La teología en España 1959-2009
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La teología en España 1959-2009

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La teología en España 1959-2009

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El cristianismo histórico es decisión de razón, confesión de fe y praxis de vida. En los tres casos incluye la inteligencia que reclama sentido, la voluntad que demanda motivos y el corazón que necesita potencias sustentadoras para vivir. La teología es el órgano que en la Iglesia tiene como misión indagar las razones que abren la inteligencia a la fe a la vez que las razones que llevan la fe a la inteligencia; y ambas al amor y a la praxis. Una inteligencia que siempre es a la vez abertura trascendental al Misterio y atenimiento riguroso a la historia. Este libro es una meditación sobre la teología y la Iglesia en España, con la mirada puesta en Europa como trasfondo permanente, en la medida en que estas cuatro realidades están implicadas unas en otras y se han condicionado durante los últimos cincuenta años.

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Información

Año
2011
ISBN
9788499205946
Edición
1
SEGUNDA PARTE:
MEMORIA

1. LA TEOLOGÍA ESPAÑOLA ACTUAL Y LA LIBERTAD RELIGIOSA EN ESPAÑA (1963)

I. Introducción (2010)

La historia de la teología en España durante la segunda mitad del siglo XX no puede entenderse sin la historia espiritual de la Iglesia y de la teología en Alemania. Ni yo puedo entender mi propia historia y trayectoria sin referirme a los cinco años que allí pasé. La relación entre ese doble movimiento: la salida de los españoles para estudiar en Alemania y la traslación de ideas y escritos del alemán al español son dos factores decisivos para entender nuestra situación en esta media centuria. La mayoría de nosotros habíamos crecido con la cultura francesa ante los ojos y estábamos de alguna forma saturados de ella, a la vez que éramos conscientes de su insuficiencia para pensar a la altura del tiempo y de la propia Iglesia. Necesitábamos más profundidad a la vez que claridad, filosofía a la vez que literatura, real teología a la vez que fácil pastoral, fuera ésta bíblica o litúrgica. Los nombres de Kant, Schleiermacher, Hegel, Nietzsche, Husserl, Heidegger, en un sentido, y los de Casel, Adam, Guardini, Schmaus, Jungmann, Söhngen, Rahner, Balthasar, en otro, ejercían una fascinación que no nos dejaba tranquilos hasta leerlos en su lengua nativa y oírlos en persona.
No éramos nosotros los primeros que sentíamos la fascinación alemana. A comienzos de siglo, un joven altivo y atrevido había sentido el mismo escozor por la insuficiencia hispánica y la misma atracción por la cultura germánica: Ortega y Gasset. Nadie como él ha descrito este doble movimiento: de necesaria marcha hacia el exterior, pero a la vez la obligación de retornar a la propia tierra convirtiendo esta circunstancia en tarea de vida hasta el punto de hacer coincidir la salvación de esa circunstancia con la propia salvación: «Yo soy yo y mi circunstancia y si no la salvo a ella no me salvo a mí mismo». En su magisterio a lo largo de tres decenios mantuvo esa atención a lo que era Alemania junto con una mirada responsable a lo que él tenía que ofrecer a España a la luz de lo que ella estaba más necesitaba. Estos dos polos marcarán su itinerario filosófico y su andadura vital. No sabría yo describir ese doble movimiento de salida al exterior y de inscripción en el interior de España mejor de lo que lo hace Ortega y Gasset en su Prólogo para alemanes de 19341, del cual me permito copiar unos párrafos, como explicación del impulso que alienta en los capítulos siguientes de este libro.

1

«He estudiado en Marburg, y en Leipzig y en Berlín. He estudiado a fondo, frenéticamente, sin reservas ni ahorro de esfuerzo, —durante tres años he sido una pura llama celtíbera, que ardía, que chisporroteaba de entusiasmo dentro de la universidad alemana»2.
«La generación de los viejos se había pasado la vida hablando de las ‘nieblas germánicas’. Lo que era pura niebla eran sus noticias sobre Alemania. Comprendí que era necesario para mi España absorber la cultura alemana, tragársela —un nuevo y magnífico alimento. No imagine, pues, el lector mi viaje a Alemania como el viaje de un devoto peregrino que va a besar en Roma el pie del Santo Padre. Todo lo contrario, era el raudo vuelo predatorio, el descenso de flecha que hace el joven azor hambriento sobre algo vivo, carnoso, que su ojo redondo y alerta descubre en la campiña. En aquella mi mocedad apasionada era yo, en efecto, un poco ese gavilán joven que habitaba en la ruina del castillo español. Me sentía no ave de jaula sino fiero volátil de blasón: como el gavilán era voraz, altivo, bélico, y como él manejaba la pluma. La cosa era, pues, muy sencilla. Yo iba a Alemania para traerme al rincón de la ruina la cultura alemana y allí devorarla. España necesitaba de Alemania. Yo sentí mi ser —ya lo veremos— de tal modo identificado con mi nación que sus necesidades eran mis apetitos, mis hambres.
Pero, claro es, la dentadura con que se devora una cultura se llama entusiasmo. Si al contacto con Alemania yo no hubiera sentido entusiasmo sincero, profundo, exasperado por el destino alemán —sus ansias, sus temblores, sus ideas— yo no habría podido hacer lo que luego ha resultado que he hecho. Porque, lector, ahora se trata de un hecho»3.
«Aunque parezca increíble, había permanecido hasta ahora inexplicado por qué el hombre busca la verdad. Parecía ésta una manía del hombre, una ocupación lujosa u ornamental, un juego o impertinente curiosidad, tal vez una conveniencia externa, o, como Aristóteles pensaba, la tendencia natural al ejercicio de sus facultades. Todo esto supone que el hombre puede, al fin y al cabo, vivir aparte de la verdad. Su relación con ella sería extrínseca y fortuita. Por eso había aparecido siempre pura frase la socrática expresión —ho de anesestatos bios ou biotos anthropo— ‘que una vida sin afán de verdad no es vividera para el hombre’. Pero ahora entendemos hasta qué punto es así. La vida sin verdad no es vivible. De tal modo, pues, la verdad existe, que es algo recíproco con el hombre. Sin hombre no hay verdad, pero, viceversa, sin verdad no hay hombre. Éste puede definirse como el ser que necesita absolutamente la verdad y al revés la verdad es lo único que esencialmente necesita el hombre, su única necesidad incondicional. Todas las demás, incluso comer, son necesarias bajo la condición de que haya verdad, esto es, de que tenga sentido vivir. Zoológicamente habría, pues, que clasificar al hombre más que como carnívoro, como Wahrheitsfresser (verdávoro)»4.
«El precipitado que los años de estudio en Alemania dejaron en mí fue la fuerte decisión de aceptar íntegro y sin reservas un destino español. No era un destino cómodo»5.
«Ello es que para mí no fue un instante dudoso que debía conducirme a la inversa que el Gelehrte alemán. Mi destino individual se me aparecía y sigue apareciéndoseme como inseparable del destino de mi pueblo»6.
«De mis estudios en Marburg, en Leipzig, en Berlín, saqué la consecuencia de que yo debía por lo pronto y durante muchos años... escribir artículos de periódico»7.

2

El lector deberá creerme: yo no he leído estas páginas hasta las vísperas de escribir esta introducción. No fueron lo que me movieron a irme a Alemania y permanecer allí desde 1960 a 1965, pero al tropezarme con ellas me han ahorrado dar las razones de aquella decisión mía y las he transcrito porque yo no hubiera sabido expresar mejor el descontento e insatisfacción ante la cultura teológica española, a la vez que la pasión de verdad por lo último, por lo primero y ante todo por Dios, nuestra existencia y nuestro destino en el mundo; el entusiasmo necesario para adentrarse en las alturas y profundidades germánicas; la conciencia clara de pertenencia a un pueblo y a una Iglesia a los que tenía que volver y desde los que tenía que pensar, con los que convivir y para los que desvivirme. Y finalmente siendo consciente de que una tarea suprema era acortar la distancia entre masas y minorías, la decisión de escribir en periódicos, y ello precisamente como forma de aristocracia, porque no se trata en esa tribuna de la prensa de alardear de saberes o de humillar a los lectores con la propia sabiduría, sino de ir escanciando al ritmo del diario vivir los propios saberes tendiendo la mano a todos para que avancen con nosotros.
La frase de Ortega se convirtió para mí en un imperativo sagrado: sólo se salva quien salva su circunstancia, porque no somos sin provenir de ella, sin estar inmersos en ella y sin vivir para ella. De Unamuno y de Ortega, maestros de humanidad y de ciudadanía, aprendí que la plaza de la cátedra y la plazuela del periódico tienen la misma dignidad, y que por ello no pierde honor y decoro quien baja de aquélla a ésta, sino que los gana, pese al dicterio y desprecio de los colegas del gremio que nos achacarán pérdida de prestigio y de rigor científico. Por eso durante todos estos años me he atrevido a decir mi palabra en la prensa como manera de ejercer mi ciudadanía precisamente en cuanto teólogo, porque ella se gesta con lo que cada uno de nosotros aportamos desde nuestros campos y cultivos. De ahí han nacido los libros que recogen esas colaboraciones en periódicos: La palabra y la paz (Madrid 2000), Al ritmo del diario vivir (Madrid 2007); y la lección pronunciada cuando me fue concedida la Medalla de Oro de la ciudad de Salamanca, publicada luego con el título de Teología y ciudadanía (Salamanca 2010).

3

Desde aquí se explican las reflexiones siguientes. El primer capítulo de esta segunda parte es el sedimento de mi encuentro o contraste entre la formación española, que yo había recibido completa aquí, y la formación alemana que recibí de nuevo allí. En ese confronte yo miraba al futuro de España teniendo ante mis ojos el horizonte europeo que trazaba ya en escorzo lo que sería inevitablemente el futuro de España. Entre esos elementos de futuro estaban inexorablemente el mercado común europeo de ideas y de productos, de experiencias y de esperanzas junto con la libertad religiosa. Ésta es un dato esencial para la convivencia ciudadana a la vez que para la proposición creíble de la fe como don de Dios y ejercitación de la propia voluntad libre.
El primer capítulo de esta segunda parte, redactado en noviembre de 1963 en Munich —la inmersión alemana se nota en su castellano germanizado—, fue enviado a dos amigos españoles: Don Luis Sala Balust, rector de la Universidad Pontificia de Salamanca, y Don Baldomero Jiménez Duque, rector del seminario de Ávila. Ellos, sin decirme nada, lo remitieron a la revista Arbor, del Consejo Superior de Investigaciones Científicas, que lo publicó en su número de enero-abril de 1964. Era el entretiempo de la segunda y tercera sesión del concilio Vaticano II, cuando se estaba preparando la Declaración sobre la libertad religiosa. Parece que en España había una especie de acuerdo entre autoridades religiosas y políticas para que se hicieran todos los esfuerzos posibles con el fin de que no saliese ese documento conciliar que tantas dificultades se temía iba a crear al régimen español.
El texto mío apareció en la revista Arbor con esta indicación debajo de mi nombre: «Seminario Diocesano. Ávila». Yo podía haber firmado añadiendo: «Universidad de Munich», pero preferí esta identificación porque, habiendo sido previamente vicerrector del seminario de Ávila y preparándome para volver a él, quería ir ofreciendo alguna primicia de los frutos de mi cosecha germana. El resultado fue que mi obispo, Don Santos Moro Briz, informado por no sé quién, decidió publicar un decreto en el Boletín Oficial del Obispado, una de cuyas consecuencias fue el que yo no pudiera volver a España, teniendo que permanecer un quinto año en Alemania. La circunstancia hispánica comenzaba a mostrar sus aristas y con ellas, afiladas y cortantes, me iba a encontrar en los próximos años. Yo me entregué gozoso e ilusionado a ese filo de navaja porque España era mi circunstancia y a ella Dios había unido mi destino como persona, como sacerdote y como teólogo.

4

El resto de artículos de esta segunda parte han ido surgiendo sobre la marcha de mi existencia sacerdotal y de mi ministerio teológico. Al lector, con razón, le parecerán monocordes las repeticiones que irá encontrando. Es siempre el mismo tema pensado desde las situaciones nuevas. Junto a las ideas, libros y personas —éstas tratadas sólo indirectamente en la medida en que se reflejan en sus libros— encontrará el lector algunos capítulos peculiares como el dedicado a una Universidad, la Internacional Menéndez Pelayo de Santander. Son sólo ejemplos de las áreas que deberán ser estudiadas si queremos saber con realismo lo que han sido la teología y la Iglesia en ese medio siglo. Al mejor conocimiento de la historia interna de ambas, que está por hacer ya que casi siempre nos hemos quedado en los aspectos más sociales, políticos o eclesiásticos, es a lo que quieren colaborar estas páginas.

II. Texto8

Las páginas siguientes no quieren ser otra cosa que unas reflexiones sobre la situación teológico-espiritual de España. Más concretamente en el aspecto siguiente: presencia e influjo del resto de Europa en la vida de nuestra Península, postura y respuesta, conscientes o inconscientes, que España está tomando ante ella. Este binomio España-Europa, en sus mutuas relaciones y condicionamientos teológicos, es el que nos sirve de tema en las siguientes reflexiones. Ellas miran al pasado y al presente, pero no para enjuiciarlos y valorarlos directamente. Si a ellos dirigimos nuestra mirada es para pensar el futuro. La concatenación histórica de los acontecimientos exige prever los problemas a cincuenta años de distancia, y, treinta antes de que broten, intentar solucionarlos.
Las soluciones inmediatas, inmediatamente pensadas y aplicadas, no siempre son válidas, y, si teóricamente lo son, raras veces son eficaces. Sin embargo, por ser la historia no resultado de una inevitable sucesión de ideas y procesos, sino fruto de una libertad humana, es tarea de quienes tienen la misión de pensar insertarse en esa evolución de ideas, para darles uno u otro giro. La misión carismática de pensar en alto en la Iglesia la tienen los teólogos.
Se trata, pues, aquí de una descripción fenoménica del presente y de un intento de adivinación del futuro. No crítica, sino más bien un esfuerzo de comprehensión, y toda sincera comprehensión, si se logra, es ya de por sí fecunda y constructiva.
No está aún hecha la historia de la interacción espiritual entre España y Europa. Europa comienza a existir con y frente a España entre los años 1519-1558. Este transcurso temporal tiene un nombre y un símbolo: Carlos V. El medio siglo siguiente significará la cumbre-final de la presencia e influjo de España en cuanto España en Europa, y el comienzo de ésta en cuanto tal frente a España. ¿Será verdad que la historia se repite y que ahora, como en la primera mitad del siglo XVI, está sufriendo España «una irrupción del Norte o una atracción por el Norte»9 a la vez que una enconada aversión contra él?
La teología española ha realizado en los últimos veinte años considerables avances. Se podrían señalar numerosas instituciones, centros de investigación, publicaciones teológicas, monografías, revistas. Hubo un despertar. No obstante no se podría hablar de un verdadero renacimiento. Más que esfuerzos y aportaciones creadoras han sido intentos restaurativos, y como toda restauración, si no supera su fase previa y no llega a ser novedad creadora, permanece a la larga infecunda. Los historiadores del arte y de la filosofía están de acuerdo en que, por ejemplo, nunca el neogótico o el neokantismo pasaron de decentes repeticiones. La teología española de los últimos años no ha logrado crearse una autonomía, un perfil propio. Y ello, sin duda, como efecto de no haberse fundamentado sobre un retorno a sus fuentes. Tal postura ha llevado consigo, primero, la falta de producción creadora, y segundo, el no haber alcanzado al público intelectual hispánico, al que debiera haber servido. El resultado ha sido el que el alimento teológico de las jóvenes generaciones han sido en su totalidad obras y libros no españoles. Bastaría darse una vuelta por las bibliotecas clericales y no clericales de España para constatarlo. La expresión concreta de este hecho es el fenómeno que quisiéramos analizar ligerísimamente: las traducciones. Estadísticamente podría comprobarse cómo al menos un 80 por ciento de los libros editados aquí son traducciones del francés y del alemán. Y si más de cerca examinamos qué editoriales surten fundamentalmente a España, comprobaremos que son aquellas cuyo contingente casi exclusivo son autores extranjeros: por ejemplo, Herder, Rialp, Guadarrama, por nombrar sólo algunas. Quien hoy en España quiere ponerse al tanto de exégesis, de liturgia, de cosmovisión cristiana, echa mano en la mayoría de los casos de un autor no español. En ambientes universitarios seglares son tales obras las pocas que logran entrar; ellas son incluso las que suministran lectura espiritual a centenares de monjas.
Si tomando los hechos no como criterio de valor, sino como punto de información, husmeamos qué teólogos católicos son los más leídos entre el público medio, los siguientes nombres no estarían los últimos en la lista: Guardini, Congar, Rahner, Schmaus, Daniélou, Lubac, Casel, Urs von Balthasar... De las obras de estos autores podría decirse que aparecen en ediciones simultáneas, pues apenas ha salido el original francés o alemán y ya existe traducción española. A veces incluso antes. Sintomático podría ser el detalle de quien, estudiando en una Universidad centroeuropea, contaba haberse enterado, al venir de vacaciones a España, de los libros publicados por los propios profesores.
Ahí está el hecho: la inundación de traducción que padecemos. Podría hablarse de una avalancha. La traducción es un fenómeno, si no exclusivo, sí específico del medio siglo último. Fruto, a la vez que de una comunidad descubierta, de una individualidad afirmada. Hoy se traduce de todas a todas las lenguas. No vamos, pues, nosotros a negar la legitimidad ni positiva conveniencia de la traducción al español de obras no españolas. Repensemos, sin embargo, el fenómeno despacio. La abundancia de traducciones puede ser signo de plenitud o más bien signo de empobrecimiento. A la larga en España la siempre creciente ola de traducciones puede devenir empobrecedora, más aún, anquilosadora. Porque es recepción sin la correspondiente asimilación y correspondencia creadora.
La traducción sólo tiene sentido cuando es integrada en una creación propia. El pensar como el vivir es dialógico, no monológico. Por ello igualmente falso sería hablar-pensar sólo sin dejar intervenir ni tener en cuenta al otro, como dejarle a él pensar-hablar sin intervenir personalmente, es decir, dejándole al otro pensar-vivir por mí. La traducción no es sino poner a nuestro alcance el pensamiento de hombres cuya lengua desconocemos. El fin último es, pues, hacernos accesible su pensamiento, para que, sirviéndose de él, nuestra inteligencia pueda tener más datos y mayor amplitud para juzgar, nunca, en cambio, para sustituir el pensamiento propio. Aceptar sin integrar no tiene sentido ni fecundidad ninguna, y ello porque allí no tiene lugar auténtica asimilación, es decir, no ocurre «verdad», ya que ésta tiene lugar no en la aprehensión, sino en el juicio, en la personal decisión y afirmación,...

Índice

  1. PRÓLOGO
  2. PRIMERA PARTE: PRESENCIA
  3. SEGUNDA PARTE: MEMORIA
  4. TERCERA PARTE: PROSPECTIVA
  5. Apéndice: TEÓLOGOS Y PROFESORES DE TEOLOGÍA EN EL PERIODO 1959-2009
  6. BIBLIOGRAFÍA MÍNIMA