La piel de los tomates
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La piel de los tomates

  1. 256 páginas
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La piel de los tomates

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Información del libro

Estudio preliminar de Guadalupe Arbona. 31 cuentos inéditos del Premio Cervantes de Literatura 2002. En cada uno de ellos "lo eterno se esconde en cualquier pliegue de la narración, por lo que permiten renovar la mirada y sorprender, donde menos lo esperemos y con la forma más desconcertante, el susurro o el estallido de la vida en su misteriosa belleza".

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Información

Año
2010
ISBN
9788499205113
Edición
1
Categoría
Literatura

Cinco pliegos lacrados

I. Sesión secreta

El Presidente del Tribunal del Santo Oficio, apenas se sentó para una sesión de examen final y con vistas a la resolución del expediente en curso, dijo que, teniendo en cuenta que la persona acusada era anciana y estaba tullida, y no había sustancia doctrinal que discutir, sino un puro asunto de milagrería y de excesos, lo que solicitaba de Sus Señorías presentes era su parecer rápido. Sobre todo acerca de la atestiguada facultad de bilocación de aquella monja denunciada, que, viviendo en Castilla, aseguraba haber estado a la vez en las Indias Occidentales, y siendo probada por numerosos su estancia en ambos lugares al mismo tiempo.
El caso era que, pese a hacer ya casi un siglo del descubrimiento y conquista de las Indias Occidentales, los que de ellas volvían, cada día, venían contando muchas mayores maravillas cada vez, que confirmaban y traspasaban las que ya puso por escrito el Doctor Luis de Cárdenas en su libro, Problemas y secretos maravillosos de las Indias, y llenaban la cabeza de todos los españoles. De los que habían ido allí, a las Indias, porque habían ido y habían visto, y de los que no habían ido ni visto, porque sus imaginaciones estaban sobrecalentadas y soñaban, como cuando se tiene fiebre, en esos países lejanos y maravillosos de la Grande y Extraña Ínsula de América.
Él mismo, el señor Inquisidor, Presidente del Tribunal, había tenido un tío, hermano de su madre, que allí había estado, y que, desde allí, escribía cartas en las que atestiguaba lo escrito por el tal Luis de Cárdenas acerca de que, en una isla que se llamaba Isla del Hierro, había un árbol de cuyas hojas cada mañana caía tanta agua que daba abasto a toda la isla, y que en el Perú había otro árbol, cuya mitad tenía hoja, flor y fruta de invierno, y la otra mitad hoja, flor y fruta de verano; y que el Carbunco relucía allí en la noche como la luna, y entonces sus parientes y amigos que leían tales cosas pensaban las circunstancias de ellas y les parecía ver a quien las escribía, maravillado ante ellas; y luego él escribió que él los había visto a ellos, a esa misma hora, como en cuerpo mortal, aunque no oía sus voces y no podía tener conversación con ellos. Cuanto más, entonces, la monja sor Catalina, a quien la habrían contado las dificultades y desmayos de los evangelizadores ante la difícil conversión de aquellos idólatras, querría ella ir a ayudarles, y la parecería que lo hacía, maravillada de las maravillas de aquellas tierras, y también era vista por los que la conocían y pensaban en cuánto podía ayudarles. De modo que del milagro de la bilocación de esta monja no habría caso por cuanto todo puede explicarse por la filosofía del Estagirita.
Y otro tanto debía decirse acerca de lo que se contaba de que, estando en convento, había ido a Roma para quebrar un vaso del que iba a beber el Papa y que contenía veneno. Porque esta monja era muy dada a las cosas italianas, y en su monasterio mismo había un sepulcro de un arzobispo italiano al que se decía que una mano larga desde Nápoles, donde el arzobispo había hecho una reforma que perjudicaba a muchos clérigos metidos en amores, había alcanzado, recién llegado a Madrid; y, ciertamente, un cocinero italiano había sido ahorcado, porque se le tuvo como envenenador por haber preparado unos raviolis para el arzobispo. Aunque éste no los había comido, porque sólo tomaba pan y agua; pero el agua también había sido servido por dicho cocinero. Y el Papa lo hubiera tomado, si al tener visión de que estaba envenenado no hubiera acudido la monja, que en ese momento estaba registrando el pozo de la nieve, porque era muy dada al estudio de las sustancias, como hija de boticario que era, y se dijo que había aprendido a conocer al agua envenenada aunque estuviese muy lejana. Todo lo cual, igualmente, también podría conocerse y probarse un día por la Filosofía Natural, y no ser maravilla milagrosa.
—¿Quién no ha estado, en efecto, alguna vez donde quería estar y no ha sido visto allí por quienes querían que allí estuviese? —dijo el Licenciado Vega.
—Una vez —terció el Doctor San Martín— oí decir al Ministro del Tormento que, porque el reo invocaba a su madre y luego la agradecía su presencia allí, mientras era atormentado, miró en su derredor y vio allí sentada a una mujer anciana pasar un paño de lino blanco por la frente de quien él estaba atormentando, y ya no pudo continuar, y se desmayó. Aunque no contó a nadie lo sucedido, sino que renunció a su oficio, y sólo muchos años después oí referírselo.
Entonces callaron todos, y sólo se oía el ruido metálico de los pliegos de papel que todas aquellas manos hojeaban nerviosas, poniendo la vista en sus escrituras, pero sin poder leer nada en ellas, aunque les servían de paramento para no mirarse a los ojos los unos a los otros. O que esos ojos se dirigieran al crucifijo que estaba colgado en la pared de la estancia. Y luego, cuando a seguido de este informe preguntó el Presidente del Tribunal si continuaban con aquel estudio o pasaban a otro asunto, dijeron Sus Señorías a la vez.
—Se pasa a otro cargo.
El Inquisidor ponente dijo, entonces, que aquí sí que no habría más remedio que cargar la mano, porque andaba el Diablo por medio, y había que inculcar la sana doctrina de que el Diablo era el Malo, y no un duendecillo que se dedicaba a asustar monjas o frailes, o a las gentes de los lugares y despoblados, disfrazándose de serpiente con alas y león rugiente o dragón que echaba fuego por la boca, como los que se pintaban en algunos cuadros o se construían para los Autos y otras festividades del Corpus Christi.
El caso era que a las monjas del tal monasterio de sor Catalina las resultaba un gran tormento el cantar las horas canónicas, y hasta se las había dispensado un largo tiempo de hacerlo, porque, apenas entonaban una antífona o comenzaban el recitativo de un salmo, se oía en el coro una risa espantosa, demoníaca, que helaba la sangre, y, alejándose, dejaba un eco que producía escalofríos, para, a seguido, volver. Y ello se producía a veces con frecuencia, y a veces de tarde en tarde; y esto tanto si asistían como si no asistían incluso el obispo o un delegado suyo, o Familiares de la Inquisición misma. No se había encontrado explicación natural, y ya se había decidido cerrar el monasterio y trasladar las monjas a otros, cuando sor Catalina, un día en que comenzó a oírse, una vez más, la horrible risotada, alzó su voz entonando una salve de un músico italiano llamado Monteverdi, y aquella espantable risotada calló, y, desde entonces, nunca más volvió a oírse, lo que se tuvo a milagro de la propia Virgen María por intercesión de sor Catalina, y de aquí tomó fama de taumaturga.
—¿Y entonces? —preguntó el Presidente.
—¡Ah, el maravilloso Monteverdi! —comentó el Doctor San Martín—. Los demonios huyen y los ángeles se arrodillan. Los mismos prostíbulos cerraban cuando se cantaban las Vísperas de Nuestra Señora que él compuso.
—¿Está diciendo Su Señoría que ese músico es más poderoso que los exorcismos? —preguntó el Presidente.
—¿Está insinuando Su Señoría que el diablo, demonio o duende, u otro ente sobrenatural que fuera, se reía porque las monjas cantaban muy mal en el coro, y no podía contener la risa? Ángel sería entonces y no demonio —dijo el Licenciado Vega.
Estaba cayendo la tarde, que era calurosa, pero, aunque se había regado la estancia y entornado las ventanas, ahora el frescor de ésta se había hecho menor, y Sus Señorías llamaron a un criado para que les trajese un sorbete de nieve. Abrieron tímidamente una de las ventanas que daba a la huerta de la Casa, y entonces se oyó el repiqueteo de la lengüeta de la noria, donde el hortelano regaba, y también intensamente el chillido de los vencejos. El cielo estaba límpido, y el sol, rojo y dorado, caía a lo lejos, y comentaron todos que con buena gana saldrían de paseo, o por lo menos bajarían a la huerta; pero el Presidente insistió en que aquel expediente de la monja debía ser resuelto aquella tarde.
Se consumieron los sorbetes, se retiró el servicio, y volvieron a los papeles.
—¿Y si se tratase del propio arzobispo italiano enterrado en el monasterio, que tanto hizo por la música sacra como por la virtud de los clérigos, el que reía en su tumba del modo en que cantaban las monjas? —preguntó el Doctor San Martín.
La dificultad estaba en que esta Casa del Santo Oficio de la Inquisición no podía decir cosas así, pero no iban a negar Sus Señorías que los muertos hablan y obran para socorrer o advertir a los vivos, como en el caso del ministro del Santo Oficio mismo que les había contado el Doctor San Martín. ¿O no?
Y todos callaron. Pero el Presidente hizo observar, en cualquier caso, que había que prohibir hablar de estas cosas, y hacer una advertencia a sor Catalina y a las otras monjas de que habían sido visionarias e ilusas.
Pero añadió, dirigiéndose al Doctor San Martín:
—De no haber sido por el sorbete, yo hubiera votado castigo.
Luego hizo un silencio, y ya se levantaron todos, y salieron de la Casa. Pero, antes de separarse, como el Doctor San Martín no iba en la misma dirección, sino que él todavía daría un paseo mientras caía la noche, el Presidente le rogó que esperase un momento, y le preguntó en voz baja:
—¿Y quién es ese Monteverdi, Señoría? Me parece que ya estoy en Nápoles oyéndole.
—Ni se lo imagina, Doctor Labajo. No hay visionario ni iluso que pueda imaginárselo si no lo ha oído.

II. El paseo

—¿Y qué le parece a Vuestra Señoría lo ocurrido en la Francia que acaba de decirme? —preguntó el Corregidor del pueblo a su Señoría, el señor Inquisidor González de la Rúa.
—¿Y qué quiere Vuestra Merced que me parezca, Quiñones? Ya levantó la llama, y todo lo consume. Ya se lo he dicho, señor Corregidor: es una hoguera.
—¡Ya, ya, ya! Pero ¿qué se hace entonces? Cuando hay llama de incendio, se echa jarro de agua, Licenciado.
—¡Ya, ya, ya! Esto se dice pronto, Corregidor. Pero.
Iban los dos andando por un caminito hacia el Pinarillo, que era su paseo diario en el tiempo que el señor Inquisidor pasaba en el pueblo todos los veranos; pero aquellas noticias que el Inquisidor había recibido, y comunicado luego a medias palabras al Corregidor, en cuanto se habían saludado aquella tarde, hacían que ahora, de repente, todo fuera distinto. Hasta la luz estival de agosto misma, ya tan matizada y dulce. Salían siempre de paseo con el sol ya muy caído hasta el Pinarillo por aquel camino que iba entre huertas, patatares y algunas eses de maizal, que a esa hora se regaban, y la tierra comenzaba a exhalar una gran frescura. Se oía el entrechocar de los cangilones o arcaduces, y el ruido del agua que caía en la alberca o estanque, y también el chirriar de los altos cigüeñales y el agua que se derramaba de la herrada al ser volcada, y luego alguna canción, vocerío, algún grito o maldiciones del hortelano contra la pereza del asno que arrastraba la noria; ladridos de perros, y algunas veces los gritos de las aves que ya regresaban a sus nidos, como el del alcaraván que invitaba a recogerse. E iban también saludando a aquellos hortelanos y regantes, a unos de viva voz, y a otros, si estaban más lejos, con la mano.
En realidad no podían comenzar conversación trabada alguna entre ellos hasta que estuviesen ya fuera y más allá de ese terreno de las huertas, e incluso cuando ya la habían comenzado a la puerta de la casa misma del señor Inquisidor, que era el lugar de donde partían, esa conversación tenía que quedarse en las briznas de su inicio, como había ocurrido esta tarde, con ser tan necesaria y tan urgente, a causa de las noticias que por un propio al señor Inquisidor habían llegado.
Sólo cuando ya habían dejado atrás ese territorio de las huertas podían hablar realmente. O más bien cuando llegaban arriba, a lo alto de la costanilla. Su Señoría miraba entonces invariablemente hacia atrás, poniéndose la mano sobre los ojos para hacerse una visera con ella, y decía:
—Parece talmente un dibujo pintado de un Libro de Horas esta vista.
Sonreía, asentía el señor Corregidor, y ya comenzaban enseguida a bajar por la veredilla que llevaba al Pinarillo, y el señor Inquisidor contaba que, muchas veces también él, durante aquellas largas sesiones en la Casa de Valladolid, tanto si estaba sentado en el tribunal, o escuchando o leyendo las calificaciones, y, sobre todo, cuando se redactaban las sentencias, muchas pero que muchas veces, él se acordaba de este paisaje de las huertas de su pueblo en el verano. Y que, cuando alguno de los acusados era hombre o mujer de campo u hortelanos, no se quedaba él con ganas de decirles en mitad del interrogatorio:
—¡Hombre, hombre, señor hortelano! ¿Y cómo es que, andando entre tan hermosas y dulces criaturas como los garbanzos, los guisantes, los tomates o los judigüelos se ha metido en estas cavilaciones?
No lo entendía muy bien Su Señoría porque esos hombres y mujeres eran fuertes, colorados de rostro, de pausados y tranquilos ademanes, mientras que los heréticos siempre parecían gente hética y tristona, y, si de letras, gente seca de aquella en la que nunca el dulce Virgilio o Petrarca o Garcilaso habían puesto jugo en su cuerpo ni en su alma.
Pero, llegados hoy a lo alto de la costanilla sin haber abierto la boca ni Su Señoría ni el señor Corregidor para decir otra cosa que aquellas palabras del inicio del paseo, Su Señoría se puso, como siempre, la mano sobre los ojos para protegerse del sol, y lo que hoy dijo fue:
—¿Ve Vuestra Merced el reloj de la torre de la iglesia?
—Sí, sí —contestó el Corregidor.
—Pues ellos han abatido los relojes en todas partes, allí en la Revolución.
—Han matado muchas personas, Señoría. ¿Y qué importarían entonces los relojes?
Su Señoría calló, y echó a andar por el sendero que bajaba hasta el valle en dirección al Pinarillo. El Corregidor le seguía en silencio, y en silencio llegaron hasta el bosquecillo de pinos que era un pequeño grupo de ellos, pero muy tupido. Por el invierno y los más días de la primavera y del otoño, el Pinarillo era un abrigaño, y en verano era un horno templado, aunque, apenas bajaba el sol un poco, se llenaba de frescor; y a esa hora de todos modos, tanto en verano como en las demás estaciones del año, los últimos rayos de sol enrojecían los troncos de los pinos, y el Pinarillo parecía un montón de ascuas, cuando se le veía según iban descendiendo.
—Y aquí también se levantará ya la llama y todo lo consumirá. Y serán destruidos los relojes, y se acabará el tiempo —dijo el señor Inquisidor.
El señor Corregidor tampoco contestó, y, en vez de sentarse allí cabe los pinos un buen rato, como todos los días hacían, ahora no lo hicieron y tornaron al pueblo muy deprisa y también en silencio, mirándose simplemente de vez en cuando. Y solamente al llegar a la zona de las huertas dijo Su Señoría:
—Y, si no fuera tan horrendo pecado, yo me arrojaría a uno de estos pozos para no ver el triunfo de los relojes muertos. Porque ellos triunfarán, Corregidor. Está escrito.
—Pero no en España —contestó enérgicamente el señor Corregidor—. Todavía hay espadas.
—Triunfarán en España y en todas partes, señor Corregidor. Son los dueños del tiempo y por eso destrozan los relojes. Ellos serán el reloj y la medida.
El señor Corregidor empalideció, y trató de decir algo, pero sólo acertaba a balbucir y se calló. Luego ya llegaron a casa del señor Inquisidor y el ama de llaves de éste les tenía preparado un chocolate con picatostes, y azucarillos con agua casi helada, como otros días. Pero hoy estaban muy desganados, y ni siquiera encontraron palabras para alabar el servicio y aquella vajilla tan fina que sólo se ponía en los días de fiesta. Y sólo al cabo de un buen rato que llevaban allí sentados, preguntó el señor Inquisidor:
—¿Sabe Vuestra Merced, señor Corregidor, lo que es dar libertad a los hombres?
Y, como el Corregido...

Índice

  1. Preliminar
  2. Los útiles de jardín
  3. Confidencia
  4. La piel de los tomates
  5. El día del Juicio
  6. Al regreso
  7. El viajero
  8. La amenaza del estratego
  9. Estirpes
  10. La educación sentimental
  11. La compasión
  12. La despreciada
  13. La casa
  14. Cinco pliegos lacrados
  15. La guerra de los grillos
  16. La farsa
  17. El traspaso
  18. El homenaje
  19. Revivir los clásicos
  20. La lavandería
  21. La nariz griega
  22. El artista
  23. La rifa
  24. La salvación
  25. La traición
  26. El hallazgo
  27. Un fin de semana largo
  28. Una taza de té