Capítulo V
DERRIDA Y LA DESCONSTRUCCIÓN DE LA METAFÍSICA
El proyecto más radical de una desconstrucción de la metafísica ha sido, en el siglo XX, el de Jacques Derrida. La existencia de la desconstrucción y los procedimientos que, en su caso, la permiten son tomados en consideración desde las primeras páginas de la Grammatologie (1967). Derrida reconoce tener un precursor, Heidegger, si bien le reprocha no haber culminado el intento. Poco después, en «Ousia et Gramme» (1968), nombrará también de forma interrogativa a Plotino y los neoplatónicos. Volverá más tarde a señalar lo próximo que su proyecto está del de los neoplatónicos, así como la distancia que los separa, pero, si nos atenemos a las apariencias, insistiendo cada vez más en su proximidad.
Ahora bien, ¿por qué desconstruir la metafísica? ¿Por qué esta insistencia, este fanatismo al menos aparente de la desconstrucción, a pesar de las dificultades y de la vanidad aparentes del empeño?
Nos tienta responder que en ello nos las habemos nada menos que con la verdad. Sin duda, esto es lo que Gilson habría respondido si se le hubiese preguntado por qué presenta como historia de un error el largo proceso de esencialización de la existencia, siendo la contra-prueba de esto la verdad que le reconoce a la teoría tomista del acto de ser, cima de la especulación metafísica acerca del ser. Con toda seguridad, Derrida habría rechazado este motivo y este criterio: no es posible repudiar la metafísica como falsa por la sencilla razón de que la verdad es, ella misma, una noción metafísica, de modo tal que toda metafísica es verdadera según su propio criterio y no hay ninguna instancia superior a la metafísica, «la más alta de las ciencias», para juzgar acerca de la validez de ese criterio.
Cierto es que cabría, de manera más o menos hipotética, intentar aplicar a la metafísica una de las definiciones metafísicas de la verdad: adecuación con la cosa o acuerdo del pensamiento consigo mismo. Pero aquí no hay adecuación ni inadecuación con un objeto exterior que pudiera ofrecerse a una experiencia. El discurso metafísico carece de un referente en comparación con el cual pudiera medirse su verdad o su falsedad. En cuanto al criterio de la coherencia (la verdad es el acuerdo del pensamiento consigo mismo), se aplica tan bien a la metafísica que, medida con este criterio, el riesgo es que toda metafísica aparecerá como verdadera, si es que, desde su inicio parmenídeo hasta su acabamiento hegeliano, la metafísica es, en su fondo, identificación de ser y pensamiento.
A falta de poder verificar la metafísica o de invalidarla como falsa, cabría juzgarla según su operatividad o su utilidad para el hombre. Este motivo pudo desempeñar algún papel en la desconstrucción heideggeriana de la metafísica. Vivimos hoy los efectos negativos y destructivos de la metafísica de la subjetividad, heredera ella misma de la metafísica griega: la metafísica es la responsable de que el ser haya quedado reducido al ente, la entidad a representabilidad, y la representabilidad a calculabilidad y a su corolario, la disponibilidad técnica. Hoy padecemos en nuestras carnes, a través del dominio planetario de los modos de pensamiento científico-técnicos, el olvido del ser y sus consecuencias: la pérdida del sentido de la naturaleza, la destrucción de nuestro entorno vital, de nuestro Lebenswelt, y finalmente la deshumanización del hombre en nosotros. Son todas ellas razones suficientes como para cuestionar nuestra modernidad y desconstruir la subestructura metafísica que la gobierna. Puede que este tema no haya sido la motivación dominante en Heidegger, quien pretende no querer juzgar, sino comprender. Pero sí que está claro que lo que parece ser una crítica del dominio mundial de la técnica ha hecho que, en gran medida, resulte popular la desconstrucción de la metafísica ofreciéndole un anclaje y unas consecuencias concretas.
No hay nada así en Derrida. El punto de partida de la Grammatologie resulta ser un análisis de ciertos aspectos de la modernidad, pero este análisis no es en modo alguno crítico. Nuestro tiempo, según Derrida, está marcado por un acontecimiento que puede parecer minúsculo o, en todo caso, parcial: la escritura se ha liberado de la tutela del logocentrismo, el cual es al mismo tiempo un fonocentrismo. En primer lugar, se trata de un acontecimiento teórico: la aparición y el desarrollo de la lingüística estructural. Ésta hace abstracción del sujeto hablante, del habla, para considerar el funcionamiento de la lengua: la lengua es un sistema de signos arbitrarios, que no remiten a un significado extra-lingüístico que asegure su estabilidad y su pertinencia, sino que se remiten unos a otros mediante un conjunto de relaciones recíprocas fundadas en la oposición y la diferencia: «En la lengua no hay más que diferencias. Más aun: una diferencia supone, en general, unos términos positivos entre los cuales ella se establece; pero en la lengua no hay más que diferencias sin términos positivos.»
Esta estructura en red no necesita de ninguna presencia: ni de la presencia de un significado distinto a un significante ni de la presencia a sí de un sujeto que insufle un querer decir y, con ello, una dirección, un telos, al juego de los significantes. Si la palabra pronunciada e intercambiada requiere de la presencia de un sujeto, en cambio la escritura funciona como un sistema de signos que remiten unos a otros y cuyo remitirse recíproco constituye un texto. El texto se caracteriza por la ausencia de un centro, que vendría a ser el significado último; el significado del significante es otro significante, y estos deslizamientos laterales van hasta el infinito, son la textura misma del texto.
En la sustitución de la palabra viva, comunicada e intercambiada, por textos en red que sólo comunican entre ellos (pensamos evidentemente en «Internet», cuyo despliegue fulgurante previó ya en 1967), Derrida reconoció una época en la historia del mundo: «Es el momento en el que el lenguaje se apodera del campo universal de los problemas. Es el momento en el que, como consecuencia de la ausencia de un centro o de un origen, todo se convierte en discurso…, es decir, en un sistema en el que el significado central nunca es un significado absoluto, original y trascendental, nunca está presente fuera de un sistema de diferencias. La ausencia de un significado trascendental ensancha el campo y el juego de los significados hasta el infinito».
Esta situación epocal es la del final del libro, es decir, el final de un modo de escritura en el que la estructuralidad del texto aún era reapropiada e instrumentalizada por la presencia de una subjetividad, de un autor. No cabe poner en duda que esta descripción, más allá de su basamento lingüístico, tiene una cierta verdad sociológica: el final del sujeto hoy puede ser ilustrado con el tratamiento maquinal de la información y la constitución de redes, hasta de inter-redes («internets»), en las que cada información sólo significa por su referencia a la totalidad de las demás; la comunicación entre personas, la palabra viva e intercambiada, se esfuma ante la producción y la consulta de textos, de intertextos, de teletextos, de videotextos, los cuales crean a su vez contextos, suscitan incluso meta-textos, etc.
Heidegger, quien, con el nombre de «cibernética», alguna vez alude a este fenómeno en Unterwegs zur Sprache (1959), había detectado en ello una manifestación del declinar de la metafísica. Derrida también, pero, a diferencia de Heidegger, describe este fenómeno con una suerte de júbilo, en la medida en la que el reino de la textualización revela, al mismo tiempo que el peligro (el esfumarse la presencia), la posibilidad misma de una liberación: liberarse de la presencia por el descentramiento del sujeto y el abandono de cualquier pretensión de fundamento. Es cierto que ya hay un vuelco de este tipo en Heidegger, quien ve en el acabamiento último de las posibilidades de la metafísica la revelación del «peligro» y, al mismo tiempo, de la «salvación» posible, lo que Derrida traduce en estos términos: «El porvenir no puede anticiparse más que en la forma del peligro absoluto». Sin embargo, Derrida muestra de manera más convincente que Heidegger cómo el desarrollo planetario de la técnica (en este caso, de las técnicas de escritura y de tratamiento de textos) revela la esencia oculta de la metafísica y constituye, en consecuencia, un primer paso hacia su superación.
Para Heidegger aún se seguía tratando, bajo el nombre de superación, de un proceso salvífico, aunque amargo. Para Derrida, de lo que se trata es de una liberación: en oposición a una «ciencia [antigua] de la e...