Último viernes de octubre
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Último viernes de octubre

  1. 362 páginas
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Último viernes de octubre

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Índice
Citas

Información del libro

Cecilia está organizando una exposición de pintoras de las vanguardias del sigloxx, artistas olvidadas cuyas obras y legado marcan el ritmo de las vivencias de la protagonista durante quince días del otoño. Cecilia disfruta de su profesión y de sus amistades, pero le asusta la soledad y el paso de los años. Sus anhelos e inquietudes identifican a toda una generación de mujeres de nuestros tiempos, pero también pueden ligarse a los de aquellas mujeres del pasado y a los de otras personas, de cualquier edad y género, que habitan en el siglo actual.

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Información

Año
2020
ISBN
9788418261459
Categoría
Literature

Segundo viernes

I

En el reloj de la torre nace, sin estruendo ni campanadas, el nuevo día: segundo viernes del mes de octubre.
La luz tenue de las farolas desbarata las sombras que dibujan sobre el empedrado las copas frondosas de los madroños y las estatuas de las fuentes mitológicas que engalanan el bulevar por el que la mujer camina, sorteando los desniveles del piso, con andares que un testigo malintencionado podría achacar a un exceso de alcohol en la cena.
Una brisa cálida se mece entre las hojas de los árboles, que conservan todavía un espléndido color verdoso. El calor estival se ha prolongado este año hasta las fechas que corren y el otoño se ha convertido en un remedo de septiembre, con temperaturas que durante la jornada rozan los treinta grados, sin lluvias ni vendavales que limpien la atmósfera de los humos y los olores metálicos que segrega la ciudad.
Otra vez sola a casa, piensa la mujer, palpando con el dorso de la mano la tela de su vestido azul, el borde rizado del chal que cuelga de sus hombros, las galas inútiles para una velada que se ha torcido aun antes de empezar. Otra vez vadeando la madrugada sin un brazo en el que apoyarse, sin una voz a la que replicar, otra vez sin compañía, piensa, mientras se acerca a la explanada en la que termina el paseo.
Se detiene frente a un semáforo y clava sus pupilas en la diosa de piedra blanca que le da fama a la plaza. ¿Querría ella, a la que las leyendas mitológicas otorgan poderes para dominar la naturaleza y rendirla a su voluntad, apiadarse de una mujer derrotada, de una mujer solitaria?
En lo alto del torreón de Correos el reloj marca los minutos que rebasan la medianoche. Pero ¿qué importa la hora o la fecha cuando se siente el corazón triturado y no hay ilusiones que lo alivien del desamparo y de la tristeza que lo carcomen?
Otra vez sola a casa, sin nadie a quien tocar, sin nadie a quien abrazar. ¿Por qué no ha venido este tío, por qué?, se pregunta Cecilia, apaciguando su pena con un ramalazo de ira. ¿Por qué no ha venido este cabrón?
Le escuecen los ojos porque ha estado dos horas y cuarto mirando, casi sin pestañear, las puertas de acceso al salón donde se celebraba la cena en honor de Eladio Pereda, el director del museo, galardonado con el reputado premio anual de la Fundación Arte Summa. Durante ciento treinta y cinco minutos ha visto desfilar a decenas de invitados, los ha visto entrar en el comedor y diseminarse entre las mesas aderezadas para el convite y sentarse en los puestos asignados por Renata. Pero ninguno era el hombre al que esperaba con impaciencia y con el sólido propósito de seducirlo a lo largo de la velada. ¿Le habrá ocurrido un percance, un accidente de tráfico, un enredo de familia?
Los comensales con los que ha compartido mantel y menú han tratado de implicarla en sus coloquios, solicitando sus opiniones con unas tácticas de cortesía que en algunos momentos rayaban en la adulación. Cecilia ha esquivado la conversación contestando con monosílabos y tópicos, hasta que ellos, incomodados por su desabrimiento, han soslayado su presencia y no han vuelto a dirigirle la palabra. Si no estuviera tan ofuscada por la frustración, tan absorta en sus conjeturas, tendría que admitir que se ha portado como una maleducada. Como una colegiala caprichosa y repelente.
¿Por qué no ha venido Costán si había confirmado su asistencia? En el documento Excel que Renata, la jefa de Relaciones Corporativas, le envió esta mañana a su buzón de intranet después de que Cecilia le consultara por teléfono cuántos medios de comunicación habían respondido a la convocatoria, el nombre de José Pedro Costán, analista crítico de un semanario cultural con difusión en papel y en formato digital, estaba resaltado con rotulador amarillo fosforescente, como los de todos los profesionales que habían aceptado la invitación al evento.
Lo ha estado esperando durante dos horas y quince minutos como una jovenzuela enamoradiza, como una necia. Renata le había reservado un asiento enfrente del director, pero Cecilia lo ha rechazado porque desde la mesa presidencial había una mala perspectiva de la puerta del comedor. Mejor sienta a un periodista porque yo a Eladio lo veo a menudo, le ha dicho a Renata para no ofenderla con su negativa.
Los camareros le han retirado los platos del menú casi intactos. Lo único que ha probado ha sido el consomé y el sorbete de mandarina del postre. El comentarista de artes plásticas de la revista Delicias, instalado a su izquierda, le ha reprochado su escaso apetito mientras untaba trozos de pan en la salsa de la carne. He merendado muy tarde, se ha justificado Cecilia, esbozando una sonrisa empalagosa y desviando la barbilla hacia la voluminosa barriga del impertinente.
Después de los dulces y el café, cuando los invitados comenzaban a levantarse de sus sillas y a congregarse en corrillos en torno a las autoridades ministeriales y locales que han acudido al homenaje, Cecilia ha decidido evadirse. Al ponerse de pie ha notado en las sienes una pesadez que ha achacado a las cantidades de alcohol ingerido. Porque no ha comido apenas, pero sí que ha bebido. Ha vaciado varias copas de vino blanco y tinto, no con la intención de emborracharse ni de inyectarse una alegría artificial, sino para acortar, con el gesto mecánico de llevarse el cristal a los labios, el espacio de tiempo que la separaba del instante, improbable a medida que avanzaba la velada, en que José Pedro Costán aparecería, por fin, en el umbral del salón.
Procurando mantener un equilibrio cabal, ha agarrado su bolso, ha recogido del suelo su chal de seda, se lo ha echado con torpeza sobre los hombros y se ha dirigido a la mesa presidencial. Eladio Pereda le ha pedido que se sentara con él y con los dos periodistas con los que departía sobre el futuro del museo. Pero Cecilia ha farfullado una excusa y se ha despedido de los tres con cierto atropello.
De sus compañeros de mantel no se ha despedido. Ni de otros conocidos que pululaban por el comedor con sus ostentosos trajes de fiesta y sus ínfulas de ejecutivos arrogantes en fase de promoción.
Nadie ha reclamado su atención cuando, taconeando con rencor, ha atravesado el salón, ni cuando ha cruzado el vestíbulo donde un conserje, de impecable uniforme gris, la ha despedido con un saludo protocolario y un amago de reverencia.
En el exterior del hotel la noche era tibia y perfumada. El aroma de los arbustos y del césped recién regado se propagaba por la plazoleta como una nube benévola. Los operarios municipales trajinaban entre los parterres, contrastando sus chalecos fluorescentes con los trajes oscuros de los escoltas y los chóferes que aguardaban, apostados en la acera, la salida de sus patronos.
Un vientecillo liviano ha agitado las puntas de su cabello y ha mitigado la sensación de asfixia que empezaba a extenderse por su piel.
Se ha acercado al bordillo y ha buscado con los ojos el piloto verde de un taxi libre. Pero no ha visto ninguno. Solo el reflejo ambarino de las luminarias públicas vertiéndose sobre el asfalto, y el resplandor de los rótulos de las fachadas del otro lado de la rotonda. Ha echado a andar, entonces, por el paseo del Prado en dirección hacia la plaza de Cibeles, suponiendo que en la confluencia con Alcalá circularían vehículos disponibles.
Se ha cruzado con un grupo de muchachos cargados con botellas de cerveza, que han llenado la atmósfera de interjecciones y frases inconexas. Pero Cecilia ni los ha mirado ni los ha oído. Tampoco ha escuchado la grosería que le ha lanzado un viandante encorvado, ni el escándalo de una ambulancia que transitaba a velocidad exagerada por un carril lateral.
Por la calle de Alcalá no bajan taxis vacantes, así que, aunque los zapatos de tacón alto, que ha estrenado hoy para la cena, le oprimen los dedos y le molestan en los talones, cruza la vía y se encamina por el bulevar de Recoletos hacia la plaza de Colón. El aire templado de la noche ha disuelto ya las telarañas que el alcohol había tejido en su cabeza, por lo que, sobreponiéndose al decaimiento y al cansancio de la jornada, se plantea continuar andando hacia su casa.
En realidad, ¿qué sabe de él, del hombre con el que esta noche había concertado una cita de la que él no estaba avisado? Nada. No sabe nada de él. José Pedro Costán es un hombre guapo, cortés y locuaz, pero no sabe nada de su vida privada, de sus aficiones, de sus creencias, de sus aspiraciones profesionales. Nada de lo que define con mayor precisión el carácter y la personalidad de un individuo.
Hace tres semanas, la víspera de la inauguración de una muestra de escultura castellana de los ochenta que ella había organizado, Eladio Pereda le pidió que atendiera a Costán, quien había solicitado una visita adelantada porque al día siguiente estaría ausente de Madrid. Cecilia, que lo había saludado en otros eventos del museo, pero que nunca había hablado con él más allá de cinco minutos, lo acompañó por las siete salas en las que se exhibían las piezas, glosando las cualidades estilísticas de cada uno de los artífices. Sus opiniones respecto a las obras no siempre coincidían, pero la discusión fue cordial y las controversias mesuradas.
A los tres días Cecilia recibió una caja de bombones con un pomposo lazo rojo y una tarjeta en la que Costán le agradecía, con letras esbeltas, su generosa colaboración. Cecilia se sintió halagada por el obsequio, que ella interpretó, obviando la cursilería del lazo, como un síntoma del talante romántico del remitente. Durante las horas sucesivas intentó evocar hasta el menor detalle de su encuentro con Costán, y logró convencerse de que la simpatía que él le inspiraba era el germen de un gran amor. El inicio de una pasión visceral que se desarrollaría en un futuro feliz.
No ha vuelto a verle en los veinte días que han transcurrido desde la entrevista. Podía haberle telefoneado a la redacción del semanario o al número de móvil que figuraba en la tarjeta recibida, pero todos los pretextos que se le ocurrían para justificar la llamada le resultaban absurdos. Más que infundir en Costán el interés por citarse con ella para conversar y, tal vez, para intimar, le habrían inducido, sin duda, a conceptuarla de boba, de frívola o de indiscreta. Por eso Cecilia cifraba sus expectativas en la cena de esta noche. El homenaje al director del museo sería la ocasión idónea para encontrarse con el hombre sin haber efectuado de antemano ningún acto que denotara sus sentimientos ni menoscabara su dignidad o su prestigio profesional.
¡Qué tonta ha sido! Se ha portado como una majadera, ha desairado a su jef...

Índice

  1. Portada
  2. Créditos
  3. Título y autor
  4. Dedicatoria
  5. Nota autora
  6. De noche
  7. Segundo viernes
  8. Tercer viernes
  9. Último martes
  10. Último viernes
  11. Bibliografía
  12. Mecenas
  13. Contraportada
  14. Otros títulos publicados