Los milagros
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Los milagros

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Los milagros

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En el presente libro, convertido en todo un clásico, C.S. Lewis desafía en su propio terreno las visiones filosóficas de racionalistas, agnósticos y deístas, que llevan a una negación a priori de los milagros cristianos, estableciendo los fundamentos para demostrar la irracionalidad de sus presupuestos.Por otro lado, Lewis expone de forma magistral de qué manera el milagro central afirmado por el cristianismo es el de la Encarnación, en virtud del cual Dios se habría hecho hombre, y que cualquier otro milagro es una preparación del camino de dicha Encarnación o consecuencia suya. De este modo, el autor nos muestra que el cristiano no sólo debe aceptar los milagros, sino regocijarse en ellos en cuanto que son testimonio del compromiso del Dios personal y único con su creación.

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Información

Año
2017
ISBN
9788490558416
Edición
4
Categoría
Cristianismo

Capítulo XIV
EL GRAN MILAGRO

Una luz brilló desde detrás del sol; el sol no fue tan agudo como para penetrar hasta donde llegó esta luz.
CHARLES WILLIAMS
El milagro central afirmado por el Cristianismo es la Encarnación. La afirmación es que Dios se hizo Hombre. Cada uno de los demás milagros son una preparación para éste, o lo señalan, o son su consecuencia. Exactamente igual que cada aconte­cimiento natural es la manifestación del carácter total de la Naturaleza en un determinado lugar y momento, así cada milagro concreto en el Cristia­nismo manifiesta en un lugar y momento concretos el carácter y significado de la Encarnación. No es cuestión en el Cristianismo de ir despejando interferencias arbitrarias. No expresa una serie de gol­pes inconexos de la Naturaleza, sino una serie medida de pasos hacia una invasión coherente estratégicamente estudiada; invasión que pretende una conquista completa y una «ocupación». La armonía y, por consiguiente, la credibilidad de cada milagro en particular depende de su relación con el Gran Milagro; toda discusión de los milagros sepa­radamente de él es fútil.
Está claro que la armonía y la credibilidad del Gran Milagro en sí mismo no pueden ser juzgadas por el mismo patrón. Admitamos de entrada que es muy difícil encontrar un patrón por el cual pueda ser juzgado. Si el hecho ocurrió, fue el acontecimiento central en la historia de nuestro planeta; precisa­mente el hecho en torno al cual gira toda la histo­ria. Dado que ocurrió sólo una vez, será, según los principios de Hume, infinitamente improbable. Pero entonces resulta que la historia entera de la humanidad también ha ocurrido sólo una vez; ¿es por eso increíble? De aquí la dificultad que pesa igualmente sobre cristianos y ateos para estimar la probabilidad de la Encarnación. Es como preguntar si la existencia de la Naturaleza misma es intrínse­camente probable. Ésta es la razón de por qué es más fácil argüir sobre bases históricas que la Encarnación de hecho ocurrió, que mostrar sobre bases filosóficas la probabilidad del acontecimiento. Es muy grande la dificultad histórica para ofrecer una explicación, por ejemplo, de la vida, la doctrina y la influencia de Jesús que sea más admisible que la explicación cristiana. La discrepancia entre la pro­fundidad, la lucidez y (permítaseme añadir) el ingenio de su enseñanza moral de una parte, y de otra la desenfrenada megalomanía que tiene que palpitar debajo de su doctrina teológica, a menos que efectivamente sea Dios, nunca ha sido satisfac­toriamente superada. De aquí que las hipótesis no cristianas se hayan sucedido unas a otras con ince­sante y desconcertante exuberancia. Hoy día se nos invita a considerar todos los elementos teológicos como excrecencias posteriores brotando de narra­ciones sobre un «histórico» Jesús meramente humano; ayer se nos invitaba a creer que todo el asunto arrancaba de mitos vegetales y religiones esotéricas y que el Hombre pseudohistórico fue esquematizado en una fecha posterior. Pero esta exposición histórica queda al margen del objetivo de mi libro.
Puesto que la Encarnación, si ocurrió de hecho, es el acontecimiento medular que ocupa la posición central, y puesto que estamos suponiendo que todavía ignoramos si de veras ocurrió en la realidad histórica, nos encontramos en unas circunstancias que bien pueden ser iluminadas por la siguiente analogía. Supongamos que poseemos partes de una novela o de una sinfonía. Alguien se presenta ahora con un fragmento de manuscrito recién descubierto y dice: «Ésta es la parte que faltaba del trabajo. Éste es el capítulo en el que se explica toda la trama de la novela. Éste es el tema fundamental de la sinfo­nía». Nuestro cometido sería comprobar si efecti­vamente el nuevo fragmento, una vez admitido como la parte central que el descubridor proclama, realmente ilumina todas las partes que ya conoce­mos, las ensambla y les da unidad. No es probable que por este procedimiento vayamos muy descami­nados. El nuevo pasaje, si es espurio, por muy atractivo que parezca a primera vista, será cada vez más difícil de reconciliar con el resto de la obra a medida que más profundamente consideremos el asunto. Pero si el fragmento es genuino, entonces cada nueva audición de la música o cada nueva lectura del libro, nos hará descubrir más base y más armonía, nos parecerá más natural y nos ofrecerá mayores significados en toda clase de detalles del conjunto de la obra que hasta entonces nos habían pasado inadvertidos. Aun cuando el nuevo capítulo central o el principal tema de la sinfonía ofrezcan grandes dificultades en sí mismos, seguiremos con todo considerándolos genuinos con tal de que con­tinuamente resuelvan dificultades de las otras partes. Algo semejante a esto debemos hacer con la doctrina de la Encarnación. Aquí, en lugar de una sinfonía o de una novela, se nos presenta todo el cúmulo de nuestro conocimiento. La credibilidad dependerá de la extensión en que esta doctrina, una vez admitida, ilumina y reajusta todo el con­junto. Esto es mucho más importante que el hecho de que la doctrina en sí misma sea totalmente com­prensible. Creemos que el sol está en el cielo al mediodía, no porque podamos ver claramente el sol (de hecho, no podemos verlo), sino porque pode­mos ver las demás cosas.
La primera dificultad que sale al encuentro de cualquier crítico de esta doctrina brota del mismo centro de ella. ¿Qué puede significar la afirmación «Dios hecho hombre»? ¿En qué sentido es conce­bible el Espíritu existente por sí mismo, supremo Hacedor, compenetrado con un organismo natural humano hasta formar con él una sola persona? Este hecho sería una barrera fatal insuperable si no tuviéramos ya conocida en cada ser humano una actividad más que natural (el acto de razonar) y, por consiguiente, un agente más que natural que es de este modo unido con una parte de la Naturaleza; tan unido que la criatura, pese a ser un compuesto (no simple), se denomina a sí misma «Yo». Nada más lejos de mi intención que suponer que lo que ocurrió cuando Dios se hizo hombre fue un paso más de este proceso. En los hombres una criatura «sobrenatural» constituye, en unión con la criatura natural, un ser humano. En Jesús mantenemos que el mismo Creador Sobrenatural así lo hizo. No pienso que esfuerzo alguno que podamos hacer nos capacita para imaginar el modo de ser de la conciencia del Dios encarnado. Éste es el punto en que la doctrina no es del todo comprensible. Pero la dificultad que experimentamos en la mera idea del Sobrenatural descendiendo dentro de lo Natural no es verdadera dificultad o, al menos, es superada en la persona de cada hombre. Si no conociéramos por experiencia qué es ser animal racional, no podría­mos concebir, mucho menos imaginar, que tal cosa ocurriera de verdad: No sospecharíamos cómo todos esos actos naturales, toda la bioquímica y la atracción instintiva o la instintiva repulsión y la percepción sensorial, pueden ser campo del pen­samiento racional y de la voluntad moral que entienden las relaciones necesarias y reconocen formas de comportamiento como universalmente obligatorias. La discrepancia entre un movimiento de átomos en la masa gris de un astrónomo y su comprensión de que tiene que haber planetas no descubiertos detrás de Urano, es tan inmensa que la Encarnación del mismo Dios es, en cierto sentido, ligeramente más desconcertante. Nosotros no po­demos concebir cómo el Espíritu Divino habita dentro del espíritu humano y creado de Jesús; pero tampoco podemos concebir cómo el espíritu hu­mano de Jesús, o el de cualquier otro hombre, habita dentro de su organismo natural. Lo que podemos entender, si la doctrina cristiana es ver­dad, es que nuestra misma existencia compuesta no es la anómala participación que podría parecer que es, sino una débil imagen de la misma Encarnación divina —El mismo tema musical en una clave mucho menor.
Podemos entender que si Dios desciende de este modo dentro de un espíritu humano y el espíritu humano desciende a su vez dentro de la Naturaleza y nuestros pensamientos dentro de nuestros senti­dos y pasiones, y si mentes adultas (aunque sólo las mejores de ellas) descienden hasta sintonizar con los niños, y los hombres hasta sintonizar con los animales, entonces todas las cosas se enganchan en su conjunto, y la realidad total, así la Natural como la Sobrenatural, en la que vivimos, es más multi­forme y sutilmente armoniosa de lo que habíamos sospechado. Hemos conseguido así la visión de un nuevo principio que es la clave: El poder de lo superior para descender, el poder de lo más grande para incluir lo más pequeño. Así, los cuerpos sóli­dos significan muchas verdades de la geometría plana; pero las figuras planas no pueden ejemplifi­car verdades de la geometría del espacio; muchas afirmaciones sobre elementos inorgánicos son ver­dad dichas de los organismos; pero no son verdad las afirmaciones sobre organismos aplicadas a los minerales; Montaigne se hace gatuno con su gato, pero a él su gato nunca le habló de filosofía [19]. En todas partes lo grande entra en lo pequeño; su poder para actuar así es casi como el test de su grandeza.
Según la explicación cristiana, Dios desciende para ascender. Él baja; baja desde las alturas de su ser absoluto al tiempo y al espacio, baja a la huma­nidad; baja más lejos todavía, si los embriólogos tienen razón, para verificar la recapitulación hasta el viejo útero y a las fases de la vida prehumanas, baja hasta las mismas raíces y al lecho oceánico de la Naturaleza que Él ha creado. Pero baja a lo pro­fundo para surgir de nuevo y levantar a todo el mundo arruinado hacia arriba con Él. Se nos pre­senta como la figura de un gigante agachándose y agachándose hasta introducirse debajo de una inmensa y complicada carga. Tiene que agacharse para conseguir levantar, tiene casi que desaparecer bajo el peso antes de enderezar increíblemente sus espaldas y marchar adelante con toda la carga col­gada de sus hombros. O se podría imaginar un buceador, primero despojándose de todo hasta la desnudez, después como una centella en medio del aire, después desapareciendo en una salpicadura hasta perderse en la profundidad surcando por aguas verdes cálidas hasta las negras aguas frías, y bajar, aguantando la presión en aumento, hasta las regiones muertas de fango, lodo y ruina; después, arriba de nuevo de vuelta al color y a la luz, sus pulmones a punto de estallar, hasta que de pronto rompe la superficie mientras aprieta en su mano goteando el objeto precioso que bajó a recobrar. Él y el objeto se colorean de nuevo ahora que han irrumpido en la luz; abajo en lo profundo donde el objeto yacía incoloro en la oscuridad él había per­dido también el color.
En este descenso y ascensión todos reconocemos un esquema familiar; algo escrito en toda la crea­ción. Es el esquema de toda la vida vegetal. Primero tiene que empequeñecerse y hacerse una cosa dura, insignificante, similar a la muerte, tiene que caer en tierra; de aquí la nueva vida reasciende. Es también el esquema de toda generación animal. Se da un descenso de los organismos plenos y perfectos hasta el espermatozoide y el óvulo, y en la oscuri­dad de un vientre surge una vida al principio infe­rior en su género a la de la especie que va a ser reproducida; después, la lenta ascensión hasta for­mar un embrión perfecto, hasta brotar a la vida, hasta el recién nacido, finalmente hasta el adulto. Así ocurre también en nuestra vida moral y emo­cional. Los primitivos, inocentes y espontáneos deseos tienen que someterse al proceso mortifi­cante del control y la autonegación total; pero a partir de aquí surge la ascensión al carácter plena­mente formado, en el que la fuerza del principio original actúa en su totalidad pero de un modo nuevo. Muerte y renacimiento —descenso y ascen­sión— es un principio clave. A través de este cuello de botella, de este empequeñecimiento, casi siem­pre se extiende el camino real.
Si se admite la doctrina de la Encarnación, este principio queda más marcadamente en el centro y como eje. El esquema está ahí en la Naturaleza porque estuvo primero en Dios. Todos los ejem­plos aducidos resulta que no son más que transpo­siciones del tema Divino puesto en tono menor. Y no me estoy refiriendo ahora simplemente a la cru­cifixión y resurrección de Cristo. El esquema total, del cual lo demás es sólo la proyección, es la auténtica Muerte y Renacimiento; porque ciertamente jamás cayó una semilla de árbol tan maravilloso en un suelo tan oscuro y frío que pueda ofrecernos más que una desdibujada analogía de ese gran descenso y ascensión por el cual Dios dragó el salobre y fangoso fondo de la creación.
Desde este punto de vista, la enseñanza cristiana se encuentra tan pronto en su casa en medio de las más profundas aprehensiones de la realidad que hemos adquirido por otras fuentes, que la duda puede brotar en una nueva dirección: ¿No encaja todo demasiado bien? Tan bien, que puede haber penetrado en la mente del hombre de la observa­ción de este esquema en algún otro sitio, especial­mente en la anual muerte y resurrección del maíz. Porque, por supuesto, ha habido muchas religiones en las que el drama anual (tan importante para la vida de la tribu) era admitido como el tema central, y la divinidad —Adonis, Osiris o cualquier otro— casi sin caracterizar eran una personificación del maíz, un «Rey de maíz» que moría y volvía a resu­citar cada año. ¿No será Cristo otro Rey del maíz?
Esto nos aproxima a lo más extraño del Cristia­nismo. En un cierto sentido, la idea que acabo de expresar es de hecho verdad. Desde una determi­nada óptica, Cristo es «el mismo género de fenó­meno» que Adonis u Osiris; siempre, por supuesto, esgrimiendo el hecho de que aquellos personajes vivieron nadie sabe dónde ni cuándo, mientras que Él fue ejecutado por un magistrado romano que conocemos en un año que puede ser aproximada­mente señalado. Y éste es precisamente el enigma: Si el Cristianismo es una religión de esta especie, ¿por qué se menciona tan poco la analogía de la semilla que cae en la tierra (sólo dos veces, si no me equivoco) en el Nuevo Testamento? Las religiones del maíz son populares y respetables; si esto es lo que los primitivos maestros cristianos querían enseñar, ¿qué motivo pudieron tener para ocultar el hecho? La impresión que dan es la de hombres que simplemente no conocen lo cerca que están de las religiones del maíz; hombres a quienes se les escaparon las estupendas fuentes de imaginería plástica y de asociaciones de ideas a las que ellos habrían tenido la oportunidad de recurrir en cada momento. Si se respondiera que lo suprimieron porque eran judíos, esto no hace más que proyectar el enigma en una nueva dirección. ¿Por qué la única religión de un «Dios que muere» que ha subsistido hasta nuestros días y ha alcanzado unas alturas de espiritualidad inigualables, se desarrolla precisa­mente entre gentes para quienes, y para quienes casi exclusivamente, el ciclo total de ideas pertenecientes al «Dios que muere» era totalmente extra­ño? Yo, personalmente, leí por primera vez con seriedad el Nuevo Testamento precisamente cuan­do era seguidor apasionado imaginativa y poética­mente de la teoría de la muerte y renacimiento y buscaba con ansiedad ese rey-maíz. Me sobrecogió y desconcertó la casi total ausencia de tales ideas en los documentos cristianos. Hubo un momento que especialmente me impresionó: Un «Dios a punto de morir» —el único Dios a punto de morir con fundamento histórico— toma el pan —maíz— en sus manos y dice: «Esto es mi cuerpo». Ciertamente aquí, aun cuando no apareciera en ningún otro lugar, y si no aquí, al menos en los más primitivos comentarios de este pasaje y a través de todo el posterior desarrollo devocional en todos los libros importantes, la verdad tendría que salir a la super­ficie: la conexión entre el gesto de Jesús y el drama anual de las cosechas tendría que surgir. Pero no hay ni rastro. Sólo yo descubro esa conexión. No existe signo de que lo descubrieran los discípulos ni siquiera el mismo Cristo. Se diría que ni Él mismo descubre lo que ha hecho.
Los documentos, en efecto, muestran una Per­sona que «representa» el papel de un Dios que muere, pero cuyos pensamientos y palabras per­manecen totalmente fuera del ámbito de los con­ceptos religiosos a los que pertenece la idea del Dios que muere. El punto preciso de las religiones de la Naturaleza se presenta como si realmente hubiera ocurrido una vez; pero el hecho de Jesús ocurrió en un ámbito en el que no aparece ni traza de religión de la Naturaleza. Es como si encontrá­ramos una serpiente marina y descubriéramos que ella no cree que existan serpientes marinas; o como si la historia probara la existencia de un hombre que hubiera hecho todas las hazañas atribuidas a Lancelot, pero que nunca hubiera oído nada de la caballe­ría andante.
Se da, sin embargo, una hipótesis que, si se admite, hace todo simple y coherente: Los cristia­nos no se limitan a afirmar que simplemente Dios fue encarnado en Jesús; ellos dicen que el único verdadero Dios es Aquel a quien Jesús adora como Yahveh, y que es Él quien ha descendido. Ahora bien, el doble carácter de Yahveh es éste: de un lado, Él es el Dios de la Naturaleza, su alegre Crea­dor; es Él quien envía lluvia a los surcos hasta que los valles se levantan repletos de maíz que ríen y cantan. Los árboles de los bosques se regocijan ante Él y su voz hace que la gacela dé a luz a sus crías. Es el Dios del trigo, del vino y del aceite. A este res­pecto, Él está constantemente haciendo todas las cosas que realiza el Dios Naturaleza; Él es Baco, Venus, Ceres, todos apretados en uno. No hay señal en el Judaísmo de la idea arraigada de muchas religiones pesimistas y panteístas de que la Natura­leza es una especie de ilusión o desastre, que la finita existencia es en sí misma un mal y que la solución consiste en el deshacerse de todas las cosas en Dios. Comparado con tales concepciones anti­naturales, Yahveh casi podría ser confundido con un Dios-Naturaleza.
Por otra parte, Yahveh con toda claridad «no» es Dios-Naturaleza. No muere y revive cada año como un verdadero Rey-maíz debe hacer. Él da vino y fertilidad, pero no debe ser venerado con ritos bacanales o afrodisíacos. No es el alma de la Naturaleza ni forma parte de ella en manera alguna. Él habita en la eternidad; Él mora en la altura en el lugar santo; los cielos son su trono, no su vehículo, la tierra es su escabel, no su vestidura; un día desmantelará a ambos y hará un nuevo cielo y una nueva tierra. No puede ser identificado ni siquiera con la «divina inspiración» en el hombre. Es Dios y no hombre; sus pensamientos no son nuestros pensamientos; ante Él toda nuestra justi­cia es como harapos. Su apariencia ante Ezequiel es presentada con imágenes no prestadas de la Natu­raleza, sino (y esto es un misterio poco conside­rado) [20] de máquinas que los hombres fabricarían muchos siglos después de la muerte de Ezequiel. El Profeta vio algo sospechosamente semejante a una dinamo.
Yahveh no es ni el alma de la Naturaleza ni su enemigo. Ella no es ni su cuerpo ni una emanación o un desprendimiento de su Ser. La Naturaleza es su criatura. Él no es un Dios-Naturaleza, sino el Dios de la Naturaleza, su inventor, su hacedor, su dueño, su dominador. Para cualquiera que lea este libro, esta concepción le ha sido familiar desde la infancia; por eso pensamos fácilmente que es la concepción más natural del mundo: «Si hemos de creer en Dios», nos decimos, «¿en qué otra clase de Dios vamos a creer?». Pero la respuesta de la histo­ria es: «Casi en cualquier otra clase distinta». Con­fundimos nuestros privilegios con nuestros instin­tos; igual que encontramos señoras que piensan que sus maneras refinadas les son naturales; no se acuerdan de que fueron educadas.
Ahora, si existe tal Dios y si desciende para levantarse de nuevo, entonces podemos entender por qué Cristo es a la vez tan semejante al Rey-maíz, y tan reticente sobre este punto. Él es seme­jante al Rey-maíz porque el Rey-maíz es su retrato. La semejanza no es en absoluto irreal o accidental; porque el Rey-maíz es derivado (a través de la imaginación humana) de los actos de la Naturaleza, y los actos de la Naturaleza de su Creador; el esquema de muerte y resurrección está en ella por­que estuvo primero en Él. Por otra parte, los elementos de la religión de la Naturaleza están extremadamente ausentes de la enseñanza de Jesús y de la preparación judaica que conduce hasta Él, precisamente porque en la religión judeocristiana se está manifestando el Original de la Naturaleza y detrás de la Naturaleza misma. Donde el verdadero Dios está presente, la sombra de Dios no aparece; está presente lo que las sombras indicaban. Los judíos a todo lo largo de su historia tuvieron que ser constantemente apartados de la tentación de adorar a los dioses de la Naturaleza; no porque los dioses de la Naturaleza fueran bajo todos los aspectos dis­tintos del Dios de la Naturaleza, sino porque, en el mejor de los casos, ellos eran sólo semejantes; y era el destino de esta nación el ser apartada de la seme­janza para llegar a la realidad misma.
Al mencionar a esta nación, se dirige nuestra atención a una de esas facetas de la doctrina cris­tiana que resultan repelentes a la mente moderna. Para ser totalmente franco, no nos agrada la idea del «pueblo escogido». Demócratas por nacimiento y educación, preferimos pensar que todas las nacio­nes y los individuos parten del mismo nivel en la búsqueda de Dios o, incluso, que todas las religio­nes son igualmente verdaderas. Ha...

Índice

  1. Capítulo I Finalidad de este libro
  2. Capítulo II El naturalista y el sobrenaturalista
  3. Capítulo III La dificultad cardinal del naturalismo
  4. Capítulo IV Naturaleza y sobrenaturaleza
  5. Capítulo V Una ulterior dificultad para el naturalismo
  6. Capítulo VI En que se responden dudas
  7. Capítulo VII Un capítulo sobre equívocos
  8. Capítulo VIII El milagro y las leyes de la naturaleza
  9. Capítulo IX Un capítulo no estrictamente necesario
  10. Capítulo X Terribles cosas rojas
  11. Capítulo XI Cristianismo y «religión»
  12. Capítulo XII La propiedad de los milagros
  13. Capítulo XIII Sobre la probabilidad
  14. Capítulo XIV El gran milagro
  15. Capítulo XV Milagros de la vieja creación
  16. Capítulo XVI Milagros de la nueva creación
  17. Capítulo XVII Epílogo