HUELLAS DE EXPERIENCIA CRISTIANA
A los mayores
que nos saben hablar,
a los pequeños
que nos saben escuchar.
PLANTEAMIENTO DEL PROBLEMA HUMANO 1
Experiencia de lo humano
Después de tanta convivencia con Jesús, después del desastre del Calvario y del misterio de la Pascua, los apóstoles aún habían comprendido muy poco de Él. En efecto, todavía le preguntan que cuándo iba a establecer el reino de Israel, tal y como lo entendían todos entonces, un reino de supremacía terrena y política; ¡y faltaban pocas horas para su ascensión a los cielos!
«Los que estaban reunidos le preguntaron: ‘Señor, ¿es en este momento cuando vas a restablecer el reino de Israel?’»1.
Si aún no le habían entendido, ¿por qué le seguían? Y había entre ellos personas que habían dejado mujer, hijos, casa, barcas y redes, oficios, negocios. ¿Por qué le seguían?
Porque Cristo se había convertido en su centro afectivo.
¿Cómo era posible esto?
Cristo era el único en cuyas palabras se sentía comprendida toda su experiencia y sus necesidades tomadas en serio y clarificadas cuando estaban inconscientes y confusas; por ejemplo, precisamente aquellos que creían no tener más necesidad que el pan comenzaban a entender que «no sólo de pan vive el hombre».
Cristo se les presenta precisamente así, como Alguien que viene sorprendentemente a su encuentro, que les ayuda, les explica sus problemas, les cura aunque estén lisiados o ciegos, que hace bien al alma, responde a sus exigencias, está dentro de su experiencia... Pero, ¿cuáles son sus experiencias? Sus experiencias y sus necesidades son ellos mismos, aquellos hombres concretos, su humanidad misma.
Cristo llega, pues, justamente ahí, a mi condición humana, de alguien que por tanto espera algo, porque siente que le falta todo; se pone a mi lado, se presenta como respuesta a mi necesidad fundamental.
Para encontrar a Cristo debemos, pues, ante todo plantear seriamente nuestro problema humano.
Lo primero de todo es abrirnos a nosotros mismos, es decir, darnos cuenta vivamente de nuestras experiencias, mirar con simpatía lo humano que hay en nosotros. Debemos tomar en consideración lo que verdaderamente somos. Considerar significa tomar en serio lo que sentimos, todo; descubrir todos sus aspectos, buscar todo su significado.
Hay que estar muy atentos porque demasiado fácilmente no partimos de nuestra experiencia, plena y auténtica. En efecto, a menudo identificamos la experiencia con impresiones parciales, reduciéndola así a una caricatura, como sucede frecuentemente en el campo afectivo, en los enamoramientos o en los sueños sobre el porvenir.
Y, más a menudo todavía, confundimos la experiencia con los prejuicios o con los esquemas quizá inconscientemente asimilados del ambiente. De ahí que en vez de abrirnos en esa actitud de espera, de atención sincera, de dependencia, que la experiencia sugiere y exige profundamente, nosotros imponemos a la experiencia categorías y explicaciones que la bloquean y la angustian, dando por supuesto que la comprendemos. El mito del «progreso científico que resolverá un día todas nuestras necesidades» es la fórmula moderna de esta presunción, una presunción salvaje y repugnante: ni siquiera considera nuestras auténticas necesidades, ni siquiera sabe en qué consisten; se niega a observar la experiencia con ojos claros, y a aceptar lo humano con todas sus exigencias. Por eso la civilización de nuestros días hace que nos movamos ciegamente entre esta presunción exasperada y la más oscura desesperación.
2
Soledad
Encontramos una sugerencia importantísima en la situación de los apóstoles que se describe en los Hechos.
«Y dicho esto, fue levantado en presencia de ellos, y una nube le ocultó a sus ojos. Estando ellos mirando fijamente al cielo mientras se iba, se les aparecieron dos hombres vestidos de blanco y les dijeron: ‘Galileos, ¿qué hacéis ahí mirando al cielo? Este que os ha sido llevado, este mismo Jesús, vendrá así tal como le habéis visto subir al cielo’»2.
Cristo se ha ido, y ellos permanecen allí, parados, con la boca abierta —su esperanza se les ha ido—; desciende sobre ellos la soledad como sobre la tierra la oscuridad y el frío en cuanto el sol se pone. Cuanto más descubrimos nuestras exigencias, más cuenta nos damos de que no las podemos resolver por nosotros mismos, ni tampoco pueden los demás, que son hombres como nosotros. El sentido de impotencia acompaña a toda experiencia seria de humanidad.
Es este sentido de impotencia el que engendra la soledad. La verdadera soledad no proviene tanto del hecho de estar solos físicamente cuanto del descubrimiento de que un problema nuestro fundamental no puede encontrar respuesta en nosotros ni en los demás.
Se puede perfectamente decir que el sentido de la soledad nace en el corazón mismo de todo compromiso serio con la propia humanidad. Puede entender bien esto todo aquel que haya creído haber encontrado la solución a una gran necesidad suya en algo o en alguien; y luego esto desaparece, se va, o se revela incapaz de respuesta. Estamos solos con nuestras necesidades, con nuestra necesidad de ser y de vivir intensamente. Como uno que está solo, en el desierto: la única cosa que puede hacer es esperar a que alguien llegue. Y la solución no será ciertamente el hombre; porque lo que se trata de resolver son precisamente las necesidades del hombre.
3
Comunidad
Los apóstoles volvieron del lugar donde Cristo había subido al cielo, y permanecieron juntos. «Entonces se volvieron a Jerusalén desde el monte llamado de los Olivos, que dista poco de Jerusalén, el espacio de un camino sabático. Y cuando llegaron, subieron a la estancia superior, donde vivían Pedro, Juan, Santiago y Andrés; Felipe y Tomás; Bartolomé y Mateo; Santiago de Alfeo y Simón el Zelotes y Judas de Santiago. Todos ellos perseveraban, en la oración, con un mismo espíritu en compañía de algunas mujeres, de María, la madre de Jesús, y de sus hermanos»3.
Uno que verdaderamente descubra y viva la experiencia de la impotencia y de la soledad, no está solo. Más aún, físicamente, quien tenga experiencia de la profunda impotencia humana y, por tanto, de la soledad personal, se siente cercano a los demás, se estrecha fácilmente con ellos, como gente perdida sin refugio en una tormenta. Su grito lo siente como grito de todos, y su ansia y espera como el ansia y la espera de todos.
Sólo quien tiene verdadera experiencia de la impotencia y de la soledad está con los otros sin cálculos ni dictados, pero al mismo tiempo sin pasividad, sin gregarismo, sin doblegarse y convertirse en esclavo de la sociedad.
Un hombre solamente se puede decir seriamente comprometido con su experiencia humana cuando siente esta comunidad con los hombres —comunidad sin fronteras y sin selecciones, comunidad con cualquiera y con todos—, porque vive el compromiso con lo más profundo que hay en él y, por tanto, con lo que tiene en común con todos.
Un hombre está verdaderamente comprometido con su experiencia humana cuando al decir «yo» vive eso tan sencilla y profundamente que lo siente fraternamente solidario con el «yo» de cualquier otro hombre.
En general la respuesta de Dios alcanzará sólo al hombre así comprometido.
Conviene, en seguida, señalar que esta solidaridad con toda la humanidad se realiza, de hecho, en un ambiente determinado. También en los Hechos de los apóstoles la comunidad de los apóstoles surge en una situación (o ambiente) muy concreta. No han escogido ellos los lugares ni las personas; se han encontrado en ellos casi por casualidad, y toda su vida dependerá de esto.
«Y cuando llegaron, subieron a la estancia superior, donde vivían Pedro, Juan, Santiago y Andrés; Felipe y Tomás; Bartolomé y Mateo; Santiago de Alfeo y Simón el Zelotes y Judas de Santiago»4.
«Presentaron a dos: a José, llamado Barsabás, por sobrenombre Justo, y a Matías. Entonces, oraron así: ‘Tú, Señor, que conoces los corazones de todos, muéstranos a cuál de estos dos has elegido para ocupar en el ministerio del apostolado, el puesto del que Judas desertó para irse adonde le correspondía’. Echaron suertes y la suerte cayó sobre Matías, que fe agregado al número de los once apóstoles»5.
Así es como nuestra personal humanidad surge, toma forma y se alimenta en un ambiente bien concreto: nos encontramos dentro de él, no lo escogemos nosotros.
La atención puesta en comprender todo el ambiente, el ofrecimiento de nuestro sentido de comunidad a todas las personas del ambiente, mide la apertur...