B. DAR TESTIMONIO EN LA ERA PAGANA
1. EN EL BOEING CON EL PREFECTO DE LA FE
(Julio de 1987)
Verano de 1987. La estrella de Gorbachov apenas ha empezado a brillar en el Este, y nadie sueña con la caída del muro de Berlín. Ratzinger ha cumplido cinco años al frente de la Congregación para la Doctrina de la Fe, y ha tenido que abordar algunos de los episodios más polémicos del llamado «disenso teológico»: los casos Küng, Boff y Curran.
El Cardenal explica la función del Magisterio, como la defensa de la fe de los sencillos, una idea que le acompaña a lo largo de toda su tarea episcopal.
Ya ha sido publicada la segunda instrucción sobre la Teología de la Liberación, y Ratzinger ha iniciado su polémica con lo que denomina cristianismo burgués, al que sitúa en la raíz de los principales conflictos teológicos del momento.
Del actual contexto de crisis, surgen fenómenos como la «Moral Majority», en Estados Unidos, pero también, y en dirección opuesta, «un nuevo despertar de la fe en las nuevas generaciones católicas», que perciben la fe como «promesa y afirmación de la vida».
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A pesar de los profundos cambios que han tenido lugar en los últimos dos decenios, todavía pesa un sospechoso velo de misterio sobre la imagen de la Congregación que Ud. preside. ¿Cómo funciona hoy, en concreto, el ex Santo Oficio?
JOSEPH RATZINGER— El trabajo de nuestra Congregación se divide en cuatro secciones. La más importante es la doctrinal, pero también tenemos una sección para matrimonios, otra para el clero (se ocupa esencialmente de las dispensas de celibato) y una sección disciplinar, cuya misión principal es la de ayudar a los obispos a tomar posición sobre problemas delicados como apariciones y, en general, fenómenos místicos. Quisiera decir que, en términos generales, para nuestro trabajo son fundamentales las reuniones personales con los obispos de todas las partes del mundo. Esto nos parece importante: no solamente el envío de información, sino el establecimiento de contactos concretos, la discusión cara a cara, en la que los obispos aportan sus experiencias personales y nosotros comunicamos nuestras impresiones y valoraciones.
Otro objetivo importante que perseguimos es una estrecha relación con los otros dicasterios de la Curia. En concreto, muchos problemas doctrinales conciernen al trabajo de varios organismos —pienso, por ejemplo, en el Secretariado para la Unión de los Cristianos o en la Congregación para las Iglesias Orientales—, por lo que una mejor comprensión recíproca y una mayor colaboración se hacen más necesarias que nunca.
¿Puede describirnos el camino burocrático del «proceso» mediante el cual la Congregación llega a concluir que las opiniones de un teólogo deben juzgarse equivocadas?
J. R.— Primeramente, debo decir que la última revisión del ordenamiento procesal fue publicada hace quince años, en 1971. Hoy nosotros queremos y debemos mejorarlo, pero no podemos hacerlo; de hecho, el nuevo código ha dado una nueva situación jurídica a la Iglesia, pero no ha establecido una nueva ley para la Curia. Hasta que esta no esté lista, no podremos proceder a una nueva revisión del ordenamiento procesal. De todas formas, ahora contesto a su pregunta. A diferencia de lo que sucede en la ley civil —en base a la cual en ·el proceso rige la forma oral—, para nosotros el derecho canónico prescribe la forma escrita. Es una regla particularmente apropiada: en el examen doctrinal de las tesis, por ejemplo de un teólogo, no nos basamos en lo que esta persona ha dicho o ha declarado, sino que valoramos atentamente sus ideas a partir de los escritos del autor. Solo al final del procedimiento se hace también oportuna una conversación.
Pero ¿cómo se inicia un proceso?
J. R.— Sucede que, por indicación de una Conferencia episcopal o de colaboradores de nuestra oficina, las tesis expresadas por un autor en un determinado libro no parecen correctas. Generalmente, el primer paso es escribir al obispo del sacerdote o del religioso en cuestión, señalarle el caso e invitarle a leer el libro —si aún no lo ha hecho—. Siempre que es posible, se intenta resolver el problema a nivel local, no solo porque es justo que sea así, sino también por una razón muy práctica: en la sección doctrinal podemos contar solamente con diez empleados y es, por tanto, imposible seguir todo lo que se escribe en cualquier parte del mundo. De hecho, la mayor parte de los casos no vuelve a nosotros.
Pero algunas veces el mismo obispo nos pide ayuda, porque no se siente suficientemente preparado para resolver él solo el problema. Así sucedió, por ejemplo, con el famoso caso Küng. Es más, no solo el obispo, sino la misma Conferencia episcopal alemana expresaron su opinión de que las cuestiones planteadas por el teólogo de Tubinga superaban una problemática meramente nacional. En caso de intervención directa nuestra, el camino del procedimiento prevé tres niveles distintos de decisión: los colaboradores de la oficina doctrinal, los consultores y la Asamblea de los cardenales miembros de la Congregación, que se reúne cada miércoles y somete sus decisiones al Papa el viernes siguiente. Es decir, cada decisión se toma colegiadamente y no por el Prefecto solo. Los consultores, a los que pedimos una opinión sobre los problemas planteados por un determinado libro, son de dos tipos: un grupo permanente de veinte personas que son la referencia estable, y una red de expertos, extendida por todo el mundo, a los cuales se les pide opinión sobre temas que exigen una competencia especializada.
Posteriormente, se estudian todas estas opiniones a varios niveles, hasta que la Congregación se siente segura de poder emitir un juicio bien fundado, que se comunica por escrito al autor. En estas fases del proceso, la misma naturaleza del trabajo nos exige una actitud de verdadera caridad; además, debemos hacer participar siempre en el proceso al menos a una persona que sea favorable a las ideas del autor, que le conozca y que le comprenda bien, para que pueda contraargumentar de la mejor manera nuestras observaciones críticas.
Como se puede observar, se trata de un procedimiento muy largo sin ningún tipo de prisas. El caso Küng, por ejemplo, duró diez años; el caso Curran fue todavía más largo.
El nuevo «frente» norteamericano
Después de Leonardo Boff, Charles Curran; después de la Teología de la Liberación, la ética sexual. ¿Por qué se ha decidido a abrir un nuevo frente, esta vez en Norteamérica, en el preciso momento en que, con la concesión de la «gracia» a Boff, parecía tranquilizarse el clima alrededor de la Congregación?
J. R.— La decisión de intervenir en el caso del teólogo Curran no fue contemporánea a la de abreviar el período de silencio al padre Boff. Los primeros intercambios epistolares de la Congregación para la Doctrina de la Fe con Curran empezaron en 1979. Solo por pura coincidencia, en marzo, la prensa pudo dar noticia, casi contemporáneamente, de los hechos. Además, la carta con la que la Congregación comunicó al teólogo estadounidense haber madurado una decisión acerca de su caso lleva fecha del 17 de septiembre de 1985. Por lo tanto, no existe ninguna relación entre los dos casos. El problema es que en estos momentos tenemos tantos procedimientos que alguna coincidencia es inevitable.
El caso Curran vuelve a proponer clamorosamente la cuestión de la discrepancia en la Iglesia. El teólogo norteamericano reivindica el derecho a la discrepancia en materias donde el Magisterio no se ha pronunciado de modo infalible y sus tesis son compartidas por muchos en Estados Unidos. ¿Piensa que esta posición sea apropiada?
J. R.— No, no me parece apropiada. Solamente durante este último siglo los teólogos se han planteado el problema de distinguir entre doctrinas infalibles y doctrinas no infalibles. A mí me parece que este acercamiento «juridicista» tiende irremediablemente a reducir la vida de la Iglesia y su enseñanza a solo algunas definiciones. En las primeras comunidades cristianas estaba claro que ser cristiano significaba en primer lugar compartir una vida y que las definiciones doctrinales más importantes no tenían otro fin que orientar esa misma vida.
Solamente después, la Iglesia se ha pronunciado infalible en materia dogmática. Así que cuando se afirma que las doctrinas no infalibles, aunque formen parte de la enseñanza de la Iglesia, pueden ser legítimamente contestadas, se acaba por destruir la práctica de la vida cristiana, reduciendo la fe a una colección de doctrinas. De hecho, en el campo de la moral existe una tradición viva que expresa esta «autoridad» de vida. De este modo, es parte esencial de esta tradición la certeza de que, por ejemplo, el aborto, el divorcio o la homosexualidad —aunque sea con las mil distinciones que se puedan hacer— son actos que van contra la fe cristiana. Igual sucede con la convicción de que una vida cristiana, sin la experiencia del perdón, no sería tal. Por lo tanto, se puede y se debe distinguir lo que es esencial a la fe cristiana y lo que no lo es, pero para este fin no ayuda el separar pronunciamientos infalibles y pronunciamientos no infalibles.
Un ejemplo que se aduce frecuentemente para sostener la tesis de que la Iglesia, estimulada por teólogos incomprendidos durante mucho tiempo, puede finalmente cambiar su doctrina, es la Declaración Conciliar sobre la Libertad Religiosa. ¿Qué piensa Ud. de esto?
J. R.— A primera vista puede parecer que entre las enseñanzas de Pío IX y el Decreto Conciliar sobre libertad religiosa exista un contraste insuperable. Paradójicamente, las dos corrientes situadas en los extremos opuestos del actual catolicismo se encuentran unidas en esta afirmación. Por una parte, monseñor Lefebvre no se cansa de poner en evidencia este «contraste» y de aquí deduce la ilegitimidad del texto conciliar; por la otra, los ambientes progresistas, críticos frente a la Iglesia, insisten sobre esta contradicción para demostrar que las doctrinas rechazadas en un principio después se han mostrado siempre justas y que los herejes de hoy son los verdaderos maestros de la Iglesia del futuro. Es decir, que mientras Lefebvre de este hecho deduce la férrea identidad de la doctrina de la Iglesia y el no al desarrollo conciliar, la otra parte deduce el cambio perenne y la contradicción como ley de la historia de la Iglesia. Ambas cosas, desde un punto de vista histórico, son totalmente falsas. De hecho, la identidad puramente verbal no ha existido nunca en la historia de la Iglesia. Calcedonia superó a Éfeso y lo completó, así que la corriente alejandrina lo rechazó como traici...