Capítulo octavo
El lado malo del mostrador
Alain Robert no opuso resistencia alguna. Al contrario, se entregaba con alivio en manos de las personas mayores: la carrera había terminado. ¡Terminado, pero no perdido! Un día encontraría a sus padres; y además Caddy estaba salvado: lo cuidarían y «la gente de la calle» impediría que volviese a Melun. En cuanto a él, aquel coche azul lo conduciría a Terneray. ¡Ah!, cuando les contase todo a sus camaradas (¡es decir, casi todo!). «Entonces me dijo el director del gran periódico...»
Marco... Terciopelo... Taka... Radar... Volvía a ver sus rostros cada vez más esfumados, porque iba adormeciéndose en el fondo del coche de la policía entre el olor desagradable de las gabardinas de sus vecinos. Pero otro rostro lo sacó de su sueño dichoso. Primero no consiguió identificarlo: los del anuncio de brillantina, de Rita de Panamá, de la imagen de la Virgen, se borraban todos a la vez o por turno. Sin embargo, semejantes a faros a través de la niebla, los ojos verdes atravesaron al fin su espíritu brumoso. «Señorita, ¡oh señorita...!» ¿Cómo sostener aquella mirada después de haber pagado cien francos por ver desnudar a Rita de Panamá? Por lo demás, todo el mal venía de allí: a causa de aquella porquería lo habían cogido y no volvería a encontrar a sus padres. Caddy volvería a Melun y Olaf iba a morir. La señorita Francisca no le volvería a hablar y Marco se buscaría otro amigo. Porque ahora el niño abandonado hacía inventario de su naufragio con amargo orgullo: lo peor, solamente lo peor, era digno de él. ¡Ah, se iría a cualquier parte, menos a Terneray!
—Diga usted, ¿adónde me llevan?
—¿No duermes? —suspiró el inspector—. Pues bien, chico, es necesario que vayamos primero a la Policía Judicial. Pero ya sabes...
Temía una crisis de desesperación, pero el niño casi le sonrió: «¡Ah, bueno!»; y tranquilizado volvió a dormir. El inspector Marcelo lo miró con asombro; después miró la gruesa nuca del chófer y el perfil puro del niño: el buey y el cordero. Pensó una vez más que debiera haber escogido otro oficio. Era un policía cristiano: tenía pocas probabilidades de éxito y ninguna de ser dichoso.
Con su mano fría y temblorosa en la gruesa mano caliente del inspector, Alain Robert, soñoliento, subió escaleras, recorrió pasillos, pasó por puertas oscuras; ¡nadie! Pero aquel desierto olía aún a hombre: papeles viejos, alientos mezclados. El inspector Marcelo sentó al niño en una silla.
—¡Primero enséñame lo que tienes en los bolsillos, muchacho!
El muchacho sacó el resto de su dinero, el frasco de perfume, el bramante, el azúcar...; pero el inspector, desconfiado, sólo miraba los billetes nuevos.
—Ahora, cuéntame tu historia...
Sin nombrar Terneray (con temor ahora de que le enviasen allí) ni Melun, para no perjudicar a Caddy, ni el banco, ni el garaje, ni el «burdel», era difícil contar su historia. Alain Robert comenzó, luego mintió y al ver que se le conocía se quedó callado. El inspector Marcelo rodeaba con paciencia aquella ciudadela de silencio. «Pero antes me dijiste... Pero oye, querido, eso no es posible, puesto que...» Dos arrugas de adulto encuadraban ahora la boca apretada: dos centinelas...
Un individuo corpulento, cuyo aliento apestaba, entró en la oficina.
—Hola, Marcelo: esperaba que entraras para... Pero di... —La gruesa mano cogió el montón de billetes nuevos de sobre la mesa y los ojeó—. ¡Ven aquí un momento!
Y cuando estuvieron lo bastante lejos del niño, cuyo pelo rizado era lo único que sobresalía del respaldo de la silla, preguntó:
—¿Qué pudiste averiguar?
—Nada. Historias.
—¡No es de extrañar! Te hablaba de ese atraco a un banco en Compiègne... El Tribunal de allá me dio encargo de investigar en París; hay chiquillos complicados en el asunto...
—¿Los billetes?
—¡Claro!
—¿Quieres interrogarle? —preguntó lentamente el inspector Marcelo.
—¡No voy a vengarme!
Fue a instalarse frente al niño, que con las cejas fruncidas no quitaba ojo de él, y comenzó en tono paternal:
—¿Te gusta viajar?
—Tengo sueño —dijo Alain Robert.
—Enseguida dormirás, enseguida: cuando hayas contestado a dos o tres preguntitas que...
—¡Entonces deprisa!
Odiaba ya a aquel individuo; su olor le daba gana de vomitar; y su cara... ¡Pero precisamente lo más curioso es que cambiaba de cara!
—¿Quieres ir deprisa? ¡Yo también, figúrate! Sólo que el que manda aquí soy yo.
—¡No, es él! —dijo tranquilamente el niño, señalando con un dedo sucio al otro policía, que sufría en su rincón.
—¡Vamos, sé buen chico y contesta! —dijo el inspector Marcelo, y murmuró al oído de su colega—: ¡Procede suavemente!
—¿De dónde vienen estos billetes?
—Nos los dio Clemenceau.
—¡Clemenceau! Ya ves cómo se burla de nosotros —dijo airadamente el gordo—. ¡Ah!, ¿quieres jugar a los soldaditos? —(«¿Qué quiere decir ‘jugar a los soldaditos’? ¡Ya lo creo que quiero!»)— ¿Conoces... Compiègne?
Lanzó el nombre de la ciudad como un puñetazo muy fuerte y un poco a la ventura.
«¿Compiègne?, ¿los soldaditos...? Tomahawk le había hablado de esto... ¡Ah, sí: Napoleón!»
—¡Claro que sí!
—Y fuiste a Compiègne, ¿verdad?
—¡No!
—¡Sí!
«Después de todo, mientras no le hablasen de Terneray...»
—¡Si se empeña usted!
—¡Cómo «si me empeño»...! ¡Sí o no! ¡Vamos! ¿Compiègne?
«Dijo que enseguida podría dormir»... ¡Y además, cuando hablaba fuerte olía más aún!
—Sí.
—Anteayer, a las cinco de la mañana, en la plaza de Gambetta, ¿eh?
—Sí. ¿Y después...?
—«¿Y después?» ¿Quién es el que pregunta al otro?
—Creo que vas demasiado lejos —susurró el inspector Marcelo en la oreja roja y peluda—. ¡Tiene tanto sueño que contestará cualquier cosa! Ahora te escucha como un niño a quien le están contando un cuento.
—¡Déjame a mí!
Hubo que dejarlo... A las cuatro de la mañana, de sí en sí, Alain Robert se convertía en cómplice del robo en el banco: a las nueve, el Tribunal de Compiègne, informado, daba orden de conducir al niño, que a las tres de la tarde les fue enviado. Pero el juez de Menores residía en Beauvais y no podía interrogar a Alain Robert hasta el día siguiente. A falta de un Centro o de un Hogar, el juez de Compiègne remitió al muchacho en «custodia provisional» a un Asilo de Ancianos, Enfermos e Incurables de la región. Era un gran progreso. Unos años antes le hubieran encerrado en una prisión: doce en una celda, dedicándose a la caza del ratón, a oír relatos ejemplares de los mayores o a ciertos juegos... O bien le hubieran abrigado tras las altas murallas del hospital psiquiátrico, en la celda de los locos. Alain Robert, de once años, tuvo la suerte de ser enviado junto a los viejos chochos, de los cuales media docena estaban moribundos. Encontró allí a otros tres «acusados» que desesperados por la ociosidad habían agotado ya todas las persecuciones que podían infligirse a los viejos y sufrido todas sus represalias. Tras aquellas ventan...