IGLESIA Y REVOLUCIÓN EN CUBA
Enrique Pérez Serantes (1883-1968),
el obispo que salvó a Fidel Castro
PRÓLOGO
Es de temer que la revolución, como Saturno, acabe devorando a sus propios hijos. Esta frase se atribuye a Pierre Vergniaud, destacado girondino católico al que Robespierre ordenó decapitar. En su día Vergniaud fue la esperanza de los revolucionarios moderados, pero su paseo hacia la guillotina le borró de la Historia de Francia.
Como todo levantamiento que se precie, la revolución cubana también ha eliminado a muchos de sus hijos. En algunos casos mediante ejecuciones, como al ministro Humberto Sorí Marín o, más recientemente, al general Arnaldo Ochoa; otras veces con el destierro o la cárcel. La lista es larga e incluye al presidente Manuel Urrutia, primeros ministros (José Miró Cardona) y comandantes (Huber Matos). A su manera, también Ernesto Guevara fue devorado por la revolución, en su caso con la conformidad de Fidel Castro, que no pudo o no quiso evitar la participación del guerrillero argentino en las misiones internacionalistas de África o América hasta su asesinato en Bolivia. Un héroe muerto es más útil que un rival vivo.
Junto a todos ellos, miles de exiliados, encarcelados o desaparecidos. Más o menos en la misma proporción que los revolucionarios fanáticos o los contrarrevolucionarios irreductibles, que tampoco dudaron en morir (y matar) por sus ideas. Al final, el peor enemigo de un cubano es otro cubano.
Otro modo de canibalismo revolucionario es la mentira. Lo explicó con mordaz exactitud George Orwell en su novela 1984, donde el Ministerio de la Verdad reescribía la Historia. En Cuba, como antes en la URSS o la Alemania nazi, muchas personalidades se han convertido en imposibles precursores del actual régimen o, por el contrario, han desaparecido de la memoria colectiva: de José Martí a Eddy Chibás, de Antonio Maceo a Frank País.
Esta tergiversación es especialmente grave si pensamos en la Historia, una disciplina acostumbrada a ser víctima de las dictaduras. También en Cuba, donde la revolución arrasó cualquier atisbo de disidencia. Castro lo confirmó en su famoso discurso de 1961 titulado Palabras a los intelectuales:
«Dentro de la Revolución, todo; contra la Revolución nada. Contra la Revolución nada, porque la Revolución tiene también sus derechos y el primer derecho de la Revolución es el derecho a existir [...] Creo que esto es bien claro. ¿Cuáles son los derechos de los intelectuales revolucionarios o no revolucionarios? Dentro de la Revolución: todo; contra la Revolución ningún derecho.»1
Este fue el motivo último que me embarcó en la investigación sobre Enrique Pérez Serantes, líder de la Iglesia católica cubana a mediados del siglo XX. Si la revolución tiene sus derechos, los cubanos también tienen los suyos. Por ejemplo, el derecho a disponer de otra versión de sus propios mitos (como el episodio del cuartel Moncada en 1953) o conocer a un gigante olvidado que merecía una estudio completo desde su nacimiento en España en 1883 hasta su muerte en Cuba en 1968.
Monseñor Pérez Serantes fue un hombre valiente y fiel. Fiel a Cuba y a su vocación, aunque si lo juzgamos por sus últimos años de vida su historia es la historia de un fracaso. Para algunos fue un sacerdote profético, para otros un político con sotana. Hay quienes prefieren recordarlo como el misionero que sin duda fue, mientras que ciertos sectores del exilio aún critican que en 1953 ayudara a Fidel Castro o que, una vez iniciada la revolución, diera un apoyo entusiasta al Movimiento 26 de Julio.
La huella de Pérez Serantes en la Iglesia católica cubana es profunda tanto por su acción pastoral como por el liderazgo indiscutible que ejerció en la violenta década de 1953 a 1964. En primer lugar, durante la dictadura de Fulgencio Batista y, más tarde, en el período revolucionario iniciado en 1956. Sin embargo, a partir de 1960 su figura adquiere relieves memorables por su apasionada y tenaz defensa de los derechos civiles de los cubanos frente al régimen, en especial de las libertades de educación, reunión y expresión.
Pese a sus innegables méritos, la inmensa mayoría de sus compatriotas ignoran quién es Enrique Pérez Serantes, incluso en la antigua provincia de Oriente, de la que fue arzobispo durante dos décadas. En 2004, durante las celebraciones del bicentenario de la archidiócesis, sus restos fueron sepultados en la catedral de Santiago de Cuba y sólo con ocasión de ese minoritario acto algunos cubanos descubrieron quién era.
Una aproximación ecuánime y ponderada a un personaje de semejante talla (humana, religiosa y, por qué no decirlo, política) siempre es difícil y no se agota con este libro. Al contrario, el presente trabajo habrá cumplido su objetivo si logra recuperar a Pérez Serantes para la historia de Cuba, lugar al que pertenece por derecho propio, errores incluidos.
El interés por esta poderosa figura se lo debo al arzobispo emérito de Santiago de Cuba, Pedro Meurice, sucesor y heredero del espíritu de Pérez Serantes, como demostró en sus históricas palabras durante el viaje de Juan Pablo II a Cuba en 1998. Gracias a Meurice he podido acceder a unas fuentes esenciales: los archivos de los arzobispados de Santiago y Camagüey, clausurados durante más de medio siglo y donde se custodia, entre miles de documentos, la correspondencia personal de este prelado. Ese es, sin duda, el principal valor de esta biografía.
Conocida esta investigación por el Prof. Eusebio Mujal-León, director del Cuba XXI Project de Georgetown University, fui invitado en 2009 a realizar una estancia postdoctoral en esa universidad. En el año largo que pasé en Washington confirmé que la erudición de Mujal-León sólo es superada por su bonhomía y gracias a él contacté con otros académicos con los que pude compatir los progresivos hallazgos de este trabajo. Por ejemplo, Jaime Suchlicki y Andy Gómez, del Institute for Cuban and Cuban-American Studies (ICCAS) de Miami University, o el profesor del Government Department de Georgetown, Fr. Matt Carnes, SJ.
También visité los National Archives, ubicados en el campus de la University of Maryland y referencia ineludible para conocer este período. Allí tuve el inestimable apoyo de Jeremy Bigwood, investigador curtido en revoluciones como la sandinista y profundo conocedor de esos gigantescos archivos. También trabajé en los fondos de The Library of Congress norteamericana, donde conté con la amable ayuda de Jennifer Brathovde, bibliotecaria de la División de Manuscritos.
Pese al inicial desencanto que supuso encontrar apenas un par de referencias sobre Pérez Serantes, un trabajo metódico y constante sacó a la luz una treintena de documentos, tanto del Departamento de Estado como de la CIA, referidos al arzobispo de Santiago de Cuba. En especial, las famosas pastorales de 1960 y 1961, que fueron incluso analizadas por los presidentes Eisenhower y Kennedy. Al tiempo, guiado por las investigaciones del historiador Manuel de Paz, pude acceder a los fondos del Archivo General de la Administración, en Alcalá de Henares (Madrid), donde se conserva la correspondencia diplomática española.
La mayor carencia de información procede de los archivos del Estado cubano que, pese a ser nominalmente públicos, cuentan con un sutil mecanismo de control si se quiere investigar sobre el período revolucionario. En tal caso se exige un visado académico, petición que es invariablemente denegada si el solicitante no pertenece a algún partido o institución comunista que garantice la sumisión del investigador a la versión oficial de la dictadura.
Por último, alguien puede pensar (y acierta quien así lo haga) que el Archivo Secreto Vaticano debe de conservar documentos de gran valor histórico relacionados con esta investigación. Sin embargo, los fondos del ASV que se han abierto recientemente para su consulta llegan hasta 1939, año de la muerte de Pío XI. Por ese motivo aún pasarán varias décadas hasta que se autorice el acceso a los papeles vaticanos sobre la Iglesia cubana durante los pontificados de Pío XII, Juan XXIII y Pablo VI.
En cualquier caso, los centenares de informes y cartas que pude consultar en Cuba, España y los EEUU han sido enriquecidos con decenas de entrevistas con personas que conocieron, vivieron o trabajaron con Enrique Pérez Serantes. En especial, las casi cuarenta horas de conversación con monseñor Meurice, que fue su secretario, pero también el tiempo que me dedicó el actual nuncio en los EEUU, Pietro Sambi (antiguo diplomático de la Santa Sede en Cuba) o la amabilidad del P. Jorge Bez Chabebe, estrecho colaborador de Pérez Serantes en la década de 1950.
Junto a ellos recabé otros testimonios imprescindibles para aclarar la relación de la familia de Fidel Castro con el arzobispo cubano. Así, pude conversar con su hermana Juanita Castro, residente en Miami, o con su primera esposa, Myrta Díaz-Balart, y también con otros protagonistas de la revolución, como el comandante Huber Matos, exiliado en EEUU después de cumplir dos décadas de condena en las cárceles cubanas.
No sería justo terminar esta presentación sin reconocer la ayuda que recibí del escritor Carlos Alberto Montaner y de los historiadores P. Manuel Maza, SJ, de la Pontificia Universidad Católica Madre y Maestra (República Dominicana) y Pablo Hispán, de la Universidad San Pablo CEU (Madrid). También las sugerencias de Manuel Jorge Cutillas y Lucía Comas; las indicaciones editoriales de Manolo Salvat; la diligencia del canónigo archivero de la catedral de Tuy (España), Avelino Bouzón, y la generosidad de la investigadora de la Universidad de Navarra, Dra. Mercedes Alonso de Diego, que revisó el texto final.
Last, but no least, el reconocimiento a la paciencia y los consejos de mi esposa, Helena, motivadora de altura, dispuesta a comenzar aventuras como la que nos llevó, con cuatro hijos (Graciela, Ramón, Covadonga y Yago), a vivir en los EEUU. AMDG.
Ignacio Uría
Washington, DC. 26 de Julio de 2010
Capítulo I
UN CUBANO NACIDO EN GALICIA
Enrique Pérez Serantes nació el 29 de noviembre de 18831 en Tuy (Pontevedra, España), histórica ciudad gallega fronteriza con Portugal en la ribera del Miño. Vino al mundo a las once de la mañana en una humilde casa de piedra de dos plantas en la Travesía de Santo Domingo 4, casi enfrente del convento gótico del mismo nombre, convertido en cuartel militar tras la desamortización de 1836.
Enrique era el primogénito de Agustín Pérez Vispo2 y Regina Serantes Cid, naturales de la provincia de Orense. Agustín era de Freixo, aldea a pocos kilómetros de Celanova, mientras que Regina había nacido en Allariz, villa también cercana. Los cuatro abuelos de Enrique eran labradores, si bien él sólo conoció a los paternos.
Tuy, que entonces tenía once mil habitantes, había sido capital de una de las siete provincias del antiguo reino de Galicia. En ella estaba la sede episcopal3, según la tradición fundada en el siglo I por un discípulo de Santiago Apóstol. En la parroquia de El Sagrario, situada en la propia catedral de Santa María, fue bautizado el pequeño Enrique por el párroco castrense, José Giráldez Andrés4, al día siguiente de nacer.
El matrimonio Pérez Serantes vivía en Tuy porque el cabeza de familia era guardia civil en la comandancia de frontera. Agustín había formado parte del Ejército español de Cuba durante la Guerra Grande (1868-1878) y su esposa, Regina, era una mujer dedicada a su familia, aunque encontraba tiempo para la práctica religiosa como miembro de la Unión de San José para la protección de niños desamparados5. Enrique tuvo dos hermanos, Cesáreo6 y Regina, pero la niña murió poco después de nacer7.
La infancia de Enrique y Cesáreo transcurrió en Tuy hasta el traslado familiar a Celanova, ya que Agustín solicitó un cambio de destino al cuartel de esa población orensana para estar más cerca de sus padres, ya ancianos, y defender sus derechos sucesorios sobre unas tierras que le disputaban otros miembros de su familia.
Sobre los años de la familia Pérez Serantes en Celanova no hay más referencias hasta 1897, año en el que Enrique fue enviado a estudiar al Seminario Conciliar de San Fernando de Orense capital. Al parecer, el párroco de Santa Cristina de Freixo, Antonio González, había descubierto su inquietud espiritual y eso, unido a la capacidad intelectual del muchacho, terminó por convencer a la familia de que la entrada en el seminario menor8 era la mejor opción.
Orense era entonces una pequeña ciudad de quince mil habitantes con una economía basada en el comercio y la administración pública, aunque vivía cierto desarrollo urbanístico. Sin embargo, la pervivencia de las viejas estructuras sociales empujaba a muchos jóvenes a la emigración, algunos de ellos familiares del propio Enrique.
Como alumno residente, Pérez Serantes sufrió las estrecheces materiales propias de la época, además de un ambiente general de escasa vida interior y cierto relajamiento de la disciplina9. Sin embargo, el joven Enrique pronto destacó por su capacidad intelectual, ya que desde el primer año obtuvo buenos resultados académicos, en...