La última del cadalso
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La última del cadalso

Introducción de Victoria Howell

  1. 104 páginas
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La última del cadalso

Introducción de Victoria Howell

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Introducción de Victoria Howell. Blanca de la Force es una joven y acomplejada novicia del monasterio de Compiègne, cuando estalla la Revolución Francesa. La fortaleza de las otras monjas ante el cierto martirio contrasta con la fragilidad de Blanca, pero precisamente será su debilidad la condición de un desenlace desconcertante. "Esta narración quedará. En los últimos siglos no ha habido otra de tanta plenitud mística". (Paul Claudel) "La fama de los Diálogos de Carmelitas de Bernanos y la ópera del mismo nombre compuesta por Francis Poulenc ha superado con creces la de esta novela que los inspiró, y sin embargo no alcanzan la misma riqueza de temas y de personajes que nos presenta von Le Fort en esta 'obra maestra en miniatura'". (De la Introducción de Victoria Howell)

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Información

Año
2011
ISBN
9788499206684
Edición
1
Categoría
Literature
Categoría
Literary Essays
La última del cadalso

LEMA

Vuestra soy, para Vos nací
¿Qué mandáis hacer de mí?
Dadme riqueza o pobreza,
Dad consuelo o desconsuelo,
Dadme alegría o tristeza,
Dadme infierno o dadme cielo,
Vida dulce, sol sin velo
Pues del todo me rendí.
¿Qué mandáis hacer de mí?
SANTA TERESA DE JESÚS

París, octubre de 1794

Con razón me pondera usted en su carta, fidelísima amiga, la extraordinaria energía que en estas espantosas jornadas muestra a diario, ante la muerte, el llamado «sexo débil». Con admiración recuerda usted el comportamiento de la «noble» Madame Rolland, de la «real» María Antonieta, de la «magnífica» Carlota Corday y de la «heroica» señorita de Sombreul (me sirvo, como ve, de sus propios adjetivos). Termina usted con el sacrificio «enternecedor» de las dieciséis carmelitas de Compiègne, que subieron a la guillotina cantando el Veni Creator, y no olvida la emocionante voz de la joven Blanca de la Force, que acabó de cantar el himno que en aquéllas quedó roto por la cuchilla del verdugo. «Pero, ¡de qué forma tan asombrosa», dice usted terminando su animada carta, «se afirma en todas estas mártires de la realeza, de la Gironda y de la Iglesia perseguida, la dignidad de la naturaleza humana, frente a los embates de este caos horripilante!».
¡Dilecta discípula de Rousseau! Me admira, como siempre me admiró, esa actitud noble y serena de su espíritu, que le permite creer, de modo imperturbable, en la indestructible nobleza de nuestra naturaleza aun en medio del más tenebroso cataclismo del género humano. Sin embargo, también el caos es naturaleza, como lo son asimismo sus heroínas y las bestias humanas, y lo es igualmente el horror y el espanto. Yo estoy, querida amiga, más cerca que usted de los acontecimientos de París y, por lo mismo, éstos resultan para mí mucho más horrendos. Déjeme confesarle con toda sinceridad que en la emocionante presencia de ánimo de nuestras víctimas diarias, estoy inclinado a ver menos la dignidad de la naturaleza, que la llamada postrera de una cultura que se desploma (de esta cultura que, ¡ay!, mi querida amiga, hemos tenido que aprender a amar de nuevo): el riguroso buen tono que se sigue imponiendo al horror, o se impone en él en unos pocos, de una forma totalmente distinta.
Citaba usted a Blanca de la Force como la última de la ilustre serie. Pero, sin embargo, ésta no fue una heroína en el sentido que da usted a la palabra. En aquella tierna mano no se dio la grandeza de la naturaleza humana, sino antes bien la manifestación de la infinita fragilidad de todas nuestras fuerzas y de nuestra dignidad. Esto me ha sido confirmado, por otra parte, por la hermana María de la Encarnación, la única de las supervivientes entre las religiosas del Carmelo de Compiègne.
Pero es que usted tal vez ignora todavía por completo que Blanca de la Force era una religiosa que abandonó el Carmelo de Compiègne, al que durante algún tiempo perteneció en calidad de novicia. Permita que le diga algo acerca de este breve y, por lo demás, interesante episodio de su vida, pues en él —creo yo— se inicia la historia del famoso himno entonado al pie del patíbulo.
Usted conoce al marqués de la Force, padre de la joven Blanca. No necesito hablarle ni de la adoración que sentía tanto por los escépticos escritos de Voltaire, como por los de Diderot. También tiene usted noticia de su inclinación por ciertos patriotas liberales del palacio real. Él creía que tal adoración no iba a tener por sí misma consecuencia alguna. Naturalmente, este sutil aristócrata no pensó nunca que el delicado condimento de sus pláticas pudiera llegar algún día a la tosca cocina del pueblo. Pero no juzguemos aquí los yerros de nuestro pobre amigo; los ha expiado ya como tantos de sus semejantes. (¡Ah, querida amiga! En el fondo todos nosotros hemos pensado de forma parecida). En lo que a nosotros se refiere, se trata sólo de saber qué pudo mover a un hombre como el marqués de la Force a confiar su hija al claustro.
Por entonces, hallándose Blanca en Compiègne tuve ocasión de hablar algunas veces con su padre cuando éste, en el salón de café de palacio, pronunciaba discursos a sus amigos sobre la libertad y la igualdad. Siempre que se le preguntaba por su hija, repetía con aire afligido que él no creía menos peligrosas las «cárceles de la religión» —así gustaba de llamar a los conventos— que las cárceles del Estado; sin embargo, le era forzoso reconocer que su joven hija se sentía feliz en el convento y —tal creía el marqués— también al abrigo de todo. «Pobre niña medrosa», solía terminar, «las tristes circunstancias de su nacimiento decidieron, sin duda, la conducta de toda su vida». Y, de hecho, ésta era la opinión general.
Pero apenas si puedo esperar que comprenda usted esta última explicación del marqués de la Force, pues en la época a que él se refiere era usted todavía una niña. Porque se trata de la conocida catástrofe pirotécnica ocurrida cuando las bodas de Luis XVI, es decir, del entonces delfín, con la hija del emperador de Austria.
Más tarde se ha querido ver en tal catástrofe algo así como un anuncio revelador, como el tétrico presagio del destino de la principesca pareja conyugal. Ahora bien, acaso no fuera sólo presagio del destino, sino también su símbolo. (Querida amiga, la mala administración y las fallas del sistema político, en realidad se limitan a condicionar y a ser la ocasión de las revoluciones y no hacen otra cosa que desatarlas, pues la verdadera esencia de éstas es el estallido de angustia mortal de una época que camina hacia su fin. Y aquí es también dónde reside el simbolismo a que me refiero).
Porque, naturalmente, no es cierto, en modo alguno, que aquel lamentable siniestro de la Place Louis XV se debiera al abandono de las autoridades de orden público; lo que ocurre es que tal fue la interpretación que entonces se divulgó, porque se quiso hacer olvidar a las masas lo misterioso de aquella súbita explosión de pánico, desorientándolas en tal sentido. (Sabido es que lo misterioso, para épocas ilustradas como la nuestra, resulta insoportable en grado superlativo). En realidad, las autoridades del orden estaban en su puesto desde todos los puntos de vista; es más, en semejante ocasión todas ellas tomaron las usuales precauciones de una manera sencillamente ejemplar. La multitud saludaba respetuosamente los coches de la nobleza, entre los que se encontraba también el de la joven marquesa de la Force, a la que entonces le faltaba muy poco para dar a luz. Dichos coches se mantenían fuera de las apreturas de los peatones, al igual que los pesados vehículos del servicio de incendios que habían sido dispuestos con idéntica ejemplar puntualidad en previsión de todo lo que pudiera ocurrir. En el cruce de las calles que desembocaban en la Place Louis XV, había agentes del orden que guiaban al público. Éste, a pesar del tópico de entonces acerca de la «indigencia de la época», iba todavía muy bien vestido y se hallaba bien alimentado. Todos allí tenían el aspecto de ciudadanos acomodados, por decirlo así, y de ciudadanos de honestos sentimientos. En la alegre espera de la fiesta y en la corrección que mostraban ante las indicaciones de los agentes del orden, aquellas gentes no parecían ser en absoluto los elementos del anárquico caos que habrían de desencadenar media hora más tarde. En pocas palabras, la aparición de la desgracia fue de hecho tan súbita como inconcebible, por ser precisamente un presagio.
Un pequeño incendio en el recinto donde se guardaban los fuegos de artificio, un incendio en sí mismo inocente y que a nadie dañó, y el estallido fulminante del pánico, sembraron el desorden por doquier. De pronto, los funcionarios del orden en las esquinas de las calles, no pudieron levantar los brazos porque ya no estaban allí; tampoco estaban allí los alegres y leales ciudadanos y ciudadanas; allí no había más que un monstruo humano, único, salvaje y multitudinario que se asfixiaba en su propio terror mortal: ¡el caos que dormita eternamente en el fondo de las cosas, reventando súbitamente bajo el techado, al parecer inconmovible, de las buenas costumbres!
La marquesa de la Force dentro de su carroza de gala, enclavada como una cuña en el espantoso tumulto, veía el tétrico espectáculo a través de los cristales. Oía los gritos de socorro de los que habían sido derribados al suelo y los gemidos de los que eran pisoteados, y aun a salvo en el interior de su coche, se sentía como dentro de un navío. De una forma completamente instintiva su delicada mano de aristócrata corrió el cerrojo de la portezuela; estaba un poco oxidado, pues la carroza era todavía de los agitados tiempos de la Fronda. En aquella época se habían puesto tales cerrojos en las puertas de los vehículos, pues nadie sabía nunca si tendría que acogerse al refugio de su coche. Más adelante se habían hecho superfluos. Ahora la marquesa se sentía completamente segura aunque también un poco excitada. No es de admirar, porque para el individuo el espectáculo de la masa es siempre algo desagradable. Pero ya sea que los caballos se espantaran con la general confusión o que el cochero, perdiendo la cabeza, quisiera salir del tumulto con el coche, éste se puso de pronto en movimiento y entró a toda marcha en el cuerpo de la multitud que gritaba furiosa y desesperada. En un abrir y cerrar de ojos los caballos fueron detenidos y se descerrajó la portezuela del vehículo, desatándose el caos hirviente. Entonces, en el decurso de un instante, se irguió de una manera efectiva algo así como el primer espectro de la revolución.
«¡Señora!», gritó enfurecida la voz de un hombre que tenía en sus brazos un niño bañado en sangre, «¡usted está ahí sentada en su coche, en lugar seguro, mientras el pueblo muere bajo los cascos de sus caballos! ¡No dude que dentro de muy poco morirá usted misma y nosotros iremos sentados en su coche!». En aquel instante la marquesa percibió, como en una centuplicada reverberación, el rostro del monstruo poseído de un espanto que él al mismo tiempo infundía; un segundo después era sacada violentamente del coche y su propio semblante se transformó en una de aquellas desnudas reverberaciones de la masa.
Se ha dicho después, pretendiendo estar en lo cierto, que Blanca de la Force fue traída al mundo por su madre en su coche medio destrozado, durante el viaje de regreso de la Place Louis XV a su casa. Esta versión es un poco exagerada. La verdad es que la marquesa, con los vestidos desgarrados y el aspecto de una Medusa, llegó a pie a su palacio, dio a luz prematuramente a causa del sobresalto padecido y poco después murió de sobreparto.
Ahora bien, yo, al igual que el señor de la Force, creo que cabe relacionar las inclinaciones de la pobre niña con estas circunstancias de su nacimiento. Conexión pareja la tienen como perfectamente posible no sólo la creencia supersticiosa del pueblo sino la experiencia de nuestros médicos. Blanca, lanzada, por decirlo así, en forma prematura a la luz del mundo por el sobresalto de su madre, pareció no haber recibido otra dote que este mismo sobresalto. Desde muy joven mostró una timidez que sobrepasa a la que se suele observar entre los niños. (Éstos acostumbran a asustarse de todo y ello se atribuye a falta de conocimiento). El súbito ladrido de su propio perro la estremecía, el rostro extraño de un nuevo criado la hacía retroceder como si estuviera ante un espectro. Le era imposible sufrir la oscuridad de un sombrío rincón del pasillo por delante del cual pasaba diariamente cogida de la mano de su ama. En el jardín se la veía rígida como una estatua ante un pajarillo moribundo o ante un caracol muerto. Era como si en aquella joven, digna de lástima, se irguiese el inconmovible presentimiento de algún siniestro suceso al cual —como los animales que duermen con los ojos abiertos— sólo podría escapar merced a un continuo estado de alerta, o como si la mirada de sus grandes ojos infantiles asustados, alcanzara a ver desde arriba y por todas partes una aterradora fragilidad entretejida en la articulación de una existencia segura.
«¿No se hundirá la escalera?», preguntaba Blanca cuando alguien la subía a la sólida torre del castillo de la Force, casa solariega de sus antepasados donde el marqués pasaba los veranos. Aquella torre había desafiado siete siglos y todos sabían que era capaz de cargar sobre sí todavía otros siete. «¿Tampoco se caerá el muro? ¿No hace agua la barquilla? ¿No se vuelven malos los hombres?». Tales eran las preguntas que Blanca tenía constantemente en los labios. Era completamente indiferente que se le demostrara que sus temores carecían de todo fundamento. Ella escuchaba con atención —pues no le faltaba talento en modo alguno—, pero sin embargo seguía sintiendo miedo. Ni la ternura ni la severidad, ni siquiera la buena voluntad —de la que no cabía dudar— de la infortunada criatura, eran suficientes para mejorar lo más mínimo aquella desgraciada predisposición. Es más, esta buena voluntad no hacía casi otra cosa que agravar la situación, pues Blanca se sentía hasta tal punto deprimida, por lo vano de sus esfuerzos, que, constantemente amonestada a causa de su poco coraje, llegó a considerar sus defectos como una mancha afrentosa. Se tenía la tentación de decir que ella temía entonces a todos los demás, amén de a sus propios temores. Cierto que con el tiempo encontró pequeñas salidas con que, al menos, enmascarar las cosas; como he dicho, no estaba mal dotada sino que disponía de un claro entendimiento. No preguntaba ya si la escalera se hundía o si la barquilla hacía agua, sino que de pronto Blanca, ya fuese porque se cansara o porque se hiciese mujer, dio al olvido el tener que buscar esto o enterarse de aquello, en una palabra, que encontraba motivos para no necesitar meterse en la barquilla o aventurarse escaleras arriba.
A los criados les hacía gracia y le llamaban «liebrecilla». Esto no mejoraba nada la situación; Blanca sufría probablemente ahora mucho más que antes a causa de su poquedad, pues, después de esto, trataba de disimularla. A veces parecía sentirse atormentada por este motivo. Jamás ha habido una niña que siendo noble y habiendo recibido una educación tan esmerada, se comportara con tanta timidez y se sonrojara de manera tan infortunada. El título insigne de su familia parecía un rótulo que le hubiesen pegado indebidamente y el orgulloso nombre de la Force semejaba ni más ni menos que un sarcasmo. Al pensar en su descolorido semblante, sólo osaban llamarle Blanca, sin más, con aire halagüeño. Pero con todo, «liebrecilla» seguía siendo el nombre que más le cuadraba. Así estaban las cosas cuando el marqués de la Force tomó a su servicio a Madame de Chalais.
Esta admirable educadora consiguió finalmente vencer hasta cierto punto el apocamiento de la pobre niña recurriendo a una formación religiosa tan esmerada como decidida. Hasta entonces, en efecto, tal formación había sido lamentablemente desdeñada, lo cual no era nada sorprendente, dado el carácter volteriano del marqués; este carácter había sido con seguridad particularmente funesto para Blanca, porque ésta, que era en este sentido muy distinta de su padre, sentía con singular intensidad las necesidades de una naturaleza religiosa.
Ahora bien, desde el punto de vista psicológico fue sin duda un acierto que Madame de Chalais, antes que otra cosa, dirigiera la atención de su pequeña discípula hacia el Niño Jesús. Entonces fue cuando Blanca tuvo su primer contacto con el «petit Roi de Gloire». (Ya conoce usted, querida, la lindísima figurilla de cera del Carmelo de Compiègne y el embeleso que causaba en los niños cuando en los días de Navidad se le exponía en la capilla).
Le petit Roi tenía una corona y un cetro de oro; ambos le fueron donados por el rey de Francia para hacer patente que le petit Roi era soberano del cielo y de la tierra. Le petit Roi, agradecido por este regalo, protegía al rey y a sus súbditos: en Francia se podía vivir confiad...

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  1. Introducción
  2. La última del cadalso