Cristina, hija de Lavrans
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Cristina, hija de Lavrans

  1. 1,224 páginas
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Cristina, hija de Lavrans

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Información del libro

Obra cumbre de la escritora noruega Sigrid Undset (1882-1949), Cristina, hija de Lavrans está considerada la mejor novela histórica del siglo XX.Narra la vida de Cristina, una joven inmersa en un mundo de pasiones y desesperanzas.Ambientada en la Noruega del siglo XIV, la obra recoge a través de un variado elenco de personajes un paisaje donde la fe aún convive con los restos de las costumbres paganas.Sigrid Undset recibió el Premio Nobel de Literatura en 1928.

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Información

Año
2010
ISBN
9788499205243
Categoría
Literature
LA CRUZ
Capítulo primero

LAZOS DE FAMILIA

1

Dos años después de que Erlend Nikulaussoen y Cristina Lavransdatter se hubieron instalado en Joerundgaard, Cristina quiso subir a las cabañas para pasar el verano. No había dejado de pensar en ello durante todo el invierno.
En Skjenne era costumbre que la dueña tomara parte personalmente en el trabajo de recolección de pastos de altura, porque, años atrás, había sucedido que la hija de la casa había sido secuestrada por los trolls de la montaña y desde entonces la madre decidió que permanecería todo el verano en las cabañas. En Skjenne se tenían ideas muy particulares sobre diversos puntos. Los habitantes del país estaban habituados a ello y lo encontraban natural. Pero, en los otros sitios, las mujeres de los granjeros importantes no tenían la costumbre de subir a trabajar a las cabañas. Cristina sabía que la gente se sorprendería si lo hacía y que las lenguas se desatarían. Pues bien, que comentaran. ¿No se hablaba, de todos modos, de ella y de los suyos?
Audun Torbergssoen sólo poseía sus herramientas y la ropa que llevaba puesta, cuando se casó con Ingebjoerg Nikulaudatter de Loptsgaard. Había sido palafranero del obispo de Hamar.
Fue en la época en que el obispo se dirigió hacia el norte para consagrar la nueva iglesia cuando le ocurrió la desgracia a Ingebjoerg. La cosa sentó malísimamente a Nikulaus Sigurdssoen: juró por Dios y por los hombres que no aceptaría como yerno a un mozo de cuadra. Pero Ingebjoerg dio a luz a unos gemelos y, según decía riendo la gente, Nikulaus encontró la tarea demasiado pesada para él solo. Así, pues, entregó a su hija en matrimonio a Audun.
Esto ocurrió dos años después de la boda de Cristina, y no lo habían olvidado. La gente tenía siempre presente que Audun era forastero. Pertenecía a una familia completamente arruinada. El hombre no era bien visto en Sil. Duro, obstinado, se mostraba igualmente tenaz en el rencor como en el agradecimiento..., pero era activo, trabajador e instruido, en cierto modo, sobre cosas de la ley. Audun Torbergssoen era, ahora, un hombre respetado en la región y nadie hubiera querido pelearse con él.
Cristina pensaba en el rostro ancho y tostado de Audun, enmarcado por una cabellera tupida y una barba roja y rizada, y en sus ojillos azules y penetrantes. Se parecía a un tipo de personas que conocía. Había visto el mismo rostro entre los criados de Husaby, entre los marineros y mozos de Erlend.
El ama suspiró... Para un hombre como aquél debía ser más fácil hacerse valer, viviendo del patrimonio que su mujer había heredado. Nunca había sido dueño de nada.
En el transcurso del invierno y de la primavera, Cristina sostuvo varias conversaciones con Frida Stykaarsdatter, su primera sirvienta, que les había seguido cuando se vieron obligados a abandonar el Trondhjem. No cesaba de recordar a la sirvienta las costumbres del valle durante el verano: cómo se solía tratar a los segadores, y qué había que hacer durante la siega. Frida tenía que acordarse bien de todo lo que había hecho su ama el año anterior, porque ésta quería que la granja funcionara exactamente como en tiempos de Ragnfrid Ivarsdatter.
Lo que no se le ocurría decir a Cristina era, sencillamente, que aquel verano no lo pasaría en la granja. Había sido ama de Joerundgaard durante dos inviernos y un verano, y sabía que subir a las cabañas equivalía a una huida.
Iba a resultar empresa difícil hacer que Erlend entrara en razón, él que, desde el tiempo en que su madre adoptiva lo sentaba sobre sus rodillas, no podía imaginar otra cosa sino que había nacido para dirigir y mandar a los que le rodeaban. Y si alguien más le había dirigido o mandado, había sido sin que él se enterara.
No, no podía ser cierto lo que aparentaba. Aquello no podía gustarle. ¿Y a ella? La propiedad de su padre en el fondo de aquel valle cerrado, silencioso, las tierras llanas más allá del bosque de alisos, donde brillaban los meandros del río, las granjas junto a los campos cultivados, abajo, al pie de las montañas cuyas cumbres se recortaban en gris sobre el cielo tan alto, los rayos de luz que caían sobre los bosques de abetos y abedules que escalaban sus vertientes..., no, aquello ya no era para ella el hogar más dulce y hermoso que pudiera soñar. Se sentía encerrada. Y Erlend también debía encontrarse como enclaustrado. Allí no se podía prosperar. Mas, al verle, ¿quién se atrevería a decir que no era feliz?
El día que se soltaron las vacas y los bueyes de Joerundgaard, se decidió a hablar mientras cenaban.
Erlend, absorto en la búsqueda de un buen trozo de pescado, se quedó quieto, inmovilizado por la sorpresa, con los dedos en el plato, mientras contemplaba a su mujer. Cristina dijo súbitamente:
—Lo deseo sobre todo por esa enfermedad de garganta que se ceba en los niños del valle. Munan no es muy fuerte; así que tengo intención de llevármelo a la montaña, y también a Lavrans.
—Sí —asintió Erlend—; en este caso, no estaría de más que Ivar y Skule fueran también contigo.
Los gemelos saltaron de alegría y durante el resto de la cena no dejaron de hablar entre ellos. Irían con Erling, que tenía que acompañar los carneros a las colinas del norte.
Tres años antes el pastor de Sil había detenido y atado a un cazador furtivo, matándolo luego junto a su barraca de piedra, en las montañas de Raa; el muerto era un proscrito de Osterdalene.
Una vez se hubieron levantado de la mesa, Ivar y Skule trajeron todas las armas que poseían y las repasaron. Avanzada la velada, Cristina salió con las hijas de Simón Andressoen y con sus hijos, Gaute y Lavrans. Arngjerd Simondsdatter había pasado la mayor parte del invierno en Joerundgaard. La joven tenía ya quince años y, durante las Navidades, en Formo, Simón había dado a entender que ya era hora de que Arngjerd adquiriera otros conocimientos que los que podía buenamente aprender en su casa. Sabía ya tanto como las sirvientas. Cristina propuso entonces llevársela a su casa y educarla lo mejor que supiera, porque adivinó que Simón tenía una debilidad por aquella criatura y se preocupaba de su porvenir.
Arngjerd necesitaba, en efecto, ver una casa mejor dirigida que la de Formo. Simón Andressoen era, después de la muerte de sus suegros, uno de los hombres más ricos del país. Se mostraba prudente y previsor en la administración de sus bienes y explotaba con celo y habilidad su granja de Formo. Sin embargo, los trabajos domésticos dejaban mucho que desear; las sirvientas los emprendían solas y hacían lo que querían. Cuando Simón veía que el desorden y el derroche sobrepasaba de los límites, contrataba una o dos sirvientas más. Pero jamás hablaba de estas cosas con su mujer, de la que no parecía esperar ni desear una mayor participación en esos quehaceres. Se diría que no la consideraba como a una persona mayor. No obstante, era bueno y paciente con Ramborg, y por cualquier motivo la cubría, a ella y a sus hijos, de regalos.
Cristina se encariñó con Arngjerd al conocerla mejor. La jovencita no era hermosa, pero sí inteligente, buena y trabajadora; tenía el corazón bondadoso y las manos ágiles. Cuando Arngjerd iba y venía por la casa con Cristina o se quedaba sentada a su lado por la noche, en la sala de tejer, Cristina se decía que se hubiera sentido feliz de haber tenido una hija. Una hija comparte más la vida de la madre. En esto pensaba aquella noche, mientras llevaba de la mano a Lavrans y contemplaba a Gaute y Arngjerd que andaban ante ella por el camino. Ulvhild correteaba de un lado para otro, y se divertía haciendo crujir la fina capa de hielo que por las noches cubría los charcos. Se imaginaba ser un animalito, y para ello había dado la vuelta a su abrigo rojo, de modo que el forro de liebre blanca quedara al exterior.
En el fondo del valle, las sombras, más tupidas, hacían que el crepúsculo reinara ya sobre las tierras oscuras y desnudas; no obstante, el aire de aquel atardecer de primavera parecía saturado de luz. Las primeras estrellas centelleaban, blancas y húmedas, en el cielo, allí donde el verde suave de la puesta del sol se fundía, poco a poco, con el azul oscuro de la noche.
Pero, por encima de la línea negra de las montañas, al otro lado del valle, persistía todavía un rastro de luz amarilla cuyo reflejo iluminaba la pared escarpada de la roca que dominaba el camino. Y, arriba del todo, el mismo reflejo hacía brillar las cumbres nevadas, resplandecer los glaciares de donde escapaban los arroyos que susurraban en la vertiente. Su canto estremecía todo el aire. Abajo, el rugido del río les servía de compañía. Se sumaba a ello el trino de los pájaros procedente de todos los árboles, matorrales y rinconadas del bosque.
En un momento dado Ulvhild se detuvo, cogió una piedra e intentó lanzarla hacia donde cantaban los pájaros, pero la hermana mayor le sujetó el brazo; luego anduvo plácidamente durante un trecho. Sin embargo, súbitamente, se soltó y bajó la cuesta corriendo hasta que Gaute la detuvo. Habían llegado a un lugar donde el camino entraba en el bosque de abetos. Desde el fondo llegó hasta ellos el sonido de un arco al dispararse; aquí la nieve cubría aún la tierra y el aire olía a frío y a humedad. Un poco más allá, en un claro, apareció Erlend con Ivar y Skule. Ivar había disparado sobre una ardilla; la flecha se quedó clavada en la copa de un abeto y el niño, queriendo recuperarla, le tiraba piedra tras piedra. Cada vez que una de ellas chocaba con el tronco, éste resonaba bajo el impacto.
—Espera un poco y haré que se caiga —dijo el padre.
Echó su esclavina hacia atrás, fijó una flecha en su arco y apuntó sin poner demasiada atención, bajo la luz incierta entre los árboles. La cuerda silbó, la flecha hendió el aire y fue a clavarse en el tronco, al lado de la de su hijo. Erlend tomó una segunda flecha y volvió a tirar; una de las dos que estaban clavadas en el árbol cayó con un ruido seco, de rama en rama. A la otra se le partió la madera, pero la punta permaneció en el árbol. Skule corrió sobre la nieve a recoger las dos flechas. Ivar contempló, inmóvil, la copa del abeto.
—La que queda es la mía, padre; está clavada hasta la vara; ha sido un buen golpe, ¿verdad?
Luego, empezó a explicar a Gaute por qué no había alcanzado la ardilla.
—¿Piensas regresar ahora, Cristina? Yo tengo que volver en seguida; mañana, a primera hora, Naakkve y yo queremos ir a buscar el toro.
Cristina contestó que no, que iba a llevar a las niñas a su casa. Tenía que decir algo a su hermana aquella misma noche.
—Entonces Ivar y Skule pueden acompañar a su madre, si permitís que yo me quede con vos, padre —dijo Gaute.
Erlend levantó a Ulvhild en brazos para despedirla. Como era tan bonita y sonrosada, con sus rizos oscuros bajo el gorro de piel blanca, la besó antes de dejarla en el suelo. Después dio media vuelta y se fue con Gaute.
Ahora que Erlend no tenía nada más que hacer, se hacía acompañar siempre por alguno de sus hijos.
Ulvhild se cogió de la mano de su tía y anduvo un rato a su lado; de repente echó a correr y pasó como una tromba al lado de Ivar y Skule.
Sí, era una niña preciosa, pero inquieta e indisciplinada. Si hubieran tenido una hija, Erlend habría, sin duda, jugado constantemente con ella.
Cuando Cristina y los niños llegaron a Formo, Simón estaba solo con el pequeño. Se había sentado en el extremo de la mesa y contemplaba a Andrés. El chiquillo, de rodillas sobre el banco lateral, jugaba con unas viejas clavijas de madera esforzándose por hacer que se sostuvieran de pie sobre la mesa. Tan pronto Ulvhild de dio cuenta, olvidó dar las buenas noches a su padre, subió al banco de un salto, cogió a su hermano por el cogote y le golpeó la cara contra la mesa gritando que aquellas clavijas eran suyas; su padre se las había dado. Simón se puso en pie para separar a los niños, pero tuvo la desgracia de hacer caer, con el codo, un plato de porcelana que había encima de la mesa. El plato se rompió. Se agachó Arngjerd bajo la mesa y recogió los pedazos. Simón los tomó contemplándolos con expresión mohína.
—Tu madre se enfadará. Era el plato con flores sobre fondo blanco que Micer Andrés Darre había traído de Francia; Helga lo había heredado, pero luego se lo regaló a Ramborg... —explicó Simón.
Las mujeres lo consideraban un objeto precioso. En aquel instante oyó a su esposa en el vestíbulo y escondió a su espalda los pedazos del plato. Ramborg entró y saludó a su hermana y sobrinos. Quitó el abrigo a Ulvhild, y ésta corrió hacia su padre, agarrándose a él.
—¡Qué guapa estás hoy, Ulvhild! ¡Llevas el cinturón de plata aunque no sea día de fiesta! —Pero Simón no pudo levantar a la pequeña porque sus manos estaban ocupadas. Ulvhild explicó que había estado en casa de su tía, en Joerundgaard; por eso su madre la había puesto tan elegante por la mañana.
—Sí, tu madre te adorna como un relicario; tal como estás podría ponerte entre los tesoros de una iglesia —comentó Simón sonriendo.
El único trabajo que hacía Ramborg era la confección de trajes para su hija. Por ese motivo Ulvhild iba siempre bien vestida.
—¿Se puede saber por qué no cambias de postura? —preguntó Ramborg a su marido.
Simón le enseñó los pedazos del plato.
—No sé lo que vas a decirme.
Ramborg los tomó y dijo:
—No valía la pena adoptar una actitud tan estúpida.
Cristina se sintió incómoda. Cierto que Simón había tomado un aire ridículo, escondiendo los fragmentos del plato como si fuera un niño, pero ¿por qué tuvo que decirlo Ramborg?
—Creí que te enfadarías porque rompí tu plato.
—Sí, parece como si siempre tuvieras miedo de hacerme enfadar... por cosas insignificantes —observó Ramborg. Y los demás vieron que estaba a punto de echarse a llorar.
—Sabes de sobra, Ramborg, que no e...

Índice

  1. Introducción: El gran río de Sigrid
  2. LA CORONA
  3. LA MUJER
  4. LA CRUZ