Un pintor de Alejandría
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Un pintor de Alejandría

  1. 130 páginas
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Un pintor de Alejandría

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José Jiménez Lozano, premio Miguel de Cervantes 2002, nos vuelve a cautivar con este ingenioso y divertido relato sobre las peripecias de un pueblo que quiere rehacer las pinturas de la iglesia deterioradas por el tiempo. Para ello Don Absalón, el cura del pueblo, instiga a Juan de Salinas para que vaya a buscar a un pintor a las lejanas tierras de Alejandría. Las extrañas situaciones vividas en el viaje, las conversaciones del pintor en Castilla y los efectos que produce la pintura se describen con la certera y original prosa del autor. Una narración llena de inteligente y disparatado humor y una metáfora tierna del final de los tiempos.

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Información

Año
2011
ISBN
9788499205731
Edición
1
Categoría
Literatura

Lista de personas notables, que deben convocarse, y otros papeles con sus historias y los bocetos que hizo el Juglar de Gormaz

El número uno era Petrus Exiguus Oxoniensis, bachiller y enamorado, que envenenó en varios sueños continuos a lo largo de más de una semana al padre de su amada, que se oponía a sus amores; pero fue absuelto de sus deseos asesinos por no haber tenido intención de envenenar, sino sólo de consentir en un sueño del que luego estuvo muy satisfecho de que fuera solamente un sueño, los ocho o diez días que soñó con ello.
Y dijo el Juglar de Gormaz que Petrus Exiguus Oxoniensis, o Pedro el Pequeño de Oxford, era todo lo contrario de lo que indicaba este nombre, porque era un hombre rubio y colorado, y casi un gigante, con unas manos y brazos como palas; y de tal manera que, cuando estaba estudiando y tomando su grado de bachiller, no precisaba levantarse de la silla en la que estaba sentado ante la mesa con sus papeles y libros, para alcanzar cualquier otro libro de las estanterías de la habitación entera, incluso las más lejanas; y así había secuestrado a su amada, a la que vio un día asomada a una ventana de un primer piso, aunque lo hizo con su consentimiento.
Luego el padre de la muchacha fue a pedírsela de malos modos, y Petrus Exiguus le dio muchas razones aristotélicas y occamistas para negársela, la primera de las cuales era que ya había oído decir a su hija que no quería volver a su casa. Y entonces la ofuscación de aquel hombre le llevó a subirse de pie con espada en mano sobre la mesa de Petrus Exiguus, y éste lo tomó entre los dedos y lo bajó de allí, pero no sabe por qué sí o por qué no, quizás no calculó la fuerza de la captación y proyección de tiro, y en vez de depositar a su futuro suegro en la papelera de su estudio, éste había salido disparado por la ventana, y había quedado fuera de la casa y a varios pies de ella, en un estado de perfecta convicción, asentimiento y resignación. Y Petrus lo sintió mucho, pero ¿qué podía hacer?
Asegura que hizo penitencia durante tres años, y que pasaba por el más virtuoso de los bachilleres oxonienses en estos momentos. Su aceptación a venir a la reunión convenida sobre el asunto de la pintura del Juicio Final habría estado guiada por la esperanza de ser pintado entre los santos confesores. Pero tiene la nariz muy respingona, hace demasiadas poesías latinas a varias mujeres que no son la suya, a la que tiene cerrada en un fanal, y suministra la comida por una ventanita. Sólo el pintor juzgará si puede pintar algún otro episodio de su vida.
La número dos era Doña Beatriz Paleóloga, una donna constantinopolitana de la Picardía que llevaba viajando por estas tierras como diez años, y tiene tienda puesta y viaja a veces en un carro reluciente y maravilloso que se dice que fue de Salomón o una copia de él.
Y el Juglar de Gormaz añade a mayores que Doña Beatriz Paleóloga vivió en la Picardía y en la Italia, y se la podía ver rodando por esos caminos montada en ese mismo carro, pero que iba arrastrado por unos bueyes con coronas de rosas como los del carro y los bueyes que llevaron a la iglesia a la novia de Dante, según cuentan los que estuvieron en aquella boda, que fue la mayor maravilla que habían visto los siglos.
No era verdad que Doña Beatriz tuviera ningún parentesco ni antiguo ni nuevo con Juan de las Salinas, y desde que salió de Constantinopla, y tras estar diez años viviendo en Italia con una tía suya, siempre ha vivido en su Palacio de Peñaranda de Duero, que tiene una huerta tres veces más grande que el pueblo, o en los otros palacios que están en Pastrana, donde tiene un ama de llaves muy joven, hermosa y tuerta que lleva al cinto una espada para conservar su virtud; o en Medinaceli, adonde sólo iba una semana en el verano porque el palacio estaba lleno de yedras y celosías y era muy melancólico. Había querido regalárselo a Aurelia Agripina, pero ésta no quería cambiar su casa por nada, aunque también tuviese sus melancolías en ella.
Los relatos o relaciones y poemas que han escrito todas las antiguas y sabias mujeres, y los de esta misma Serenísima Señora Doña Beatriz, Helena, Adosinda, y María de todas las Maravillas y Remedios, están depositados en esos palacios y en los que tiene en su tierra de la Picardía. Ha sido solicitada en matrimonio más de treinta veces por príncipes, duques venecianos y Grandes Maestres de Órdenes Militares, pero siempre contestó, entregando su negativa en un billete impreso llevado por un criado en una bandeja de plata, en la que también se ofrecían al pretendiente un veneno y un puñal —también de plata lógicamente— y un grueso cordón de seda natural y de color azul turquesa, por si la negativa que recibían esos sus pretendientes les inclinaba al desespero y les tornaba imposible la vida, como muchos de esos pretendientes decían en sus primeros mensajes y en lo que luego seguían insistiendo. Doña Beatriz Paleóloga ya les daba la solución.
En una ocasión, un clérigo y un alto magistrado la reprocharon lo que consideraban un acto de incitación activa al suicidio, con la agravante de crueldad, y entonces ella soltó una gran carcajada, explicándoles a seguido que estaba deseando que llegase el Juicio Final para que toda esta jarca de los enamorados quedase desenmascarada como la de los duces políticos de todas las formas y colores, los poetastros, fabuladores y otros farsantes y falsificadores. Y, en efecto, de los treintaitantos donceles o señores barbados, que habían jurado por su honor que se matarían, si no les concedía su amor, ni uno sólo lo había hecho, faltando a su palabra y a su honor, y privando así al mundo entero del espectáculo de una muerte por amor de la que se dice que alguna vez se dio en la antigüedad, como por ejemplo en el caso de la reina Dido, que era una mujer que realmente se mató por el amor de Eneas, por lo menos según cuenta la cosa el poeta mantuano Virgilio Marón.
Pero aquellos impostores privaban también con su impostura, al pueblo llano y menestral, de la asistencia a un solemnísimo entierro y a un enlutamiento de mansiones y ciudades, que hubiera sido cosa de admirable recordación por siglos, y de ganancias para el sustento de muchos artesanos de catafalcos y sepulcros marmóreos o alabastrinos con sus figuras plorantes, cuadros pintados de tan hermosas exequias, y demás enseres por el estilo, más las luces de candelabros de bronce o de plata, y un sinfín más de inimaginables provechos que acarrean las muertes de los grandes de este mundo. Pero ¡que si quieres! Todos habían despreciado la muerte por amor y por la gloria literaria y artística, como era de esperar, por lo demás, porque tal fue siempre la farsa del mundo, tanto en los palacios como en las cabañas; así que un Juicio Final bien pintado podía ser un resplandor único de verdad, porque suscitaba la recordación de todas las estafas amorosas y la de los copiadores de poemas y libros enteros; y otras tantas trapisondas del mundo.
A la vez y a la par que a Doña Beatriz Paleóloga se quiso invitar a Aurelia Agripina a formar parte de los notables que constituirían la Comisión, pero Don Absalón dijo que la consoladora de Medinaceli, que había sido la que había descubierto las pinturas del atrio en la pared en la que no se veía nada, sería la que se ocupase del asunto de su repintamiento; y bastante tarea era ya la suya con tener que lidiar con el Maestro Teón, con lo obstinado y cabezadura que era éste, y con la tendencia que tenía, además, a pintar donnas bizantinas de aquellas tierras suyas, que no tenían ni media onza de carne y, sin embargo, sí muchas piedras preciosas en los vestidos. Y Don Absalón creía que tenía toda la razón Aurelia Agripina cuando afirmaba que no podía ser que el pintor antiguo las hubiera pintado en aquel estilo alejandrino sino en el de por aquí, donde las mujeres, fueran santas o no, tenían más de una onza de carne y nada de piedras preciosas, sino abalorios y cuentas de cristal como mucho, y eran menos narigudas que las de Alejandría y sin los ojos tan grandes y fijos como los de las lechuzas.
—¡Pues, Vuestra Merced tiene ojos bien grandes y azules, y redondos como los de los pájaros! —dijo el Maestro Teón.
—Es que así son de su naturaleza y precisamente así debe ser la pintura. No es lo mismo —contestó Aurelia Agripina.
Y que lo mismo que se había fijado en ella, y en sus ojos, tenía que fijarse mucho más en cómo estaban pintadas aquellas mujeres, e ir por encima de la línea que se notaba todavía en la pared, y pintar y buscar bien el color para repintar aquellas santas antiguas, como las Tres Marías que estaban en el otro lado de la puerta, y además brillaban como tres estrellas en el cielo. Y, aunque Teón discutió un poco, por fin se dio a razones, y confiaba en que ella, Aurelia Agripina, que veía mejor, le guiase cuando se equivocase en seguir los trazos, aunque fuesen como del grosor de un hilo de seda.
El tercer convocado para la Comisión era Mancio Tartaja o Tartamudo, que dejó cojo imaginativamente a un hombre porque se encontró con él en un camino, y venía en dirección contraria, y a Mancio le pareció que venía braceando y como haciendo burla de él, y que sus brazos daban vueltas como las agujas de un reloj, pero como si fueran hacia atrás; y éste fue el argumento que utilizó el psicólogo para librarle de toda pena.
Porque había que aclarar, como dijo el Juglar de Gormaz, que Mancio Tartaja o Tartamudo era hombre de oficio charlatán o vendedor público de muchas cosas, tales como hojas de hierro de afeitar, alfanjes, crecepelos prodigiosos, cremas que configuraban la cara con hermosura sin igual, o el agua de rosas blancas de la buena suerte, que predisponía a todo el mundo a la benevolencia hacia quien lo usaba. Y, como era tartamudo, se quedaban muy bien en la memoria de las gentes los nombres que pronunciaba, por extraños que fueran; y por esto mismo había sido contratado muchas temporadas para maestro de niños, porque decir, por ejemplo, «ocho por siete cincuenta y seis», o decir que la capital de tal nación o tal otra eran Memphis o Moscova podía llevarle buena parte de la mañana o de la tarde, y, como a la semana siguiente había repaso, y también a la otra, todo se quedaba en la cabeza de los muchachos.
Pero a Manco Tartaja, cuando se le atragantaba un nombre y no le salía, comenzaba a bracear como haciendo marchar las agujas de un reloj para atrás hasta que encontraba el nombre; y eso lo hacía de ordinario hablando a solas o acompañado, y en una estancia, en la calle o andando por los caminos; de manera que esto era lo que le había ocurrido aquel día, y entonces arrolló «con sus fuerzas ciclópeas y centrífugas», al hombre que venía en sentido contrario y al parecer burlándose de él, según dijo al cabo de un cuarto de hora de tratar de decirlo delante del tribunal que le juzgó y le absolvió.
Tenía unas orejas muy grandes, pero muy finas y una pequeña brisa las movía como abanicos. Puede dar su juego en la pintura de la pared, siempre que sea en figura grande.
El número cuarto era Su Excelencia el señor Conde Don Fierro, que había ampliado su poder en ciento treinta pueblos más con sus fincas, y también fue absuelto por un error en el cálculo.
Este señor Conde Don Fierro era —dijo el Juglar de Gormaz que le conocía muy bien— hombre de palabra fácil y estatura diminuta, y se decía de él que lugar por donde paseaba —y no hacía otra cosa desde que se levantaba— lo apuntaba como propiedad suya, pero para una apropiación romántica y platónica que también mostraba respecto a las mujeres y a las gallinas. Y se le invitaba a esta reunión sobre la pintura del Juicio Final, porque había estado de embajador en tierras turcas y conocía muy bien los intríngulis de la política. Siendo, además, tan parco en palabras que sólo se le oían dos o tres a la semana, porque temía revelar secretos políticos, si comenzaba a hablar, porque decía que las palabras se enredan como las cerezas, pero luego no son tan fáciles de desenredar.
A veces se vestía con sus galas de embajador y sus «lentes políticas» que eran unas antiparras azules para ver bonito el mundo, y también verle como una finca propia de recreo, con muchos siervos a sus órdenes, atentos siempre a lo que les mandasen.
Pero se excusa ante Don Absalón de la invitación que se le hizo, diciendo que estas pinturas del Juicio Final le ponían muy triste, porque le recordaban que ya no tendrían sentido su condado ni las ampliaciones de éste, ni sus embajadas ni conocimientos de lenguas y elefantes o mujeres de los harenes; todo ya estaría caído, y esto le ponía muy melancólico y ya tomaba demasiadas medicinas para esa melancolía como para querer que ésta aumentase.
El quinto invitado era Don Rubén, el juez que había absuelto en todos estos casos que se habían citado, y otros muchos. Don Rubén de Ausejo era juez del Juzgado de Osma. Desde niño, su cara parecía verdaderamente una manzana colorada o vergonzosa, o una sandía pequeña, cándida y sonriente; pero su pelo era como si le hubieran puesto el casquete de una media naranja, con lo que, cuando se vestía de juez, llevaba la toga con unos cordones de color azul añilado para que hiciera más armónico el conjunto. Luego fue magistrado en la Andalucía, aunque poco tiempo porque no le sentaban bien aquellos aires y climas y echaba de menos el frío del Moncayo, de cuando estuvo en Ágreda; pero fue célebre muy pronto en el mundo entero por sus teorías acerca del delito, que consideraba la manifestación de una pura ignorancia, y ordenaba castigos de estudios puntuales de hasta veinte y treinta años, lo que trajo consigo el efecto colateral de infectar hasta el aire de doctores y licenciados y de gramáticos y poetas o cuentistas que hicieron la vida imposible a todo el mundo en las tierras en las que él ejerció su profesión.
Petrus Exiguus Oxoniensis le tachó precisamente por esa su falta de realismo, ya que un país...

Índice

  1. Las señales de los tiempos, y los efectos colaterales del Juicio Universal
  2. De los informes que tenían de Teón de Alejandría
  3. El viaje de Juan de las Salinas
  4. El árbol genealógico
  5. En busca del cántaro roto
  6. La primera cita
  7. La conversación en la posada
  8. El catálogo de los animales
  9. Lista de personas notables, que deben convocarse, y otros papeles con sus historias y los bocetos que hizo el Juglar de Gormaz
  10. El exámen de la Comisión
  11. Los tiempos de antes
  12. De los primeros albaranes presentados
  13. De la pintura alejandrina y sus efectos
  14. Durante muchos años