CAPÍTULO NOVENO
Una Nueva Sociedad
«Por mucho que cientos de miles de personas, instaladas en un pequeño espacio, se esfuercen por llenar el suelo de piedras para que nada pueda crecer allí; por mucho que limpien del terreno hasta la última brizna de hierba; por mucho que llenen el aire de humo de carbón y de petróleo; por mucho que talen los árboles y expulsen a todos los animales, la primavera, hasta en la ciudad, siempre es primavera.
El sol calentaba y la hierba revivía reverdeciendo por doquier, y no solo donde la segaban, no solo en los jardines de los bulevares, sino también entre los adoquines de las calles. Los abedules, los álamos y los cerezos silvestres abrían sus pegajosas y fragantes hojas, mientras que se hinchaban los tiernos brotes de los tilos, dispuestos a estallar. Los grajos, los gorriones y las palomas preparaban sus nidos con primaveral alegría y las moscas zumbaban junto a las paredes expuestas al calor. Todo era jovial: las plantas, los pájaros, los insectos y los niños. Pero los hombres —los adultos— no cesaban de engañarse y atormentarse a sí mismos y a los demás. Porque ellos consideraban que lo sagrado e importante no estaba en aquella mañana de primavera, ni en el estallido de belleza que el mundo ofrecía para el bien de todos los seres —una belleza que predispone a la paz, a la concordia y al amor—, sino en lo que ellos se encargaban de imaginar para lograr imperar los unos sobre los otros».
(Resurrección, de Lev Tolstói)
Mis padres se criaron y se conocieron en un pequeño pueblo castellano-manchego cuyo nombre deja poco lugar a engaños: Villagarcía del Llano. Es el mismo pueblo del polvo pardo que mi abuelo apretaba en su puño en una tarde cobriza de otoño.
Allí se quedaron después de casarse a las órdenes y al servicio de la casa, siguiendo con la rueda secular que mandaba hacer las cosas siempre de la misma forma y mirar a la vida según las costumbres y tradiciones de la familia y el campo.
En aquellos años una pareja campesina recién casada asumía su rol genealógico quedando a disposición de los dueños de las haciendas (los padres) que, en lugar de pagarles, les mantenían en la misma economía de subsistencia que ellos habían conocido y respetaban casi con devoción. Aparte del cultivo principal que era la viña, se organizaban las tierras para que en cada tiempo hubiera qué comer. Se acudía al molino y se hacía pan en el horno que rentaba el panadero, se bebía leche de cabra, se tenían conejos y gallinas, se cuidaba de los cerdos hasta finales de año y entonces se los sacrificaba para aprovechar hasta el último pedazo de su carne. Los alimentos se conservaban en cámaras, de cuyas vigas colgaban los melones atados con cuerdas, como ahorcados rehogándose en su propio azúcar. En el suelo, a los lados, se alineaban las orzas repletas de lomos en aceite, grandes cofres que servían para salar jamones, tinajas con vino joven y cuévanos repletos de pan que, de tan duro que se ponía al cabo de los días, había que envolver en un trapo húmedo horas antes de servirlo a la mesa.
No había más futuro que seguir el ritmo que había imperado hasta entonces y no cabía esperar más cambios que los temidos azotes de las guerras y el renacer de viejas rencillas.
Pero mis padres, como tantos otros en aquella España de principios de los sesenta, decidieron irse, buscando precisamente ese futuro que el arado no podía prometer. Mi padre se había hecho cargo de una yunta de mulas desde los diez años y no había conocido más colegio que los pocos días necesarios para leer, escribir y «las cuatro reglas» (sumar, restar, multiplicar y dividir), que le metieron en la cabeza con muchos palos y poca pedagogía. Con esas cualidades podía aspirar a poco en la vida. De su quinta la mayoría comenzaron de aprendices en alguna cuadrilla de albañiles o se fueron hacia la costa o a Madrid para hacerse camareros. Él, con una pizca más de ambición, se lanzó a por lo más alto que veía a su alcance, que era el carnet de conducir, y se dejó los sesos para aprobar los exámenes del A, del B, del C, del D, del E y de más si hubiera habido.
Con la carrera hecha, por así decir, cogió a mi madre y se fueron a Valencia, donde pronto se pluriempleó: por la mañana conducía un autobús por las intrincadas y estrechas calles del centro urbano y por la tarde enseñaba como profesor en una autoescuela, para lo que se tuvo que comprar un Seat 600. Ni con dos sueldos daba la cosa para demasiadas alegrías. Se instalaron en un edificio de Mislata que mi madre siempre recuerda por el intenso olor a col cocida que imperaba en el patio de luces, a falta de dineros para comprar otras viandas.
Al poco tiempo, por la nostalgia de la patria chica y porque la soledad amenazaba con llevarse a mi madre por delante, buscaron acomodo más al sur, donde mi padre encontró trabajo en «la catalana», nombre con el que en la zona se conocía a la empresa de autobuses Alsina, porque sus dueños eran de Barcelona. Así empezó a conducir cada día para cubrir la línea entre un pueblo de Albacete (La Roda) y Valencia. Se levantaba a las cinco de la mañana y no regresaba antes de las ocho de la tarde. Recuerdo que mi madre siempre nos quería en casa para recibirle y también recuerdo el impacto que traía mi padre un día tras otro: un golpe de sudor agrio mezclado con los mil aromas del vehículo, donde además se fumaba. Lo veíamos poco más que en ese momento: lo llamaban con mucha frecuencia para que el fin de semana llevara alguna excursión a Andorra o a Benidorm, que estaban muy de moda, o a algún otro sitio, para hacer sustituciones, etc., y nunca le pagaban estos extras.
Era así la vida y, como él decía, «si no estás conforme ya te puedes ir a la calle con una mano delante y otra detrás». Con tanto esfuerzo y mil angustias pudo ganar lo bastante para que mi madre criara a cuatro hijos apenas sorteando la pobreza.
Él se mantuvo siempre al mando de su vehículo. Una vez que entró en la Alsina, y aunque cambió una vez de línea para ocuparse del trayecto entre Albacete y Cuenca, siempre tuvo el mismo empleo.
Como esta historia podrá el lector encontrar algunos centenares de miles en nuestro país durante la segunda mitad del siglo XX. Los pueblos se despoblaron por una generación que dejó el campo para buscar mejor suerte y casi en cada caso con una trayectoria similar: pocos cambios de empleo y una mejora salarial lenta pero sostenida que estaba ligada a los años de experiencia.
Mientras mi padre llevó el autobús tuvo poca tecnología que aprender y pocas habilidades que desarrollar más allá de las que se le suponían por el oficio. Los mandos del autocar no cambiaron y las mejoras que llegaban lo hacían poco a poco y sin precisar de mayor análisis: la dirección asistida, el aire acondicionado, etc. Solo una vez lo vi en apuros debido a la novedad. Desde siempre había imprimido los billetes con una máquina metálica que se accionaba con una manivela y que cada vez emitía un sonido como de campanillas, muelles y resortes en movimiento, hasta que la empresa le proporcionó un rudimentario ordenador con una pantalla diminuta en blanco y negro, que le costó descifrar unas cuantas tardes.
Este tipo de sociedad, que hoy denominamos «fordista», se apoyaba en unos pilares que, en principio, ayudaban a la estabilidad del mercado laboral. Sé que, a la luz de la historia, con la crisis del 29, las dos guerras mundiales y el alza de los precios del petróleo, no podemos decir que la economía alcanzase largos períodos de estabilidad más allá de los llamados «30 gloriosos años» (1945-1975), pero lo cierto es que en estos vaivenes influyeron mucho más algunos elementos extrínsecos al mercado laboral que los cambios en su dinámica interna. La especulación ciega en la bolsa neoyorkina, solo comparable a la burbuja de las hipotecas de principios de nuestro siglo, o el auge del fascismo, afectaron a los bolsillos más que otros aspectos más «predecibles» por la ciencia económica.
Durante buena parte del siglo XX la estructura de los deseos de los consumidores fue muy similar, o tuvo cambios tranquilos, pausados y asumibles por las empresas y las familias. Incluso la popularización de elementos mecánicos como el automóvil o la lavadora no supusieron saltos tan radicales porque fueron progresivos y permitieron que los trabajadores implicados se adaptaran con cierta facilidad. Si lo comparamos con la situación actual, se puede afirmar que las competencias que necesitaban los empleados para aclimatarse a los cambios tecnológicos, y las que necesitaban los directivos para adecuar la producción, la estructura y los protocolos internos de la empresa a los mismos, no sufrían transformaciones vertiginosas, ni mucho menos.
En general, un profesional podía prever que, una vez dominase su oficio y se ubicase en el lugar correspondiente, le esperaba cierta estabilidad, por dos razones: 1.- ni los procedimientos, ni la tecnología, ni los deseos de los consumidores experimentaban vaivenes repentinos que hiciesen su formación obsoleta en apenas unos meses o semanas y, en consecuencia, 2.- la experiencia en su puesto era un valor muy importante para las empresas, que aceptaban remunerarla de manera creciente. Un empleado experimentado, que conociese las cuestiones propias de su empleo y del lugar en el que se encontraba, era infinitamente más valioso que un joven, aunque estuviera bien formado.
Los tiempos, com...