VII
Dios, una presencia «conveniente»
Modernidad: ¿deicidio o eclipse de Dios?
A su tiempo Augusto del Noce afirmó: «El ateísmo se hace destino de la modernidad» desde el momento en que la modernidad inmanentista termina en la renuncia radical a la búsqueda de sentido. Más aún, insiste el filósofo, la in-sensatez de la modernidad no sería otra cosa que la prueba del deicidio que ha llevado a cabo.
¿Pero a qué Dios se habría matado? Y además: ¿qué Dios es el que la modernidad filosófica religiosa ha afirmado y defendido? En un célebre pasaje de la Carta a los Romanos, San Pablo, hablando de Abrahán, dice: «Está escrito: ‘Te he constituido padre de muchos pueblos’; (es padre) ante el Dios en el cual creéis, que da la vida a los muertos y llama a la existencia las cosas que todavía no existen» (Rm 4,17).
El Apóstol sabe bien Quién es el Dios del que quiere hablar. Dios es «el que da la vida a los muertos y llama a la existencia las cosas que todavía no existen» (Rm 4,17). En el primer capítulo de la misma Carta a los Romanos, el apóstol había advertido de que no tiene excusa alguna quien no reconoce «lo que de Dios se puede conocer… porque Dios mismo lo ha manifestado. En efecto sus perfecciones invisibles, o sea, su eterno poder y divinidad, se contemplan y comprenden desde la creación del mundo por las obras que Él ha realizado» (Rm, 1, 19-20).
«Lo que es de Dios se puede conocer» dice Pablo. Es decir: de Dios no se puede conocer todo, pero lo que de Dios se puede conocer lo pueden conocer todos. Pues bien, ¿ha matado la modernidad realmente a este Dios? ¿O por el contrario se le puede nombrar todavía hoy? La notitia Dei ¿sigue siendo pertinente a la condición del hombre posmoderno?
Eclipse es la palabra más adecuada para describir la atormentada relación que tiene la modernidad euroatlántica con Dios. La metáfora de la interposición de la luna entre la tierra y el sol expresa bien el carácter transitorio de tal ocultamiento. Ya Pierre Teilhard de Chardin lo había subrayado: «La humanidad ha perdido momentáneamente a su Dios».
La palabra eclipse, para indicar esta desaparición temporal, fue utilizada a partir de los años 50 por Martin Buber, que la puso como título de una célebre recopilación de ensayos suyos. ¿Qué entendía Buber por «eclipse de Dios»? Con esta metáfora el exponente del pensamiento dialógico ciertamente contestaba la idea de la «definitiva» muerte de Dios anunciada por Nietzsche, y afirmaba la posibilidad de que el mismo Dios pudiera presentarse, incluso pronto, como nuevamente accesible.
De modo bastante sorprendente, tratándose de aquella pluma y de aquellos años, Buber no quiso hablar en absoluto de los dramas históricos que han «ocultado» el rostro de Dios y repropuesto, en su antigua formulación pero con nueva angustia, los temas de la teodicea. Se refería más bien a esos movimientos del pensamiento moderno que, tanto en el campo filosófico como en el teológico, han oscurecido progresivamente la relación con Dios, porque Le han reducido al contenido objetivable de una teoría. De ese modo, fuera cual fuera el desarrollo teórico que alcanzara la reflexión humana, Dios en cuanto eterno «Tu» desaparecería y se haría cada vez más difícil hablar con Dios, recibir su palabra y poderle responder. Según Buber ésta es exactamente la razón por la que Dios se ha eclipsado: no por motivos sociológicos o morales y ni siquiera directamente teoréticos, sino por un defecto singular en la actitud espiritual fundamental del hombre, que interpone entre sí mismo y Dios su propia mentalidad objetivante, con la pretensión de poderLe aferrar.
Ya Agustín nos había puesto en guardia frente a esta tentación, y la primera escolástica tenía un vivo sentimiento de la función insuperable que cumplía la «teología negativa» para hablar de Dios sin perder el sentido de su misterio.
Con agudeza, Sergio Quinzio, al introducir una traducción italiana del volumen de Buber, denuncia el peligro de esta interpretación de la experiencia religiosa en clave decididamente subjetiva: ninguna instancia, según Buber, fuera del sentimiento individual, podría juzgar en último análisis la realidad de una experiencia religiosa. Su sugerente reclamo a la experiencia del «Tú» y su crítica a la objetivación se revelarían por consiguiente, según Quinzio, afines a una disolución subjetiva de la tradición religiosa en la que, por ejemplo, no solamente el papel de la Escritura, sino también el de la objetividad de la ética y el compromiso histórico quedarían peligrosamente minimizados. La crítica evidencia la insuficiencia de la perspectiva de Buber: si el eclipse de Dios se debe a la pérdida de la relación personal con Él, ello no se remedia llevándose al nivel de una incontrolable inspiración subjetiva, sino volviendo a los datos reales y objetivos («las obras que él ha realizado» y la posibilidad de comprender su eterno poder y divinidad expresada por Pablo) que son los que en último análisis permiten dicha relación. La salida teológica del secularismo requiere repensar de modo unitario historia, ontología y experiencia, a fin de que se produzca de nuevo relación con el Dios de Jesucristo.
Entre retorno de lo sagrado y Dios personal
La condición espiritual del eclipse de Dios está en relación histórica con el proceso epocal de secularización al que nos hemos referido a los capítulos anteriores. No obstante, la fase actual nos reserva una gran sorpresa: en ella no sólo está presente la instancia crítica frente a la conciencia religiosa, sino también la reafirmación de lo religioso en la vida personal y social. Ahora ya es reconocido por los estudiosos que las previsiones que hicieron en los años 60 los sociólogos, y, siguiendo su estela, no pocos teólogos, acerca de la secularización y la muerte de Dios se han revelado erróneas.
Es innegable sin embargo que este retorno de lo sagrado, de las religiones, de Dios, posee un carácter problemático y no carente de vistosos equívocos, que han dado lugar a muchas valoraciones contrastantes.
Si por un lado la sociología pone de manifiesto lo irreductible que se muestra lo sagrado, situándolo en relación con la insatisfacción que ha dejado la modernidad y con la inconsistencia de la postmodernidad, en cambio aparece probablemente sobreestimada en ella la importancia que se atribuye al fracaso de los ideales «modernos» en su relación con el futuro de la religión y en particular del cristianismo. Seguramente es cierto que el fin del socialismo real, del sueño cientificista, de un «pensamiento fuerte» filosófico asentado sobre sí mismo, en resumen, el ocaso de los «absolutos terrenales», podría reabrir el espacio para otros absolutos de carácter trascendente. Sin embargo es igualmente cierto que permanece todavía sin agotar la tarea de comprender los motivos por los que los diferentes absolutos terrenales puedan haber gozado, a pesar de su carácter problemático interno, de tanto éxito. Sobre todo, nada asegura que estos espacios que se han liberado actualmente vayan a ser ocupados por una religiosidad en alguna medida verdaderamente teológica, y no más bien que se queden vacíos por un desencanto universal acerca de la posibilidad en sí misma de un absoluto. Queda en pie el eslogan con el que Gianni Vattimo resume la significativa fase terminal de la modernidad, «adiós a la verdad», un adiós a ese sentido fuerte de la verdad en virtud del cual también la fe cristiana está destinada, co...