Robespierre. Virtud y terror
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Robespierre. Virtud y terror

Slavoj Zizek presenta a Robespierre

  1. 256 páginas
  2. Spanish
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Robespierre. Virtud y terror

Slavoj Zizek presenta a Robespierre

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"Si el resorte del gobierno popular en tiempos de paz es la virtud, el resorte del gobierno durante la revolución son, al mismo tiempo, la virtud y el terror. la virtud sin la cual el terror es mortal. el terror sin el cual la virtud es impotente". Robespierre La defensa de Robespierre de la Revolución francesa sostiene una de las más poderosas y desconcertantes justificaciones de la violencia política jamás escritas. A través de un ingenioso comentario, Slavoj Žižek subraya la extraordinaria resonancia de las palabras de Robespierre en un mundo obsesionado con el terrorismo.

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Información

Año
2011
ISBN
9788446038900
Edición
1
Categoría
History
Categoría
World History
1
Sobre el derecho de voto de actores y judíos
23 de diciembre de 1789[1]
El 23 de diciembre de 1789 Robespierre intervino en la Asamblea Constituyente oponiéndose al abate Maury, quien había denunciado las costumbres de los actores. Éstos habían sido excomulgados por la Iglesia bajo el Antiguo Régimen y privados de derechos al quedar excluidos de toda posición social.
Dos días antes Clermont-Tonnerre[2] habría propuesto que la profesión o la fe de cada uno no pudiera ser causa de ineligibilidad para los cargos públicos.
El 24 de diciembre se concedió el derecho a ejercer cargos públicos a los protestantes pero no a los judíos, quienes no obtuvieron los mismos derechos que los demás ciudadanos hasta el 27 de septiembre de 1791.
Todo ciudadano que cumpla las condiciones de elegibilidad que habéis prescrito tiene derecho a ejercer oficios públicos. Cuando debatisteis esas condiciones, tratabais de la gran causa de la humanidad. El orador anterior ha tratado de distinguir tres causas diferentes a partir de determinadas circunstancias específicas; las tres están contenidas en el principio [general], pero, en nombre la razón y la verdad, las examinaré brevemente:
Nunca se podrá defender con éxito en esta Asamblea que una función necesaria de la ley pueda ser estigmatizada por la propia ley. Habría que modificar ésta para que desaparezcan los prejuicios carentes de ninguna base.
No creo que se necesite una ley sobre la cuestión de los actores: todos los que no están excluidos son elegibles. Pero quizá fue conveniente que un miembro de esa Asamblea llamara la atención sobre una clase oprimida durante demasiado tiempo. Los actores merecerán mayor estima pública cuando un absurdo prejuicio no se oponga a que la obtengan; entonces las virtudes de los individuos contribuirán a depurar los espectáculos y los teatros se convertirán en escuelas públicas de principios, buenas costumbres y patriotismo.
Se os han dicho cosas sobre los judíos infinitamente exageradas y a menudo contrarias a la historia. ¿Cómo se los puede culpar de las persecuciones que han sufrido entre diferentes pueblos? Se trata, por el contrario, de crímenes nacionales que deberíamos expiar, devolviéndoles derechos humanos imprescriptibles de los que ningún poder humano podía despojarles. Todavía se les atribuyen vicios y prejuicios, exagerados por el espíritu sectario y [determinados] intereses. Pero ¿a qué podemos imputarlos realmente sino a nuestras propias injusticias? Tras haberlos excluido de todos los honores, y hasta del derecho a la estima pública, no les hemos dejado más que los objetos de la especulación lucrativa. Traigámoslos a la felicidad, a la patria, a la virtud, ofreciéndoles la dignidad de personas y de ciudadanos; esperemos que nunca pueda considerarse políticamente apropiado, se diga lo que se diga, condenar al envilecimiento y a la opresión a una multitud de hombres que viven entre nosotros. ¿Cómo podrían basarse los intereses sociales en la violación de los principios eternos de la justicia y la razón que son los fundamentos de cualquier sociedad humana?
[1] «Sur le droit de vote des comédiens et des juifs», Œuvres, vol. VI, pp. 167-168.
[2] Stanislas de Clermont-Tonnerre (1752-1792), miembro de la alta nobleza y diputado en la Asamblea, al principio de la Revolución era un liberal hostil a los privilegios, pero más tarde reclamó el establecimiento de dos cámaras y el derecho de veto absoluto para el rey. Murió defenestrado por la multitud durante la Jornada del 10 de agosto.
2
Sobre el sufragio universal y el marco de plata
Abril de 1971[1]
Robespierre no llegó a pronunciar nunca el siguiente discurso, pero fue impreso y discutido en las sociedades populares.
En él se oponía a la distinción entre ciudadanos «activos» y «pasivos» por la que sólo los varones mayores de veinticinco años que pagaban una contribución equivalente al trabajo de tres días serían electores con derecho de voto. Además, sólo eran elegibles los que pagaban un impuesto más alto, de un marco de plata.
De los siete millones de ciudadanos (varones), tres millones quedaban así excluidos y considerados como «pasivos», y sólo 50.000 eran elegibles. La Constitución de 1791 establecía esa distinción y estatuía así una forma de sufragio censitario o restringido.
El sufragio casi universal masculino no se consiguió hasta la caída de la monarquía y la elección de la Convención.
Señores,
He dudado por un momento si debía proponeros mis ideas sobre algunas disposiciones que al parecer habéis adoptado; pero viendo que se trataba, bien de defender la causa de la nación y de la libertad, o de traicionarla permaneciendo en silencio, ya no he dudado más. He emprendido esta tarea con una confianza aún más firme en la medida en que sabía que compartía con vosotros la imperiosa pasión por la justicia y el bienestar público que me la imponía y que son vuestros propios principios y vuestra autoridad lo que invoco en su favor.
¿Por qué estamos reunidos en este templo de la ley? Sin duda para devolver a la nación francesa el ejercicio de los derechos imprescriptibles que pertenecen a todos. Tal es el objeto de cualquier constitución política; será justa y libre si lo cumple, pero no será más que un ataque a la humanidad si lo contraría.
Vosotros mismos habéis reconocido esta verdad de una forma llamativa cuando, antes de comenzar vuestra gran tarea, decidisteis que había que declarar solemnemente esos sagrados derechos que son, por decirlo así, los fundamentos eternos sobre los que debía basarse.
«Todos los hombres han nacido y permanecen libres e iguales en derechos.»
«La soberanía reside esencialmente en la nación.»
«La ley es la expresión de la voluntad general. Todos los ciudadanos tienen derecho a contribuir a su formación, ya sea personalmente o mediante los representantes elegidos libremente.»
«Todos los ciudadanos pueden ser elegidos para todos los cargos públicos, sin más distinción que la de sus virtudes y talentos»[2].
Ésos son los principios que habéis consagrado; a partir de ellos será fácil valorar las disposiciones que me propongo combatir; bastará compararlas con esas reglas invariables de la sociedad humana.
Ahora bien, en primer lugar: ¿es la ley la expresión de voluntad general cuando la mayoría de aquellos para los que se hace no puede contribuir a su formación de ninguna manera? No. Pero negar a todos los que no pagan una contribución igual a tres jornadas de trabajo el derecho a escoger a los electores que a su vez nombrarán a los miembros de la Asamblea legislativa[3] ¿qué otra cosa es sino excluir absolutamente a la mayoría de los franceses de la deformación de la ley? Esa disposición es pues esencialmente anticonstitucional y antisocial.
En segundo lugar, ¿son todos los hombres iguales en sus derechos, cuando algunos gozan exclusivamente del derecho a poder ser elegidos como miembros del cuerpo legislativo o de otras instituciones públicas, otros solamente del derecho a nombrarlos, y el resto quedan privados tanto de un derecho como del otro? No. Tales son, sin embargo, las monstruosas diferencias que establecen entre ellos los decretos que hacen a un ciudadano activo, pasivo, o medio activo y medio pasivo, según que su nivel de fortuna le permita pagar tres jornales como impuesto directo o un marco de plata. Todas esas disposiciones son por tanto esencialmente anticonstitucionales y antisociales.
En tercer lugar, ¿son todos los hombres elegibles para todos los puestos públicos sin otra distinción que la de sus virtudes y talentos, cuando la imposibilidad de pagar la contribución exigida los descalifica para todos los puestos públicos, cualesquiera que sean sus virtudes y sus talentos? No; todas esas disposiciones son por tanto esencialmente anticonstitucionales y antisociales.
En cuarto lugar y por último, ¿es la nación soberana cuando a la mayoría de los individuos que la componen se les arrebatan los derechos políticos que constituyen la soberanía? No, y sin embargo acabáis de ver que esos mismos decretos desposeen de ellos a la mayoría de los franceses. ¿Qué sería entonces vuestra declaración de derechos, si se mantuvieran esos decretos? Una fórmula vacía. ¿Qué sería la nación? Esclava; ya que la libertad consiste en obedecer leyes voluntariamente adoptadas y la servidumbre en verse obligado a obedecer a una voluntad exterior. ¿Qué sería vuestra constitución? Una auténtica aristocracia, ya que aristocracia es el estado en que parte de los ciudadanos son soberanos y el resto súbditos. ¿Y qué tipo de aristocracia? La más insoportable de todas, la de los ricos.
Todos los hombres nacidos y domiciliados en Francia son miembros de la sociedad política llamada nación francesa, es decir, ciudadanos franceses. Lo son por la naturaleza de las cosas y por los primeros principios del derecho de gentes. Los derechos anejos a ese título no dependen de la fortuna que cada individuo posea, ni de la cantidad de impuestos a los que esté sometido, porque no es el impuesto lo que nos hace ciudadanos; la calidad de ciudadano sólo obliga a contribuir a los gastos comunes del Estado según la capacidad de cada uno. Ahora bien, podéis dar leyes a los ciudadanos, pero no podéis aniquilarlos.
Los partidarios de las medidas que estoy criticando han percibido por sí mismos esa verdad, ya que, no atreviéndose a negar la calidad de ciudadano a quienes estaban desheredando políticamente, se limitaron a evadir el principio de igualdad que necesariamente presupone mediante la distinción entre ciudadanos activos y ciudadanos pasivos. Contando con la facilidad con que se gobierna a los hombres con palabras, trataron de confundirnos proclamando con esa nueva expresión la más manifiesta violación de los derechos humanos.
Pero ¿quién podría ser tan estúpido como para no ver que esas palabras no pueden cambiar los principios ni resolver la dificultad, ya que declarar que tales ciudadanos no serán activos o que no ejercerán los derechos anejos al título de ciudadano es exactamente lo mismo en el idioma de esos sutiles políticos? Pero yo les preguntaré siempre con qué derecho pueden golpear así a sus conciudadanos y electores con la inactividad y la parálisis; no dejaré de reclamar contra esa locución insidiosa y bárbara, que mancillaría tanto nuestro código como nuestra lengua si no nos apresuramos a borrarla de ambos, para que la palabra libertad no quede sin significado y se convierta en irrisoria.
¿Qué podría añadir a esas verdades tan obvias? Nada para los representantes de la nación cuyas opiniones y deseos ya han anticipado mi demanda; sólo me queda responder a los deplorables sofismas sobre los que los prejuicios y ambiciones de cierta clase de hombres tratan de asentar la desastrosa doctrina que combato; es sólo a ellos a los que me voy a dirigir ahora:
¡El pueblo! ¡Gente que no tiene nada! ¡Los peligros de la corrupción! El ejemplo de Inglaterra, de pueblos a los que se supone libres; ésos son los argumentos esgrimidos contra la justicia y la razón.
Sólo tendría que responder con una palabra: el pueblo, esa multitud cuya causa defiendo, tiene derechos cuyo origen es el mismo que el de los vuestros. ¿Quién os ha concedido el poder para quitárselos?
¡La utilidad general, decís! Pero ¿hay algo más útil que lo que es justo y honesto? ¿Y no se aplica esa máxima eterna sobre todo a la organización social? Y, si el propósito de la sociedad es la felicidad de todos, la conservación de los derechos del hombre, ¿qué deberíamos pensar de quienes quieren basarla en el poder de unos pocos individuos y el envilecimiento y anulación del resto del género humano? ¿Quiénes son entonces esos sublimes políticos, que aplauden su propio genio cuando por medio de laboriosas sutilezas han conseguido por fin sustituir por sus vanas fantasías los inmutables principios grabados en los corazones de todos los hombres por el legislador eterno?
¡Inglaterra! ¡Ja! ¿Qué os importan Inglaterra y su depravada constitución, que podían pareceros libres cuando os habíais hundido hasta el grado más bajo de la servidumbre, pero a las que ya es hora de dejar de alabar por ignorancia o por costumbre? ¡Pueblos libres! ¿Cuáles? ¿Qué os dice la historia de aquellos a los que honráis con ese nombre? ¿No son sino catervas más o menos alejadas de los caminos de la razón y la naturaleza, más o menos esclavizadas bajo gobiernos establecidos por el azar, la ambición o la fuerza? ¿Es pues para copiar servilmente los errores e injusticias que han degradado durante tanto tiempo a la especie humana para lo que la eterna providencia eterna os llamaba, desde que comenzó el mundo, para restablecer sobre la tierra el imperio de la justicia y la libertad, en el seno de la más brillante ilustración que nunca haya iluminado la razón pública, en las circunstancias más milagrosas que la providencia se haya dignado reunir para ofreceros la posibilidad de devolver a la humanidad su felicidad, su virtud y su dignidad original?
¿Sienten realmente todo el peso de esa misión sagrada aquellos que, como respuesta a nuestras justificadas quejas, se contentan con decirnos fríamente: «Aun con todos sus vicios, nuestra Constitución es la mejor que haya existido nunca»? ¿Es pues para que dejarais imprudentemente en esa Constitución vicios esenciales, destructores de lo...

Índice

  1. Portada
  2. Portadilla
  3. Legal
  4. Introducción
  5. Lecturas complementarias
  6. Glosario
  7. Figuras clave citadas en el texto
  8. Cronología
  9. Primera parte
  10. 1. Sobre el derecho de voto de actores y judíos
  11. 2. Sobre el naufragio universal y el marco de plata
  12. 3. Sobre la condición de los hombres libres de color
  13. 4. Sobre los derechos de las sociedades y de los clubes
  14. 5. Extracto de «Sobre la guerra»
  15. Segunda parte
  16. 6. Extractos de la «Respuesta a la acusación de Louvet»
  17. 7. Extractos de «Sobre la subsistencia»
  18. 8. Sobre el juicio al rey
  19. 9. Proyecto de Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano
  20. 10. Extractos de «En defensa del Comité de Salvación Pública y contra Briez»
  21. 11. Informe sobre la situación política de la República
  22. 12. Respuesta de la Convención Nacional a los manifiestos de los reyes coaligados contra la República
  23. 13. Informe sobre los principios del Gobierno revolucionario, realizado en nombre del Comité de Salvación Pública
  24. 14. Sobre los principios de moral política que deben guiar a la Convención Nacional en la administración interna de la República
  25. 15. Extractos del discurso del 8 de termidor del año II
  26. Otros títulos