EN EL QUIRÓFANO
(relato)
Era poco frecuente toparse con un cirujano como aquel. Jamás se daba por vencido. Tenía los ojos indómitos y curiosos de un niño. Se atrevía a ir más allá del punto en el que otros se detenían. Si un enfermo lo requería, él se implicaba a fondo y nunca lo desasistía, aunque desde el punto de vista quirúrgico no se pudiera hacer nada más. Pero si existía una pequeña posibilidad de solución, él la perseguía con empeño.
La mañana de un domingo, una amiga le llama por teléfono desde un gran hospital de Milán: «Enzo, oye».
Paola2 estaba mal. Los médicos se acercaban a su cama para reconocerla, le palpaban el abdomen, examinaban las llagas que supuraban, echaban una ojeada a los últimos análisis, cerraban la carpeta y se marchaban. Sin decir una sola palabra. Huidizos e inaccesibles, aunque uno se dirigiera a ellos persiguiéndoles por los pasillos. De aquel caso concreto ni siquiera hacían comentarios entre ellos mismos. Mientras tanto, Paola empeoraba, le abandonaban las fuerzas, el dolor se hacía cada vez más agudo y frecuente, y los días transcurrían sin mejoría.
La habían operado dos veces en el último mes. La primera intervención había sido difícil, con muchas complicaciones imprevistas. Y posteriormente el estado de Paola se había agravado, de forma que habían tenido que volver a intervenirla de urgencia. Ahora nadie decía nada, aunque ella seguía mal; y nadie se atrevía a operarla por tercera vez ante el riesgo de un nuevo fracaso. Era mejor dejar que la naturaleza siguiera su propio curso.
«Oye, Enzo, ¿no te atreverías a intentarlo tú? Piénsalo, te lo ruego. Me temo que aquí dan el caso por perdido».
Enzo se quedó perplejo. En aquel momento estaba moviendo algunas fichas decisivas para su carrera universitaria en Bolonia. En pocas semanas debía presentarse a un concurso de promoción, y el número uno de aquel conocido hospital milanés, donde Paola estaba internada, era miembro de la comisión evaluadora.
«¿Y qué puedo hacer yo? —preguntó Enzo—. ¿Ponerme en contra de uno de los miembros de la comisión?». Así que recurrió a un tópico, un poco para eludir la cosa: «Mira, el hospital donde Paola está internada es uno de los centros de mayor prestigio de toda Italia. Son todos ellos excelentes médicos».
«Ya, pero Paola va de mal en peor. Al menos ven a verla».
* * *
El lunes por la mañana, Enzo cruzaba la puerta del hospital milanés.
— ¡Doctor Piccinini! ¿Cómo usted por aquí?
—Se trata de una amiga que está internada en su servicio. Su estado es grave. Me gustaría poder verla. ¿Y usted, como está?
Para Paola, la visita de Enzo supuso, tras días y más días de angustia, un motivo de alivio. Algún tiempo antes había asistido a una conferencia suya durante un congreso, y le impactó la pasión y la concreción con la que aquel hombre hablaba de sí y de su profesión de cirujano, sin usar los habituales lugares comunes.
Enzo la reconoció minuciosamente, junto a una doctora del servicio milanés.
—¿Te duele aquí?
—¿Y aquí?
Él iba palpando con delicadeza y mano experta alrededor de aquellas heridas que no cicatrizaban.
Había repasado varias veces con mucha atención el historial médico; tras ello, junto con la doctora, se había reunido con los colegas del servicio milanés.
Finalmente, volvió a la habitación y se sentó junto a la cama.
«Ya era hora», pensó Paola. «Al fin un médico con el coraje de pararse un momento junto a mí». Este gesto le inspiró confianza: al fin alguien que la miraba a los ojos con interés, y que le hablaba.
«Hay algo que no va bien», sentenció Enzo. «Los colegas han hecho todo lo posible, pero es evidente que existe un factor que no han sido capaces de controlar. Tienes que dejarme que lo piense. Necesito algo de tiempo para poder valorar los diversos elementos y así intentar entender tu caso. Te llamaré y te diré algo. Estate segura».
«Gracias», respondió Paola con sencillez y con un agradecimiento lleno de conmoción. Por fin un médico que le había dicho lo que ella venía intuyendo desde hacía días. «Algo no va bien». Por fin un médico que se preocupaba por ella, que buscaba una respuesta para salvarla.
—Gracias.
* * *
«¿Qué piensas hacer?» le preguntó la amiga de Paola a Enzo, mientras le acompañaba a la salida del hospital milanés; para luego añadir: «Llévala contigo a Bolonia».
«Necesito algo de tiempo para pensarlo. Te diré algo».
Aquel pensamiento acompañó a Enzo durante el viaje de vuelta a lo largo de la autopista hacia Bolonia, mientras pisaba el acelerador para no llegar con retraso a la clase de por la tarde en la Universidad. Sin quitarse del carril de la izquierda, en los carriles de la derecha iba dejando atrás a los camiones que a su vez se adelantaban entre sí.
«Sí. Parece que en Milán han hecho todo cuanto estaba en sus manos. Sin embargo... ¿Pero cómo voy a traérmela aquí, a mi servicio? ¿Cómo voy a solicitar el traslado, tratándose de uno de los hospitales más cualificados de Italia? ¡Y además el jefe es uno de los miembros de la comisión evaluadora del concurso al que me tengo que presentar! Imposible. Solo un loco haría una cosa así».
Mientras tanto, había llamado a su secretaria para que le llevara algo de comer a su despacho, «para llevarme algo a la boca antes de meterme a toda prisa en el aula».
Dando las luces largas, se hacía notar a algún coche que iba más lento y que no se apartaba del carril izquierdo, mientras llamaba a Marta para conocer los detalles de los pacientes ingresados en su servicio. «La señora de Cremona, ¿todavía tiene fiebre? ¿Cómo que no te acuerdas? Ve corriendo a tomarle la temperatura. Te vuelvo a llamar en seguida, en cinco minutos».
Pisaba el acelerador mientras hablaba con su mujer. «Estoy volviendo de Milán. Por la tarde tengo clase y reunión con los residentes. Luego la cena, y el encuentro con los responsables de los universitarios. Nos vemos por la noche, si todavía estás despierta».
* * *
Las luces del servicio se apagaban a las 22:30 h. La señora anciana de la cama de al lado dormía desde hacía un cuarto de hora, aunque con una respiración profunda. De vez en cuando se ponía a toser. Una tos seca e insistente. Paola, por el contrario, estaba bien despierta. Ni siquiera podía cerrar los ojos, a pesar de encontrarse fatal, por los dolores en el abdomen, por el temblor de piernas, por los ataques de tos de su nueva compañera de habitación, que parecía que se iba a ahogar. Pero, sobre todo, pensaba una y otra vez en las palabras de Enzo: «Te diré algo». Pensaba otra vez en el modo en el que él la había mirado. «Al fin alguien que se preocupa por mí».
Algo más de una hora después, a eso de las doce de la noche, la tos de la vecina de cama parecía haberse calmado; y Paola estaba a punto de dormirse cuando apareció una visita inesperada. La silueta de una figura se asomó a la puerta. La habitación estaba en penumbra, de forma que hasta que aquella figura no estuvo cerca de la cama, Paola no pudo reconocer a la enfermera que al empezar el turno de noche había pasado a controlar su medicación.
—Tiene usted una llamada.
—¿Yo?
—Es un médico de Bolonia que dice que ha estado aquí hoy; tiene prisa por hablar con usted.
—¿Enzo?
—Piccinini.
—Sí, soy yo.
—Paola, ¿cómo estás?
—Tengo dolores y me tiemblan las piernas.
—Lo he pensado. He valorado todos los factores. Y he tomado una decisión. Quisiera intentar curarte.
—¿De verdad? ¡Es la noticia que estaba esperando!
—Hay un problema: el tratamiento es preferible que lo hagamos aquí, en mi hospital. Te he llamado, antes de hacer una solicitud oficial, para saber cómo lo ves tú, si te sientes con fuerzas para el traslado, para afrontar en tus condiciones un largo viaje.
—Sí, sí. No me cabe ninguna duda. Me iría en este mismo momento. Ya mismo.
—Pero sabes que tu situación es complicada; que hay dificultades. Por esa razón, al principio te tendré en observación para así determinar si tiene sentido una nueva intervención. Hace falta observar con mucha atención.
—Con que haya tan solo una posibilidad.
—Si existe una sola posibilidad, daremos con ella. Estate segura. Quiero que sepas que cuando estés aquí lucharemos juntos todos los días, pase lo que pase. Mis colaboradores y yo estaremos siempre a tu lado.
—Voy, ya lo tengo decidido. ¿Cuándo?
—Mañana mismo. Y ahora vete a dormir, que es tarde. Es más, ¿qué hacías aun despierta? ¡Dios sabe qué tipo de vida nocturna tenéis por allí en Milán!
—¡La verdad es que ninguna! Bueno, sí, estaba escuchando la sinfonía de la señora de la cama de al lado —respondió Paola sonriendo; era la primera vez que sonreía en mucho tiempo—.
—Buenas noches.
—Buenas noches.
* * *
El viaje de Milán a Bolonia fue largo. La ambulancia avanzaba despacio. A Paola, cada bache le afectaba. Fue un viaje silencioso, porque las náuseas que sentía le oprimían la garga...