Nueva izquierda y cristianismo
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Nueva izquierda y cristianismo

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La tesis central de este libro es que la izquierda, habiendo fracasado durante el siglo XX en su programa clásico (el socialismo), ha sustituido en el XXI la revolución socio-económica por la moral-cultural. Ideas y políticas como la liberalización del aborto, la redefinición del matrimonio, la promoción de "nuevos modelos de familia", la implantación de la Educación para la Ciudadanía, el feminismo radical, etc., no son "cortinas de humo" para distraer la atención, sino la esencia de la nueva izquierda postsocialista. La izquierda ya no tiene un proyecto económico, sino un proyecto cultural de "ingeniería social", ante el cual la Iglesia es percibida como el último baluarte de resistencia organizada frente a ese proyecto. De ahí, la creciente deriva cristófoba del "progresismo". "Leer estas páginas, llenas de verdad, es no sólo un recomendable ejercicio de reflexión y aprendizaje, sino también una necesidad si se desea comprender cuál es la auténtica realidad del tiempo que vivimos y los retos que tenemos planteados como individuos y como sociedad". (Jaime Mayor Oreja)

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Información

Año
2012
ISBN
9788499209975
Edición
1

1. POR QUÉ LA IZQUIERDA ATACA A LA IGLESIA
(F.J. Contreras)

Con frecuencia creciente, la Iglesia católica se encuentra en el epicentro de la actualidad mediática. La imagen de la Iglesia que ofrece gran parte de la prensa occidental no podría ser más tenebrosa2: siniestra caterva de abusadores sexuales (y encubridores del abuso), enemiga de la ciencia, la modernidad y los derechos humanos, aferrada a una mentalidad inquisitorial, cómplice de la extensión del SIDA en África... Por ejemplo, en diciembre de 2009 la prensa española puso en nuestro conocimiento que el arzobispo de Granada «justifica que el varón abuse de la mujer si ella ha abortado»3 (formidable desfiguración de la homilía de monseñor Martínez, que había advertido —¡lamentándolo!— que la nueva regulación del aborto facilitará que los varones «abusen» de las mujeres tratándolas como meros objetos de disfrute sexual, y empujándolas después a abortar si de esas relaciones efímeras resultan embarazos)4.
Sólo unos meses atrás, las declaraciones Benedicto XVI acerca de los preservativos y el SIDA suscitaron una tormenta de indignación: sobre el Papa cayeron desde reprobaciones parlamentarias hasta acusaciones de genocidio (de nada sirve explicar que la ética sexual católica es la única en ofrecer una protección infalible frente al contagio; recordar que, de hecho, las organizaciones sanitarias internacionales han avalado implícitamente la postura católica al reconocer el éxito de la estrategia ABC [basada en la promoción de la abstinencia premarital y la fidelidad conyugal, además de en la distribución de profilácticos] en Uganda [el único país africano que ha conseguido un descenso espectacular del porcentaje de población infectada])...
La prensa, por supuesto, adolece habitualmente de un sesgo ideológico en el tratamiento de las palabras de los personajes públicos. Sin embargo, es evidente que la descontextualización malintencionada, la caricaturización, la manipulación, alcanzan cotas sin parangón cuando se trata de representantes de la Iglesia. Cuando hay monseñores por medio, cualquier criterio de ética periodística es abandonado, llegándose a la completa inversión del sentido de las declaraciones.
El interrogante de partida del presente trabajo sería: ¿qué puede explicar una malquerencia tan desaforada? ¿Cómo interpretar la creciente cristofobia del establishment cultural europeo? ¿A qué obedece el resurgir de un anticlericalismo virulento que parecía superado desde hace décadas? El desprecio absoluto de la objetividad que caracteriza al tratamiento mediático de las noticias eclesiásticas es sólo comparable a las manipulaciones de la propaganda de guerra. ¿Cómo ha llegado la Iglesia a convertirse en «objetivo bélico»?

La «guerra civil occidental»

Samuel P. Huntington puso de moda hace quince años la idea del choque de civilizaciones5: lejos de converger hacia un «fin de la Historia» ecuménico y post-identitario, las diversas civilizaciones (islámica, china, hindú, etc.) están, más bien, afirmándose en sus respectivas identidades y hechos diferenciales, lo cual augura relaciones conflictivas entre ellas, y de todas ellas con Occidente. La teoría ganó rápidamente adeptos —de manera comprensible— tras el 11 de septiembre de 2001. Sin embargo, es mucho menos conocida una variante de la teoría anterior, que me gustaría traer aquí a colación: la idea de la «guerra civil occidental» (entiéndase «guerra» en el sentido débil que le atribuyó Martín Alonso: escisión cultural interna)6. El conflicto de civilizaciones... atraviesa a Occidente mismo, partiéndolo en dos (por cierto, este choque de civilizaciones interior influye en alguna medida en el clash of civilizations exterior: la creciente agresividad de los fundamentalistas islámicos hacia Occidente se debe al hecho de que intuyen esa división o debilidad; difícilmente se hubieran atrevido contra un Occidente creyente en sí mismo, sólidamente aferrado a unos valores claros; se atreven, en cambio, contra un Occidente que perciben como dividido, decadente, autonegador: quien no se respeta a sí mismo no inspira respeto)7.
La «guerra civilizacional» interna incide en la externa también de esta forma: cuanto más se seculariza Occidente, más crece el choque cultural con las civilizaciones no occidentales, que siguen siendo profundamente religiosas. Los integristas islámicos, por ejemplo, odian a Occidente no tanto porque es cristiano como porque es postcristiano8. Benedicto XVI lo ha formulado agudamente: «Si se llega a un enfrentamiento de culturas, no será por un choque entre grandes religiones [...], sino por el conflicto entre esa emancipación radical del hombre [eliminación de referencias trascendentes] y las grandes culturas históricas»9. John Mickelthwait y Adrian Wooldridge documentan cómo la muerte de la religión —más o menos explícitamente pronosticada por los pensadores de la sospecha (Marx, Freud, Nietzsche) y los teóricos de la secularización (Weber, Durkheim, Cox)— parece hoy más improbable que nunca: el mundo es ahora más religioso que hace 30 años10. La única excepción es Europa, donde la descristianización prosigue imparable (no así EEUU, donde las tasas de práctica religiosa son casi las mismas que hace 50 años). Europa es una anomalía en el panorama espiritual mundial: «Echad una mirada al mundo, y la excepción no es, desde luego, la Norteamérica actual [religiosa], sino la Europa [secularizada] que surgió tras la Segunda Guerra Mundial»11. El mismo Jürgen Habermas ha reconocido que el secularismo europeo ya no aparece como la regla (a la que irán aproximándose las demás sociedades a medida que se modernicen), sino más bien como la excepción: «Europa se aísla del resto del mundo. En perspectiva histórico-mundial, el «racionalismo occidental» de Max Weber aparece ahora como la auténtica anomalía. [...] La autoimagen occidental sufre así una cura de humildad: de modelo normal para el futuro de todas las demás culturas, pasa a convertirse en un caso especial»12.
Merece reflexión la observación de Jean Sévillia: «¿Qué modelo ofrecemos a los jóvenes [musulmanes] inmigrantes? ¿Cómo puede inspirar respeto una nación que ya no se ama a sí misma, que ya no tiene niños [...]? Si Francia y Occidente no presentaran el espectáculo de una sociedad cuyas referencias colectivas se disuelven y en la que lo espiritual parece ausente, tendríamos menos motivos para temer a un Islam expansivo»13.
El choque de civilizaciones intraoccidental opondría —como ha señalado Robert P. George— a los «conservadores» que todavía se identifican con la tradición cultural y moral judeo-cristiana (incluso si algunos de ellos no comparten la fe) con los «progresistas» que consideran dicha tradición periclitada y se adhieren más bien a la Weltanschauung (relativista, hedonista, liberacionista, post-religiosa) característica de la «izquierda postmoderna» o «izquierda sesentayochista». El campo de batalla entre uno y otro bando viene dado, fundamentalmente, por las polémicas actuales en torno a: 1) la bioética: aborto, eutanasia, ingeniería genética, células madre, etc.; 2) la ética sexual y el modelo de familia: permisividad sexual, divorcio exprés, matrimonio gay, «vientres de alquiler», etc.; 3) el lugar de la religión en la vida pública.
El escenario antedicho tornaría inteligible la creciente cristofobia de la mayor parte de los medios de comunicación y la intelectualidad europeos14. La Iglesia se ha visto atrapada por el fuego cruzado de la «guerra civil occidental»: lo quiera o no, es percibida como símbolo y baluarte de uno de los bandos en conflicto. Da igual que razone, que argumente, que presente sus tesis con el máximo posible de matices y cautelas: en la medida en que sea fiel a su tradición e insista en principios como la sacralidad de la vida desde la concepción a la muerte natural o el rechazo de las relaciones sexuales no matrimoniales, atraerá inevitablemente sobre sí las iras del bando progresista (que es el que posee hoy por hoy la hegemonía cultural). Incluso si la Iglesia renunciara a presentar batalla en asuntos como el aborto o el matrimonio gay, no por ello dejaría de ser hostigada por la cultura dominante: su mera existencia como «metarrelato», como visión del mundo densa que maneja aún un concepto fuerte de verdad objetiva, resulta intolerable en una atmósfera intelectual presidida por el pensamiento débil, por la deconstrucción postmoderna, por la «dictadura del relativismo» y la convicción de que la creencia en absolutos15 es sinónimo de fundamentalismo16 e intolerancia.
El europeo postmoderno asocia sin más «creencia en verdades objetivas, absolutos, etc.» con «intolerancia» («las convicciones sobre la verdad absoluta son esencialmente violentas», ha escrito Herbert Schnädelbach). Da por supuesto que si alguien cree firmemente en algo, se sentirá obligado a imponerlo coactivamente a los demás. Romper esa falsa ecuación me parece una de las tareas culturales más urgentes del momento actual. Escribe al respecto Robert Spaemann: «[L]a Iglesia ha comprendido la verdad que le ha sido confiada como algo en cuya esencia está el que sólo puede abrazarse mediante la libre adhesión, por lo cual su anuncio no debe hacer peligrar la paz pública. Mas esto no obsta en nada el carácter absoluto que invoca para sí este anuncio. Hoy como ayer, la Iglesia sólo puede ver en el relativismo religioso un oponente enfrentado a su pretensión»17.
Mi tesis, pues, es que la divisoria conservadores vs. progresistas va a convertirse en el eje de referencia más significativo, la polaridad social más trascendente en las décadas que vienen. Es una nueva polaridad que desplaza a otras cada vez menos relevantes, como la clase social («burgueses vs. proletarios»), el sexo o la raza; desplaza también a la vieja antítesis ideológica derecha-izquierda, centrada en el modo de producción (capitalismo vs. socialismo: una disyuntiva resuelta por la historia del siglo XX, que entregó la victoria indiscutible al sistema de mercado). Sociólogos y filósofos como Peter L. Berger18, James Davison Hunter19, George Weigel20 o Gertrude Himmelfarb21 han documentado y teorizado el fenómeno, especialmente en lo que se refiere a la sociedad norteamericana. Gertrude Himmelfarb ha escrito: hoy día, «una familia obrera que asiste a la iglesia tiene más en común con una familia burguesa que asiste a la iglesia, que con una familia obrera que no lo hace; o bien: una familia negra biparental (padre y madre casados entre sí) tiene más en común con una familia blanca biparental que con una familia negra monoparental»22. Es decir, la religiosidad y la fidelidad al modelo familiar tradicional se convierten en «marcadores» sociales más significativos que el nivel de ingresos o la raza23.
Este fenómeno —en virtud del cual la polaridad ideológica «conservadores vs. progresistas» desplaza a la polaridad de clase «burgueses vs. obreros»— se hace patente en EEUU desde los años 70: el Partido Demócrata (especialmente George McGovern, el candidato de 1972) coqueteó peligrosamente con los valores liberacionistas de la revolución cultural de los 60; esto les enajenó el apoyo de un segmento importante de la clase trabajadora24. A partir de los 70, el Partido Republicano supo ganarse a una gran masa de votantes económicamente débiles (en los 80 se les llamaba «Demócratas de Reagan») que anteponían el conservadurismo social-cultural (que les llevaba a simpatizar con los Republicanos) a la lealtad de clase (que teóricamente debía llevarles a votar por los Demócratas)25. El Partido Republicano los atraía con valores: orgullo nacional, familia, «ley y orden», religión...; valores todos ellos que parecían amenazados por la contracultura de los 60-70.
En España, un alcalde del PSOE llamó «tontos de los c...» a los trabajadores que votan al PP. Pero los obreros norteamericanos que votan por el Partido Republicano tienen muy claras sus razones. Ross Douthat y Reihan Salam las han explicado bien: la desintegración familiar (incremento de los divorcios y de los nacimientos fuera del matrimonio), la inseguridad ciudadana (relacionable con los valores «antiautoritarios» de los 60 y la expansión de las drogas [reverenciadas por la contracultura de los 60]), etc. han penalizado muy especialmente a la clase trabajadora. Una divorciada o una madre soltera de clase acomodada pueden pagar nannies y buenos colegios; pero, para las mujeres de clase baja, la liberación sexual y los «nuevos modelos de familia» se han terminado traduciendo a menudo en una vida durísima de maternidad en solitario26: «Los americanos de menores ingresos se han visto muy adversamente afectados por la desestructuración y la anarquía que siguieron a la revolución sexual, y han reaccionado abrazando políticas conservadoras que prometen apuntalar las instituciones que proporcionan estabilidad y apoyo: sus familias, sus iglesias y sus comunidades vecinales»27.
Las fuerzas de esos dos bandos ideológicos —añade Himmelfarb— no están equilibradas: la perspectiva progresista ejerce una evidente hegemonía en los medios de comunicación, en las universidades, en el cine y la literatura, hasta el punto de merecer la calificación de «cultura dominante». La contracultura liberacionista de los 60 ha pasado a convertirse en la ortodoxia, en la doctrina oficial del establishment bienpensante y políticamente correcto. Pero esa contracultura devenida en cultura oficial se ve contestada (cada vez más enérgica y articuladamente, al menos en EEUU)28 por una «cultura disidente» de signo conservador («contra-contracultura»). Defender la vida del no nacido, la familia tradicional y la religión, cuestionar la permisividad sexual, etc. es hoy día la expresión máxima de la transgresión y la heterodoxia.
El dominio del paradigma progresista tiene lugar, no tanto en el terreno de los hechos, como en el del imaginario social y las ideas públicamente aceptables. No es tanto que ya nadie se case, tenga hijos, vaya a misa u observe una actitud sexual morigerada, como que los que viven con arreglo a valores tradicionales lo hacen de manera casi vergonzante, con complejo de inferioridad cultural, sin ser capaces —en muchos casos— de defender articuladamente los principios que subyacen a esa forma de vida... Muchas personas en la sociedad actual llevan una vida objetivamente «tradicional» (son esposos fieles, amantes padres de familia, etc.), pero no tienen un discurso conservador: se adhieren a las teorías (progresistas) dominantes; afirman que «cualquier conducta sexual entre adultos libremente consintientes» es admisible, que las parejas de hecho o las homosexuales deben recibir el mismo tratamiento legal que las casadas, etc. Se da un curioso y revelador divorcio entre la praxis (conservadora)...

Índice

  1. Prólogo
  2. Presentación
  3. 1. Por qué la izquierda ataca a la Iglesia (F.J. Contreras)
  4. 2. Relativismo y tolerancia (D. Poole)
  5. 3. Cristianismo y confianza en la razón (F.J. Contreras)
  6. 4. Cristianismo, democracia y crisis europea (F.J. Contreras)