La Guerra de la Independencia: un conflicto decisivo (1808-1814)
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La Guerra de la Independencia: un conflicto decisivo (1808-1814)

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La Guerra de la Independencia: un conflicto decisivo (1808-1814)

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En vísperas del bicentenario de la Guerra de la Independencia, una de las plumas más acreditadas del contemporaneísmo español reconstruye, sólida y agudamente, los principales aspectos de aquel decisivo conflicto, verdadero pórtico de la sociedad actual. Manejando bibliografía clásica y reciente, con objetividad y espíritu crítico, se analizan los acontecimientos bélicos y políticos que determinaron el rumbo de la contienda y, con él, la construcción de la España moderna. El papel de la guerrilla y la capitanía de Wellington, pero también el surgimiento del patriotismo y la cultura constitucionales o el determinante protagonismo de la Iglesia, resultan estudiados desde un ángulo en buena parte original y siempre sugestivo por el historiador de más amplia y dilatada obra entre los de su generación. Una síntesis equilibrada y completa, llamada a ser obra de referencia sobre un periodo crucial en la andadura del pueblo español.

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Información

Año
2011
ISBN
9788499206202
Edición
1
Categoría
Historia

Capítulo V
LAS CORTES DE CÁDIZ

Al entrar en la parroquia de San Pedro de la Isla de León para oír la misa de apertura del Congreso, celebrada por el cardenal de Borbón, una porción significativa de los 95 diputados —42 titulares y 53 suplentes— que acudieron a ella comprendió que había llegado la hora de la verdad respecto a sus ideas y deseos sobre el futuro del país1. Para los que muy pronto iban a ser llamados o llamarse «liberales» —minoría prestigiosa—, una mirada al inmediato pasado les mostraba cómo, uno tras otro, habían ido cayendo los muros que impidieran, durante cerca de dos años, recorrer el camino que conducía al punto en que se encontraban, en orden a iniciar la realización de su bien elaborado proyecto sobre el nuevo y revolucionario modelo de convivencia que debía regir en la España surgida un día del fin de la ocupación francesa. De su lado, los que no tardarían en ser conocidos como reaccionarios o «serviles» —mayoría entonces no muy colmada— eran conscientes de que, a la vista de lo ocurrido en tiempos de la Junta Central y del Consejo de Regencia que la sustituyese, la batalla por el triunfo de su pensamiento sería dura. Finalmente, los diputados que no militaban decididamente en pro de ninguna de las dos opciones —su frontera no fue durante un tiempo rígida, sino móvil y fluida en los primeros meses del Congreso— advertían también, por su parte, el aura del momento que vivían y el carácter absolutamente novedoso de los acontecimientos que se avecinaban2.
Pues, efectivamente, los valores convenidos durante el transcurso del proceso de convocatoria de Cortes, el acuerdo de mínimos sobre su necesidad, sin precisar demasiado programa y reglamento, no tardó en desaparecer. El dosificado equívoco que los dos sectores más militantes mantuvieran acerca de la finalidad última de la futura Asamblea —un genérico reformismo que cada uno decantaría conforme discurrieran las sesiones—, dejó al poco tiempo paso a una clarificación de las respectivas posturas. Hasta entonces, a lo largo de la tramitación de la «convocación» de Cortes, aunque ninguno de los sectores enfrentados acerca de su naturaleza y objetivos albergaba la menor duda de las posiciones del adversario, unos y otros fingieron creer, por motivos contrapuestos, que, en el marco de la venerable institución, se pondría término a las inquietudes que desazonaban a los españoles «patriotas», dándoles los instrumentos necesarios para asegurar un sólido e integrador futuro. En realidad, sin embargo, liberales y reaccionarios pensaban que las Cortes serían el escenario en que se dirimiesen, en una lucha sin cuartel y por vez primera en la historia plurisecular de dicha Asamblea, dos nociones de España, de su pasado y, sobre todo, de su porvenir. Los adictos a una de ellas, instalados en lo que semejaba ser todavía sus firmes posiciones en la España del primer bienio de la guerra, querían imaginar que la relación de fuerzas —en un esquema conservador de la política— les seguiría siendo favorable en el Congreso gaditano, aunque no faltaban en sus filas los que, como el muy popular obispo Pedro Quevedo y Quintano, no albergaban igual confianza. A su vez, sintiéndose impulsados por la corriente de la historia, los inclinados a no dejar desaprovechar la oportunidad facilitada por el conflicto bélico, en orden a construir de nueva planta el edificio de la futura convivencia nacional, no dudaban de su capacidad para afrontar el envite, en un tiempo —otoño de 1810: pleamar napoleónica en Europa; fastigio josefino en España— y en un lugar —el excéntrico Cádiz— que semejaban empero descubrirse particularmente adversos a su apuesta.
No por ello, claro es, el tertium gaudens en esta partida, el gran número de diputados anónimos en su mayor parte para la gran historia y no vinculados, en un principio, ni a innovadores ni a conservadores —según una terminología con cierta vigencia en la historiografía de ha medio siglo, hoy caída en desuso en beneficio de los vocablos más tradicionales, pero también más inmatizados—, dejaba de presentar sus credenciales para participar en dicha confrontación, con talante siempre conciliador, ajeno a clanes y fratrías. De ellos, en efecto, dependería muchas veces el resultado final de las votaciones, siendo cortejados, consiguientemente, por unos y otros. Inexplicablemente para los llamados con posterioridad realistas, dado su talante prevalentemente conservador, se inclinarían de sólito por las mociones progresistas, por motivos en los que entraron diversos factores. Revelarlos documentalmente —si ello resulta posible (que es probable que lo sea)— constituye uno de los grandes retos de la investigación futura. Mientras tanto, apuntar a la capacidad suasoria —una facultad, a su vez, en la que entrarían muchos elementos: vigor expositivo, conciliábulos secretos, intensa actividad en pasillos, cafés, tertulias, periódicos y ¿logias?, etc.— y a la fuerza del ambiente frente a la grisácea atmósfera del mundo absolutista —sacristías, rancias mansiones, ¿salas de banderas?...— como algunas de la causas que influyeron altamente en el triunfo de los liberales, no nos distanciará mucho de la realidad. Ésta, sin duda, como quiere un ancho círculo de conspicuos especialistas, se distinguió singularmente por su labilidad y apertura, con frecuentes situaciones paradójicas —votos inesperados, actitudes contradictorias, cambio de opciones y mentalidad— que invalidan a radice todo anacronismo de analizar el quehacer de los grupos y diputados a la luz de formaciones y disciplina de los actuales partidos políticos.
Gran o buena parte del sentido y comprensión de las Cortes ha de hacerse en clave cronológica, determinando la marcha del proceso transformador, según predominase el planteamiento reformista o el revolucionario, la toma de actitudes de las fluidas mayorías del Congreso y la posición de los diputados. La absoluta evidencia de ello no es óbice, sin embargo, para recordar que, si el clima general de consenso y esperanza de los comienzos de las Cortes —con las restricciones y salvedades antedichas— se mudó en el de crispación y desaliento en la mayoría de los diputados al término de su mandato, el fenómeno se debió al triunfo sin magnanimidad de una minoría que defraudó las expectativas de la obra integradora y del proyecto de futuro verdaderamente nacional albergadas por la masa anónima de los congresistas, que posibilitaron el triunfo de una de las dos minorías militantes, desde el primer momento, en el seno de la Asamblea.
En vísperas de la botadura de las Cortes la postura de los innovadores recibiría ya un significativo respaldo que haría caer las máscaras mantenidas durante dos años. Seis «de los más notables diputados», seleccionados por la misma Regencia para formar la Comisión de Poderes, rechazaron, el 21 de setiembre, su encargo de elaborar el reglamento de las inminentes sesiones del «Augusto Congreso de las Cortes», argumentando «la esencialísima diferencia de las Cortes pasadas y las presentes, aquéllas limitadas a la esfera de un Congreso Nacional del Soberano y éstas elevadas a las de un Soberano Congreso, cuyo nombre es el que legítimamente les corresponde más bien que el equívoco de Cortes»3. Bien explícito el significado de tal opinión —expuesta, por contera, por diputados no alineados en su mayoría en el bando liberal, pero ganados ya por un irresistible ambiente—, quedaría remachado en pocas horas en el acto inaugural de la Asamblea.
Preparada sin duda a conciencia por los liberales durante el verano a la espera de la decisión final de la Regencia, la puesta en escena de las Cortes Generales y Extraordinarias de la Nación Española no dejó nada que desear en punto a entusiasmo y calor populares. Vítores, lágrimas, aplausos y risas se alternaron en la multitud que desde Cádiz se trasladó, en la luminosa alborada del 24 de setiembre de 1810, a la Isla de León para testimoniar su compromiso con la obra genesíaca que los hombres que más habían trabajado para hacer posible la reunión de Cortes, aspiraban a acometer en su transcurso. Pues, pese a que aquélla era todavía una hora de concordia y plenitud del sentimiento nacional, los hombres y mujeres gaditanos arremolinados en torno a la Iglesia Mayor de San Pedro y al viejo Teatro Cómico manifestaban claramente su simpatía por las corrientes aperturistas, intuyendo su valor de plántula para la España nueva que, en el elán místico que parecía sacudir a actores y coro de la función representada en dicha mañana andaluza, cobraría vida al final de sus trabajos y días.
Galdós, siempre Galdós, el mejor historiador de los españoles de a pie del siglo que ahora mecía su cuna en la trimilenaria Cádiz, describió con acento tremante la escena: «¡A las Cortes, a las Cortes!». Parecía aquello preliminar de función de toros. Las clases todas de la sociedad concurrían a la fiesta, y los antiguos baúles de la casa del rico y del pobre habíanse quedado casi vacíos. Vestía el poderoso comerciante su mejor palio; la elegante dama su mejor seda, y los muchachos artesanos, lo mismo que los hombres del pueblo, ataviados con sus pintorescos trajes, salpicaban de vivos colores la masa de la multitud. Movíanse en el aire los abanicos, reflejando en mil rápidos matices la luz del sol, y los millones de lentejuelas irradiaban sus esplendores sobre el negro terciopelo. En los rostros había tanta alegría que la muchedumbre toda era una sonrisa, y no hacía falta que unos a otros se preguntasen adonde iban, porque un zumbido perenne decía sin cesar: «¡A las Cortes, a las Cortes!».
Las calesas partían a cada instante. Los pobres iban a pie, con sus meriendas a la espalda y la guitarra pendiente del hombro, Los chicos de las plazuelas de la Caleta y la Viña no querían que la ceremonia estuviese privada del honor de su asistencia, y, arreglándose sus andrajos, emprendían con sus palitos al hombro el camino de la Isla, dándose aire de un ejército en marcha, y entre sus chillidos y bufidos y algazara se distinguía claramente el grito general «¡A las Cortes, a las Cortes!».
Tronaban los cañones de los navíos fondeados en la bahía; y entre el blanco humo, las mil banderas semejaban fantásticas bandadas de pájaros de colores arremolinándose en torno a los mástiles. Los militares y marinos en tierra ostentaban plumachos en sus sombreros, cintas y veneras en sus pechos, orgullo y júbilo en los semblantes. Abrazábanse paisanos y militares, congratulándose de aquel día, que todos creían el primero de nuestro bienestar. Los hombres graves, los escritores y periodistas, rebosaban satisfacción, dando y admitiendo plácemes por la aparición de aquella gran aurora, de aquella luz nueva, de aquella felicidad desconocida que todos nombraban con el grito placentero de «¡Las Cortes, las Cortes!»4.
Por si después de tales sucesos quedaba duda acerca del significado de las Cortes para la ardida minoría que logró materializar los anhelos de una considerable porción de las elites dirigentes, el primer discurso —tras el muy corto de salutación del presidente de la Regencia, Mons. Quevedo y Quintano— pronunciado en su andadura, a cargo del sacerdote extremeño Diego Muñoz Torrero, antiguo rector de la Universidad salmantina, lo definiría con patencia. Soberanía nacional, monarquía representativa, igualdad civil, libertades políticas. El guión del Estado liberal quedaba ya expuesto para que sus correligionarios y él mismo lo desarrollaran con prisa y sin pausa. En el mismo acto inaugural de las Cortes, con nítida percepción por liberales y absolutistas y atonía completa del más de medio centenar de diputados que bascularían durante meses entre unos y otros de los sectores indicados, el telón sobre la vieja España había caído definitivamente. Con todo, el parto de la nueva sería largo. Pero al identificarse con ella las generaciones más dinámicas y alertadas, nadie podría ya dudar de su victoria.
Si en el tracto final del proceso que conduciría la política española a Cádiz la iniciativa correspondió en ancha medida al equipo innovador, desde el discurso de Muñoz Torrero quedó usufructuada en exclusiva por sus correligionarios, que nunca dejarían de reconocerlo como uno de sus jefes de filas. A renglón seguido de su intervención, otro diputado por Extremadura —Manuel Mateo Luján Ruiz (1763-1813), condiscípulo y amigo íntimo de aquél— dio lectura, con el fin de su posterior juramento por todos los miembros de la Asamblea, de «una minuta de decreto» en el que se desarrollaba el parlamento de Muñoz Torrero, donde las Cortes se configuraban como encarnación y depositaria exclusiva de la soberanía del pueblo español a través de los diputados, sus legítimos representantes. En su texto se afirmaba terminantemente la soberanía nacional y se anulaba de modo no menos categórico la renuncia de Fernando VII al trono hecha a favor de Napoleón, por no haber tenido justamente «el consentimiento de la Nación», al tiempo que volvía reconocérsele como soberano y se establecía la separación de poderes.
En una jornada cargada de acontecimientos resonantes, los diputados juraron el contenido del decreto, para hacerlo a continuación los regentes, salvo su presidente, ausente por razones de «su avanzada edad», que acabaría, sin embargo, al cabo de una renitencia coriácea de cerca de un semestre, por jurarlo, doblegándose así el símbolo de la oposición más intransigente al poder omnímodo de las Cortes. Pues, con palmaria nitidez, no obstante la formal división de poderes, el legislativo dirigió y tuteló desde el primer momento a los restantes, como lo patentizaría el displicente trato que diera a los integrantes del ejecutivo, que, presentada su renuncia a raíz de la constitución de la Asamblea, quedaron interinamente en sus puestos hasta la designación de sus sucesores, semanas más tarde, tras nuevas renuncias y protestas de ciertos de sus miembros por el desairado papel en que los situaban los desplantes de aquélla5.
Revestidas de una solemnidad y boato censurados por algunos de sus críticos, pero muy justificados por la autoridad que aspiraban representar y las funciones que deseaban ejercer, las Cortes se aprestaron al día siguiente de su inauguración a desarrollar un ímprobo trabajo para el país que, desde diversas ópticas, sus componentes deseaban construir bajo el común y vagoroso rótulo de unas «reformas», suficientes para lograr la cohesión y unidad de la labor legisladora de la Cámara, pero que, al propio tiempo, admitían toda suerte de contenidos y metas. Entretanto se elaboraban y ponían a punto los instrumentos necesarios para la tarea —sobre todo, un Reglamento (27 de noviembre) y un Diario de Sesiones, éste un poco más tarde: el 16 de diciembre—, transcurriría más de un mes antes de que acometieran el debate de una de sus más importantes medidas, umbral indispensable para su programa de reformas6.
Durante este tiempo, en el que algunos alineamientos entre los diputados iniciaron a perfilarse con cierta claridad, el sector liberal, el más activo y concienciado, vio reforzadas sus posiciones con el apoyo de los representantes americanos, que aunque no fuera ni granítico ni permanente se decantarían a favor de sus tesis en los momentos cruciales7. El pacto —tácito y de gran libertad de movimientos, se insistirá— comenzó a bosquejarse en el primer gran asunto afrontado por la Cámara a propósito, justamente, de la representación en ella del continente americano, magno y recurrente problema a lo largo de toda la trayectoria de las Cortes de Cádiz, como lo fuera, en realidad, en la de la Junta Central, según se vió. Bien que la cuestión no tuviera definitiva solución hasta meses más tarde, al admitirse idéntica representación parlamentaria a los territorios ultramarinos que a los de la antigua metrópoli, el decreto de 15 de octubre sancionaba de manera rotunda la igualdad y libertad de sus habitantes, en todo jurídica y políticamente semejantes a los de la Península8.
La solicitud de los diputados americanos —25 de setiembre— para aumentar su número en la Cámara de acuerdo con el criterio poblacional no considerado por la Central ni por el primer Consejo de Regencia, fue casi simultánea a la petición —el día 27— en pro del reconocimiento de la libertad de prensa, hecha precisamente por un diputado americano llamado a adquirir muy pronta nombradía en el Cádiz de las Cortes, del que fuera uno de sus personajes más famosos e influyentes, el ecuatoriano José Mexía Lequerica (1769-1813), en quien los liberales encontraron su aliado más eficaz como líder del compactado grupo ultramarino. Así se descubrió ya con la primera gran prueba de fuego para éstos: la implantación de la mencionada libertad de imprenta.
Vigente ya en la realidad social, por encima de vacíos y cortapisas de las Juntas, de la Junta Central y la primera Regencia, constituía una medida popular al par que indispensable para el asentamiento de una sociedad democrática. Es lástima que salvo la escueta referencia de las Actas nos encontremos privados de los argumentos explanados por sus defensores —que fueron, de hecho, casi todos los oradores partícipes en la deliberación— así como por sus críticos, pocos y matizados, en general. Con tino a la vez que olfato, el círculo de los progresistas porticó la obra de las Cortes con una iniciativa suscitadora de aplauso generalizado tanto en el interior como en el exterior de la Cámara, del que su programa sería el principal e inmediato beneficiario, ofreciendo una imagen de consenso entre los diputados también provechosa para graduar la consecución de sus objetivos, sin provocar alarmas antes de que su núcleo tomase estado parlamentario. Tres siglos más tarde de que se promulgase la censura previa de la Corona para toda clase de escritos —1502—, se decretaba —10 de noviembre—, con alborozo de la Cámara y del enfervorizado público asistente a sus sesiones públicas, el régimen de libertad de prensa sometido al control de unas Juntas de Censura de asendereada existencia9.
Alentados con el éxito de esta medida y con la constitución —27 de octubre— de una segunda Regencia, acto que sirviera para ratificar el poder absoluto de la Cámara al procesar al marqués de Palacios —inicialmente uno de los tres miembros del ejecutivo con los también militares Joaquín Blake y Gabriel Císcar— por desacato a su autoridad, cuando añadiera al jurame...

Índice

  1. Cover
  2. Titel
  3. Impressum
  4. ÍNDICE
  5. Advertencia a la segunda edición
  6. Prólogo
  7. Preliminares
  8. Capítulo I: EL COMIENZO DE LA CRISIS
  9. Capítulo II: LA GUERRA: SU CONDUCCIÓN Y ACTORES
  10. Capítulo III: LA EVOLUCIÓN BÉLICA
  11. Capítulo IV: DE LAS JUNTAS A LAS CORTES
  12. Capítulo V: LAS CORTES DE CÁDIZ
  13. Capítulo VI: LA ESPAÑA JOSEFINA
  14. Capítulo VII: LA VIDA CUOTIDIANA EN UNA ESPAÑA DESGARRADA
  15. Capítulo VIII: EL RETORNO DEL REY
  16. Epílogo