmos». El hombre se comprende cada vez más como individuo y en una especial relación con el cosmos. No se trata todavía, al menos en un comienzo, de una actitud estrictamente naturalista y antropocéntrica. Los grandes pensadores de la época —a excepción de Bruno— siguen viendo al hombre y al mundo en función de Dios y dentro del ámbito del pensamiento religioso. Pero hay en ellos un imperceptible corrimiento de perspectivas que sitúa, lenta pero consecuentemente, al hombre y al cosmos en la órbita principal de la problemática filosófica. Y sobre todo apunta la conciencia de la realidad y, por así decirlo, sustantividad de la creación y del valor, la dignidad y la libertad de la persona humana.
Sibiuda: el eslabón perdido
Ramón Sibiuda, el primer autor con quien hemos de habérnoslas, es todavía para muchos un desconocido. Sin embargo, su Liber creaturarum constituye en muchos aspectos el eslabón perdido que enlaza la escolástica tardía con las concepciones filosóficas del Humanismo naciente. El planteamiento antropológico del médico y teólogo catalán aparece ya en el título completo de su obra: Libro de las criaturas o del hombre. El título responde exactamente al contenido. Sibiuda, en efecto, concibe el mundo como un gran libro, escrito por Dios, en cuyas letras, las criaturas, podemos leer el designio de su autor. Se trata obviamente de un motivo típico del pensamiento medieval. Pero Sibiuda le confiere un acento nuevo al subrayar con énfasis el papel privilegiado del hombre. El hombre forma parte también del libro de las criaturas, pero a fuer de «letra principal», aquella desde la cual las otras se hacen inteligibles y es posible entender y descifrar la obra entera.
De ahí la correlación que existe en Sibiuda entre hombre y mundo. Sibiuda afirma con vigor el primado del hombre sobre todo. El hombre es para Sibiuda «la realidad suprema entre todo lo que en el mundo existe» (Theol. nat., p. 48), pero esta superioridad no le desconecta de los demás seres, sino, al contrario, le relaciona con ellos con un doble lazo, a la vez ontológico y teleológico. El hombre es el recapitulador del universo, de un universo que a su vez concentra sus miradas y aspiraciones en el hombre. Sibiuda pretende llevar el hombre al conocimiento de sí mismo y, de ahí, al conocimiento de Dios. Para ello necesita de dos «escalas»: una que le permita subir de las criaturas inferiores al hombre, otra que le conduzca del hombre a Dios. La primera ascensión se basa en la consideración tradicional de los cuatro grados de ser: ser, vivir, sentir y entender. Estos grados ontológicos convienen a las criaturas distinta y sucesivamente; al hombre, en cambio, indistinta y conjuntamente. Él recapitula en sí mismo los cuatro grados sin que nada pueda sobreañadírsele. Esta primacía ontológica del hombre se transforma a su vez en primacía teleológica. El sentido de las criaturas no está en ellas mismas, sino en el hombre. «Mira, hombre, todo este mundo universo y considera si hay algo en él que no te sirva» (p. 123).
Al mismo tiempo, esta comunidad ontológica del hombre con sus hermanas, las criaturas, le abre el acceso al Padre común. Una vez examinados los cuatro grados de ser que hallamos en el universo: ser, vivir, sentir y entender, y hecha la constatación de que los cuatro se recapitulan en el hombre sin que él se los haya dado a sí mismo, hay que concluir: «Aquello que tú, hombre, recibiste, te lo dió aquel mismo de quien los demás seres recibieron lo que son. Tú eres por tanto de aquel a quien pertenece también todo lo demás... Alguien mayor que tú te dio lo que eres» (p. 9). El antropocentrismo metódico de Sibiuda se desdobla, pues, en un teocentrismo ontológico. El nosce teipsum, eje de su pensamiento, culmina en el conocimiento de Dios.
¿Cuál es para Sibiuda la raíz última de esta serie de privilegios humanos? Esta raíz se encuentra en aquello mismo que constituye su peculiaridad como hombre: la naturaleza intelectual con su doble consecuencia, la autoconciencia y la libertad. Las otras cosas poseen su propia naturaleza; el hombre no sólo la posee, sino que conoce que la posee y es capaz de disponer de ella. El valor más propio del hombre, más todavía que en la autoconciencia, reside para él en el libre albedrío. El hombre es, fundamentalmente, libertad, capacidad de autodisposición. Nada hay en el mundo que supere a la libertad en nobleza y grandeza. Por ella el hombre vale más que todo el mundo. Ella hace del hombre el rey y emperador de todo lo creado. Ya que todo lo que existe, existe para el libre albedrío, para que el hombre disponga libremente de ello y, de este modo, disponga también de sí mismo. Por el libre albedrío el hombre se convierte en «imagen viva de Dios». El círculo de la creación se ha cerrado en una criatura que es su fin y complemento, la plena y completa imagen y semejanza de su Creador. Por ello el hombre no puede dar su libertad a nadie fuera de Dios. Ni puede dar a Dios otra cosa que su libertad. Si nada creado es superior al libre albedrío y si el libre albedrío es superior a todo lo creado, sólo el Creador puede sentarse en él. «He aquí al libre albedrío convertido en sede de Dios: allí sólo Dios puede reinar» (p. 135).
Por su mismo desarrollo el pensamiento de Sibiuda culmina en una grandioso tratado del amor. Sibiuda concibe al amor como la propiedad más legítima y exclusiva del hombre, lo que es más suyo, ya que se crea en él. El amor, en efecto, es el primer don de la voluntad. Por ello el amor presupone la libertad. Un amor forzado no sería amor. Pero, por otra parte, el amor es el que da a la libertad su valor definitivo. La voluntad, en efecto, no puede cambiar de naturaleza, pero puede recibir «el modo y la forma de la cosa amada, porque tal es el amor, cual es la cosa amada, y tal es la voluntad, cual es el amor» (p. 173). De ahí que la voluntad reciba el nombre de la cosa amada, en la que se transforma por el amor. Y así, «si la voluntad ama la tierra, se llama terrena... Si ama las cosas muertas y mudas, se llama muerta y muda. Si ama las cosas bestiales, se llama bestial. Si ama a los hombres, se llama humana. Y si ama a Dios, se llama divina. Y así el hombre por el amor puede libre y espontáneamente transformarse en otra cosa más noble o más baja» (Ibíd.).
Como harán más tarde, cada uno a su modo, el Cusano, Ficino y Pico, Sibiuda determina aquí al hombre en función de su confrontación con la totalidad de lo real, desde las criaturas al Creador. Con ello el hombre se muestra una vez más el centro de todo lo creado, ya que, aunque todo lo creado merece ser amado, corresponde al hombre equilibrar con un amor ordenado los diversos niveles de realidad que se dan en el universo. Como es obvio, Sibiuda no duda de que el primer amor es siempre para Dios. Sirviendo por amor a Dios, el hombre se reúne con él. «Y así la obligación del amor da cumplimiento, consuma y resume todo el mundo. Todas las cosas proceden del primer amor y en el amor son consumadas» (p. 161.).
No es fácil hallar en el pensamiento anterior a nuestro autor una vuelta tan refleja hacia el propio sujeto, convertido en eje de la verdad interior y exterior al hombre. Hay que tener en cuenta, con todo, que en el fondo del pensamiento de Sibiuda late la presuposición de que el hombre ha sido hecho a la medida de Dios, como imagen viva de él en el universo, y es por ello que puede ser también a su modo la medida de todas las cosas.
Nicolás de Cusa: la doble in-finitud del mundo y del hombre
Pensador unitario y arrebatadamente teológico, Nicolás de Cusa concibe el mundo y el hombre en estrecha solidaridad con su concepción de Dios. Como la unidad precontiene la serie de los números y el punto la de las figuras geométricas, así Dios precontiene el mundo. Y, al contrario, como el número es despliegue de la unidad y la línea desarrollo del punto, así el mundo es despliegue de Dios. Ni que decir tiene que esta dialéctica de complicatio y explicatio no tiene nada que ver con la teoría plotiniana de la emanación, ni importa ninguna suerte de identidad. La inmanencia de Dios en el mundo no es obstáculo a su infinita trascendencia, ya que se trata en ella de la doble presencia de la imagen en el ejemplar y de la causa en el efecto. Sin embargo, en virtud de la fórmula complicatio-explicatio, el Cusano no puede comprender en definitiva al mundo, sino como automanifestación de Dios. Imagen de su Creador, el mundo es, como en Sibiuda, un gran libro, en el que Dios ha escrito su propio nombre. Y el cardenal germano irá tan lejos por este camino del ejemplarismo que no dudará en llamar al mundo «Dios sensible» y a toda criatura «Dios creado». Si se puede hablar en su pensamiento de un descubrimiento del mundo, éste se realiza indudablemente desde una perspectiva esencialmente teológica y religiosa.
Buena prueba de ello es su original concepción del universo. Nicolás de Cusa compendia bajo este concepto todo lo que no es Dios. El universo es, pues, el todo, con explícita exclusión de su fundamento divino. Por ello, incapaz de concebirlo como finito, ya que por definición comprende todo lo que existe y, no pudiendo, por otra parte, atribuirle la infinitud absoluta de Dios, el Cusano lo concibe como infinito privativo o indefinido, en el sentido de que no existe nada fuera de él que pueda limitarlo. El universo se constituye así en intermediario entre Dios y los entes singulares. Como el todo precede a las partes, así el universo precede a sus componentes particulares. De ahí que el Cusano aplique al universo una dialéctica semejante a la que regía entre Dios y la creación. El concepto utilizado ahora es el de contractio. Si Dios es el máximo absoluto, el universo es el máximo contracto. Y si Dios está en el universo en tanto que desplegado (explicative), el universo está en sus partes y éstas en él en el modo de la contracción (contracte). Éste es el sentido de las célebres expresiones: Omnia in omnibus y Quodlibet in quolibet. Todo está en todos y cualquiera en cualquier parte. Sólo así el universo (uni-versum) es lo que su nombre dice: la unidad de muchos.
De este modo, no a partir de experiencias físicas, sino de sus propias concepciones metafísicas, Nicolás de Cusa rompe por vez primera la imagen antigua y medieval del cosmos. No se trata sólo de la sustitución del viejo mundo limitado de Aristóteles por un universo ilimitado o relativamente infinito. Su hazaña abraza todos los aspectos de la cosmología tradicional. En el cosmos aristotélico existía un arriba y un abajo, que distinguía en orden de perfección la materia de los cuerpos celestes de la de los terrestres. En el cosmos cusaniano no existe ya ninguna diferencia esencial entre el mundo celeste y el terrestre. La distancia infinita entre Dios y el universo anula las diferencias finitas entre las diversas partes del mundo. Cada una de ellas, lo mismo que cada ente singular, está en relación directa con Dios, y por ende, tan infinitamente próximo como alejado de él.
Las consecuencias de esta especie de principio metafísico de relatividad son verdaderamente revolucionarias. La Tierra no tiene por qué ser más vil, ni de distinta composición que el Sol y los demás astros. Su dife...

Índice

  1. Portada
  2. Portadilla
  3. Legal
  4. I. Significado histórico del Renacimiento y del Humanismo
  5. II. Los inicios del Humanismo italiano
  6. III. Platónicos y aristotélicos
  7. IV. El Humanismo europeo
  8. V. La retaguardia filosófica del Renacimiento italiano y europeo
  9. VI. Individuo y cosmos
  10. VII. La ciudad
  11. Cronología
  12. Bibliografóa
  13. Otros títulos publicados