El eclipse de la fraternidad
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El eclipse de la fraternidad

Una revisión republicana de la tradición socialista

Antoni Domènech

  1. 608 páginas
  2. Spanish
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El eclipse de la fraternidad

Una revisión republicana de la tradición socialista

Antoni Domènech

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De la célebre divisa revolucionaria –liberté, égalité, fraternité– la fraternidad, que entrañaba la incorporación plena de quienes viven por sus manos a una sociedad civil republicana de seres libres e iguales, es el gran valor olvidado. ¿Cómo y por qué ésta, tras el punto culminante que supusieron las revoluciones de 1848 y sus aspiraciones a regular el derecho de propiedad, se fue desliendo paulatinamente hasta casi desaparecer?A recorrer las vicisitudes y peripecias del que fuera a la postre el programa del ala democrático-plebeya de la Ilustración europea consagró Antoni Domènech una obra sin par. Fructífera combinación de narración histórica y discusión conceptual y normativa, El eclipse de la fraternidad reconstruye magistralmente las luchas protagonizadas por la izquierda social y política, y muestra cómo el viejo ideal de fraternidad republicana sigue siendo un astro poderoso que, aun eclipsado, determina el campo de gravedad de la política democrática contemporánea.

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Información

Año
2019
ISBN
9788446047827
1. Demofobia, después de 1848
Cuando decidí escribir este libro –hace ya casi diez años– un colega extranjero más culto históricamente de lo que suele ser normal entre los filósofos políticos me espetó asombrado: «¿Sobre la “fraternidad”, y siendo español? ¡Qué valiente!».
Intuyo que escribir sobre «fraternidad», el valor olvidado de la tradición republicano-revolucionaria moderna, resulta hoy bastante menos atrevido en el ambiente académico establecido que hace dos lustros, cuando campaba por sus respetos la fantástica idea de que el reino de la política mora en el primer círculo del infierno de Dante: en el de la indifferenza, en el del puro interés propio egoísta. Que el amor y el odio, que el cielo, el purgatorio y las zonas más abisales del infierno son también territorio de la política es cosa que hoy, si no por descontada, se da por suficientemente admitida de nuevo hasta en las torres marfileñas más celosamente defendidas de la opinión pública. Mudanzas del tiempo; ventajillas del escritor tardígrado.
Pero el hecho de escribir en el país campeón de las guerras «fratricidas» contemporáneas permanece.
Agustín de Foxá, en la que sin duda es la mejor novela escrita desde el bando de los vencedores sobre la guerra civil española de 1936-1939, ofrece el siguiente retrato de los manifestantes que celebraban por los barrios distinguidos de Madrid, el 14 de febrero de 1936, el triunfo electoral del Frente Popular:
Pasaban las masas ya revueltas; mujerzuelas feas, jorobadas, con lazos rojos en las greñas, niños anémicos y sucios, gitanos, cojos, negros de los cabarets, rizosos estudiantes mal alimentados, obreros de mirada estúpida, poceros, maestritos amargados y biliosos. Toda la hez de los fracasos, los torpes, los enfermos, los feos; el mundo inferior y terrible, removido por aquellas banderas siniestras[1].
El lector del siglo XXI se equivocará de medio a medio si, ante el patente odio del escritor falangista contra «el mundo inferior y terrible», reacciona, ya sorprendiéndose de que este cristiano caballero pudiera destilar tamaña cantidad de veneno contra los pobres y desheredados de la tierra (¿no era de ellos, bienaventurados, el Reino de los Cielos?); ya limitándose a cargar en la cuenta de su condición de fascista declarado el señoritil regodeo en la miseria material, moral y hasta estética de las clases subalternas.
Los españoles de mi generación que hayan tenido una relación medianamente íntima con sus abuelos habrán oído contar desde su más tierna infancia historias terribles sobre la mala relación entre quienes vivían por sus manos y la clerigalla. La que más vivamente me impresionaba a mí, por ejemplo, se la oí contar muchas veces a mi tía abuela preferida, doña Concepción Domènech Quintana. Distinguida señorita de la burguesía industrial barcelonesa, los sucesos de la Semana Trágica de julio de 1909 la pillaron en el veraneo familiar de Tiana, un idílico pueblecito cercano a Barcelona. Con un horror pánico que sus muchos años aún no habían conseguido borrar del rostro, narraba doña Concepción el espectáculo, indeleblemente registrado en su retina, de unos niños pobres «de alpargata» –los trabajadores no usaban zapatos por aquella época– jugando al fútbol con las profanadas calaveras de los monjes enterrados en el aledaño convento cisterciense tomado al asalto y saqueado unas horas antes por sus progenitores anarquistas.
El enconado rencor que la clase obrera y el pueblo pobre guardaban a la Iglesia venía de lejos. La Iglesia española había sido, hasta el ecuador del siglo XIX, no sólo la segunda potencia feudal del Reino –propietaria de cerca de una quinta parte de la tierra cultivable, antes de la desamortización iniciada por Mendizábal en 1836–, sino también, desde púlpitos, confesionarios y escuelas, el eje animador e inspirador del partido absolutista en las guerras fratricidas carlistas. Y una vez expropiada y sin recursos propios, más y más dependiente de las minorías plutocráticas, más y más servicial con los intereses de los grandes. Por eso no fue posible en la España de finales del siglo XIX y comienzos del XX la formación de un gran partido católico de masas, con verdadera capilaridad social, capaz de contener o de mitigar la inexorable progresión político-electoral y civil de los socialistas o de los anarquistas, al estilo del Partido Popular italiano de Don Sturzo, que llegó a tener una influencia importante tanto entre los trabajadores agrícolas como entre los industriales; o como la Zentrumspartei, que agrupó y organizó a los obreros y a los campesinos católicos del sur y del oeste de la Alemania guillermina; o como el partido socialcristiano de Lueger y del Prelado Ignaz Seipel, al que secundó el grueso del campesinado y una pequeña parte de las clases trabajadoras urbanas en la Austria habsbúrguica[2].
Por otro lado, el odio, el desprecio, la inquina, el terror –llámesele como quiera, que de todo hay– inspirado por la plebe no es monopolio de los intelectuales fascistas de la primera mitad del siglo XX, españoles o no.
Por lo pronto, es tan viejo como la filosofía política:
Platón ya advirtió que «los esclavos nunca serán amigos de sus amos, ni la gente baja y mala (phaúlou) de la gente de pro (spou­daiou)»[3].
Aristóteles refiere en la Política el juramento de acceso a las magistraturas en las Repúblicas oligárquicas: «seré enemigo del pueblo bajo (dêmo kakonous), y decidiré contra él todo el mal que pueda»[4].
El argumento más importante del Viejo Oligarca –el Pseudojenofonte– contra el gobierno democrático de los pobres en Atenas era que «en el pueblo hallamos mucha ignorancia, superlativos desorden y vileza, pues la pobreza le lleva más y más en la dirección de las malas costumbres»[5].
Y el optimate Cicerón denostó hasta el hartazgo a la abiecta plebecula.
Las citas podrían multiplicarse a voluntad. El mundo antiguo conoció el odio extremo de clase por el sencillo motivo de que las clases bajas libres, la «gente baja y mala», el dêmos griego (campesinos –georgoi–, artesanos, –banausoi–, mercaderes –agoroi– y proletarios y asalariados –thetes, misthotoi–) o la plebs romana –mercenarii, proletarii, etc.–, llegaron a estar muy cerca, a participar activamente o incluso a entrar en plena posesión del poder político: así la República de Atenas, a partir de 461 antes de nuestra era, tras la Revolución de Ephialtes; así la República de Roma después de la gran reforma constitucional de signo plebeyo del 287 antes de nuestra era.
La posibilidad de que «el mundo inferior y terrible», la «gente baja y mala», pueda llegar a mandar, la posibilidad de la «democracia» en el viejo sentido tradicional del término –como gobierno de los libres pobres–[6], no volvió a conocerla Europa hasta la reaparición en la Baja Edad Media e incipiente modernidad de las formas de vida civilizada destruidas y eclipsadas desde la baja latinidad, con la formación, esto es, de las ciudades-República en Flandes y en la Italia septentrional
El triunfo del Estado-nación absolutista a partir del siglo XV trajo consigo, provisionalmente, el final de los ensayos de reviviscencia de las formas e instituciones políticas libres, características del Mediterráneo antiguo, y pareció alejar al mundo moderno tanto de la aspiración de los popolari a la participación política, cuanto de la aterrada y expeditiva resistencia de los optimatti.
Pero la «democracia», el fantasma espectral de la irrupción de los pobres libres en el escenario político, volvió con la crisis de las monarquías absolutas y con el estallido de las revoluciones típicamente modernas: con la Revolución holandesa del siglo XVI, con las dos revoluciones inglesas del siglo XVII, con las revoluciones norteamericana y francesa del XVIII, con las revoluciones independentistas en la América española del primer tercio del siglo XIX y con las revoluciones democrático-populares europeas de 1830 y, sobre todo, de 1848.
§ 1. EL DESENGAÑO DE LA BOHÈME DORÉE
Muchos grandes nombres de la intelectualidad europea, y señaladamente de la francesa y la alemana, embriagados por el torbellino revolucionario, participaron activamente, o desde las barricadas o desde la lucha publicística, en los movimientos insurreccionales que la por entonces llamada «democracia social» desencadenó en la primavera de 1848 en toda la Europa continental.
Con la tremenda derrota, vino la resaca. Con la resaca, el desencanto de muchos de esos intelectuales revolucionarios con el dêmos:
Que la humanidad es de una ralea sucia y fastidiosamente repulsiva. Que el pueblo es estúpido, una eterna raza de esclavos que no puede vivir sin yugo ni bastón. No será, pues, por él que habremos de seguir luchando, sino por nuestro sagrado ideal,
asegura, recién iniciada la desbandada, el antiguo revolucionario Leconte de Lisle. Y con el desencanto y la resolución de limitarse a luchar por un «sagrado ideal» de artistas y escritores, la bilis:
¡Machaca, machaca un poco más fuerte, sigue machacando, policía de mi corazón! … ¡cómo te adoro! ¡Suprema paliza esta, que te convierte a mis ojos en un Júpiter justiciero. El hombre al que estás machacando con la culata de tu fusil es un enemigo de las rosas y de los perfumes, un fanático de los utensilios; es un enemigo de Watteau, un enemigo de Rafael, un enemigo encarnizado del lujo y de las bellas letras, iconoclasta declarado, verdugo de Venus y de Apolo … ¡Machaca religiosamente los omoplatos del anarquista![7],
vomita el antiguo revolucionario Baudelaire, refocilado en el espectáculo de un sargento municipal deslomando –¡«religiosamente»!– a un republicano tildado de «anarquista».
Otro antiguo simpatizante del pueblo, Flaubert, se pregunta en 1852, a las puertas de la dictadura imperial del tercer Bonaparte:
¿Qué es, pues, la Igualdad, si no la negación de toda Libertad, de toda superioridad y hasta de la Naturaleza misma?[8].
Ya bajo el Imperio, el grueso de esos intelectuales cultivarán su «sagrado ideal» en los salones parisinos de la princesa Mathilde –sobrina de Napoleón III–. Y en ese ambiente mediocremente cortesano en que se movía ahora la antigua bohème dorée, mientras se abre camino un cínico apoliticismo:
Los ciudadanos que se calientan la cabeza por o contra el Imperio o la República me parecen tan útiles como los que discuten sobre la gracia eficaz y la gracia eficiente. ¡La política está muerta, como la teología![9];
prosperan a la vez unas cuantas ideas-estiércol, fertilizadoras del venidero ideario de la jeunesse dorée del cambio de siglo que se avecina.
Como ésta, bastante conocida, de Renan:
Lo esencial no es tanto producir masas ilustradas, cuanto producir grandes genios y un público capaz de comprenderlos. Si la ignorancia de las masas es una condición necesaria de esto, tanto peor. La naturaleza no se detiene ante tales escrúpulos; sacrifica especies enteras para que otras hallen las condiciones esenciales de su vida…
La muchedumbre debe pensar y gozar por procuración … La masa trabaja; algunos cumplen por ella las superiores funciones de la vida; ¡es...

Índice

  1. Portada
  2. Portadilla
  3. Legal
  4. Presentación. Auge y ocaso del republicanismo plebeyo
  5. EL ECLIPSE DE LA FRATERNIDAD. UNA REVISIÓN REPUBLICANA DE LA TRADICIÓN SOCIALISTA
  6. Citas
  7. Agradecimientos y precisiones
  8. Prólogo
  9. 1. Demofobia, después de 1848
  10. 2. Libertad republicana, democracia y propiedad (de Aristóteles a Jefferson)
  11. 3. Esplendor y eclipse de la fraternidad republicana
  12. 4. De la democracia social a la socialdemocracia
  13. 5. La socialdemocracia y la política
  14. 6. Escenas de guerras serviles después de la Gran Guerra
  15. 7. El fracaso de la Revolución bolchevique en Europa
  16. 8. El final de la República de Weimar
  17. 9. Lecciones varias de la República de Austria
  18. 10. La Segunda República española, entre cuatro mundos
  19. Epílogo. Antoni Domènech Figueras: «Alternativo a los alternativos»
Estilos de citas para El eclipse de la fraternidad

APA 6 Citation

Domènech, A. (2019). El eclipse de la fraternidad ([edition unavailable]). Ediciones Akal. Retrieved from https://www.perlego.com/book/2043629/el-eclipse-de-la-fraternidad-una-revisin-republicana-de-la-tradicin-socialista-pdf (Original work published 2019)

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Domènech, Antoni. (2019) 2019. El Eclipse de La Fraternidad. [Edition unavailable]. Ediciones Akal. https://www.perlego.com/book/2043629/el-eclipse-de-la-fraternidad-una-revisin-republicana-de-la-tradicin-socialista-pdf.

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Domènech, A. (2019) El eclipse de la fraternidad. [edition unavailable]. Ediciones Akal. Available at: https://www.perlego.com/book/2043629/el-eclipse-de-la-fraternidad-una-revisin-republicana-de-la-tradicin-socialista-pdf (Accessed: 15 October 2022).

MLA 7 Citation

Domènech, Antoni. El Eclipse de La Fraternidad. [edition unavailable]. Ediciones Akal, 2019. Web. 15 Oct. 2022.