No temblar ni aunque te corten la cabeza
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No temblar ni aunque te corten la cabeza

De Inglaterra, el Brexit y todo lo demás

  1. 142 páginas
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No temblar ni aunque te corten la cabeza

De Inglaterra, el Brexit y todo lo demás

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El Reino Unido, o más bien Inglaterra, su nación más populosa y dominadora, es desde siempre un imán de atención por su singularidad insular y sus muchas grandezas, que van desde la génesis de la democracia moderna al liberalismo, pasando por la revolución industrial, los Beatles y los Stones. Inglaterra está hoy en la mirada de todos por su Brexit, aventura incierta, en cierto modo incomprensible.Luis Ventoso, columnista y director adjunto de ABC y apasionado de lo inglés, ha estudiado a los ingleses y a su país con una mirada que mezcla ironía y conocimiento profundo. El resultado de su exploración durante años de residencia en Londres es este libro, un encantador recorrido por todos los recovecos del alma británica, con afecto, pero también con mordacidad y siempre con inteligencia. Uno de sus amigos solía decirle que "el mayor pecado de un escritor es aburrir al lector". Podemos garantizar que si es así Luis Ventoso no peca.

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Información

Año
2018
ISBN
9788490558492
Edición
1
Categoría
Historia

PARTE I
INGLATERRA: HISTORIA, COSTUMBRES
Y TODO LO DEMÁS

NO TEMBLAR NI AUNQUE TE CORTEN LA CABEZA

El llamado «labio superior rígido», la frialdad emocional distintiva del carácter inglés, se evaporó súbitamente con el desparrame sentimental que siguió a la dramática muerte de Lady Di.
En 1648, el rey inglés Carlos I perdió la Guerra Civil contra el integrista protestante Oliver Cromwell, que acabó rebanándole el pescuezo (un solo hachazo seco del verdugo que impactó entre la tercera y la cuarta vértebra). Para algunos aquel ajusticiamiento supuso un mojón en una larga singladura por la libertad. Para otros fue un regicidio cruel e innecesario, preludio de la dictadura puritana de Cromwell. Cierto que Charles Stuart no puso mucho de su parte para salvar el gaznate. Durante el juicio no reconoció al tribunal, insistió en que su poder emanaba directamente de Dios, se mostró altivo y por supuesto se negó a reconocer culpa alguna o pedir clemencia.
Todavía hoy disponemos de una puerta que nos permite acceder con facilidad a la psicología de aquel soberano. Es una obra de arte que se conserva en el Castillo de Windsor, el extraordinario retrato tríptico con que lo radiografió en 1635 el maestro flamenco sir Anthony van Dyck, su retratista de corte predilecto. El cuadro muestra tres perfiles de Carlos I presentado de medio cuerpo. Fue compuesto así por un motivo práctico: debía de servir de modelo en Roma para un busto del Rey que iba a esculpir el divino Bernini (al final la escultura acabó perdiéndose). Estudiando ese cuadro calamos al instante qué tipo de persona era. La mirada es distante. No llega a altiva ni a desdeñosa, simplemente refleja una olímpica diferencia por cuanto lo rodea, que parece estimar menor, una derivada casi lógica en quien concebía su propia existencia como un diálogo privado entre él y Dios. La melena caoba y los bigotes rubios lucen atildados, pero con un toque romántico. Las puntillas de los cuellos de la camisa son de las más nobles hilaturas y aparece engalanado con la banda azul de la Orden de la Jarretera, que todavía hoy Isabel II concede con cuentagotas (en julio de 2017 se la entregó a Felipe VI, el Rey de España). Carlos parece frío, inalcanzable, fuera del tiempo. Se diría que lo aleja de nosotros una espiritualidad etérea y un poco espectral, que los españoles añosos atribuiríamos al Greco.
La ejecución de Carlos I se llevó a cabo en Whitehall, el útero del poder inglés, el 30 de enero de 1649. Era una mañana de una gelidez hiriente. El Támesis, cuyo caudal no discurría al modo actual, presentaba su superficie helada. Carlos I hizo un solo ruego previo a sus captores: vestirse con dos camisas superpuestas. Temía que el frío lo hiciese temblar y que el vulgo que asistía al insólito espectáculo de la decapitación de un rey confundiese tiritona con miedo. El monarca, de 48 años, un hombre muy pío, encaró el hacha con un valor seco que admiró incluso a sus enemigos.
El rey tenía un motivo familiar para temer muy especialmente la caída del hacha. En 1587, la ejecución de su abuela escocesa María Estuardo, Mary Queen of Scots, resultó un crudelísimo tormento. El verdugo necesitó golpear tres veces para seccionar el cuello por completo. Ciertas leyendas sostienen que durante quince minutos los labios de la Reina, de 45 años, continuaban moviéndose mientras el torpe ejecutor remataba su trabajo a trompicones.
Al ver la poca altura del yunque donde debía aposentar su cuello, el Rey pidió uno más alto, demanda que fue rechazada. Acto seguido se dirigió a la multitud que se apelotonaba en Whitehall para ver lo nunca visto: el ajusticiamiento de un monarca. El público estaba a cierta distancia del cadalso y la voz de Carlos no podía llegar a sus oídos. Aun así quiso hablar, para que se visualizase que estaba disconforme con la pena y para que sus palabras quedasen consignadas para la historia. «Soy un hombre inocente», proclamó, y se mostró indulgente con quienes estaban acabando con su vida: «He perdonado a todo el mundo y en particular a aquellos que han ordenado mi muerte. Quienes sean, y Dios sabe que no quiero saberlo, que Dios los perdone».
La ejecución contó con dos verdugos. Al ver a uno de ellos toqueteando el filo del hacha, Carlos I se dirigió a él: «No dañes el hacha, eso podría hacerme daño». Tras ese inciso continuó hablando. El gran autócrata deseó libertad a los ingleses y se definió como «un mártir de la gente». El recuerdo de su abuela parecía volver una y otra vez a su mente, aunque nunca perdió la compostura: «Tenga cuidado con el hacha», rogó también al coronel Hacker, al mando de la ejecución.
Llegada la hora final, impartió unas instrucciones claras y concisas: «Diré unas oraciones muy breves y cuando extienda las manos estaré listo». Ocupó su posición y preguntó al verdugo: «¿Molesta mi pelo?». Así era, y su melena fue recogida con la ayuda del obispo que lo reconfortaba, a fin de dejar el cuello limpio. «Tengo una buena causa y el gentil Dios está de mi parte. Voy de una corona corruptible a una incorruptible, donde ninguna perturbación de este mundo podrá haber». Luego, según lo acordado, extendió sus manos y miró al cielo. Era la señal para el golpe del verdugo, único y certero. Cuando su cabeza fue alzada y mostrada, un suspiro emanó del gentío, más conmocionado que eufórico o vengativo. Algunos espontáneos se aproximaron a empapar sus pañuelos en la sangre del rey muerto, ávidos de hacerse con reliquias de quien consideraban un mártir.
El arrogante y valiente Carlos I sería un buen exponente de la contención emocional que históricamente definió el carácter inglés. Los sentimientos se guardaban dentro. Las efusiones emotivas se dejaban para alborotados sureños de humores nerviosos. Existe una expresión que resume aquel espíritu, el stiff upper lip, el labio superior rígido. Isabel II fue educada en esa escuela: máscara estoica, sentido del deber, reserva, una ceja que se arquea irónica ante el mínimo atisbo de desparrame emocional. Tal forma de ser la dejó en órsay en la jornada en que los ingleses mudaron de carácter, que tiene fecha exacta: 31 de agosto de 1997, el día en que murió en un choque terrible en París una sobrevalorada princesa, triste víctima de un cruel matrimonio con un hombre que no la quería y la traicionaba. Orwell, quien con tanta exactitud describió a comienzos de los años cuarenta la psique inglesa, no habría reconocido a su pueblo en aquel que lloraba a moco tendido por Lady Di, una multitud que tapizaba calles palaciegas con ramos de flores, una sociedad que despellejaba a su Reina por no sumarse al festival del luto gesticulante, que tan rápidamente encabezó el astuto Blair.
Isabel II, formidable maestra de lo suyo, sabe que la monarquía se sustenta sobre la historia, el ejemplo y unas gotas de majestuosidad y enigma. Todo requiere además de una cierta lejanía, pues en cuanto se aplica la lupa de proximidad no existe humano sin mácula, todos tenemos un pelo en la nariz. La Reina, of course, no ha concedido una entrevista jamás. Entrada en su novena década de vida, su agenda sigue barriendo a las de sus nietos William y Harry, que al hilo del 20 aniversario de la triste muerte de su madre protagonizaron charlas en televisión contando cómo sufrieron con el drama. Resulta entrañable el candor con que ensalzan a Diana, a la que idealizan como una suerte de santa laica. Pero quedan dudas de que su banalización realiy show de la monarquía mejore su futuro. Mientras ellos abren sus privilegiados corazones en bolos televisivos, mientras William proclama que «basta de labio superior rígido», Isabel II, con su bolsito negro y sus vestidos de cromatismo chillón, se patea con una sonrisa tenue la Inglaterra profunda, la del Brexit, la desesperanza y el olvido.

EL GPS SOCIAL

Todavía hoy el clasismo continúa marcando toda la vida inglesa. De manera casi endémica y automática, cuando un inglés conoce a otro lo escanea mentalmente para situarlo en el escalafón social.
Una de las muchas virtudes de España, que por supuesto nos cuidamos de no ensalzar, es que se trata de un país relativamente poco clasista. Sé que ante esta afirmación algún lector español fruncirá el ceño en desacuerdo, pero es así. Quien no lo crea, puede darse un garbeo por Inglaterra. Cada inglés lleva incorporado de serie una especie de «GPS Social», que hace que nada más conocer a una persona trate de ubicarla en una clase.
El primer filtro es la manera de hablar. En su divertidísimo y certero libro Observando a los ingleses, la antropóloga Kate Fox ofrece una lista de siete palabras que delatan a un advenedizo a oídos de la clase alta y aristocrática. Referirse a los baños como toilet hará arrugar la nariz de la élite, que siempre diría loo, o «lavuthry». Pero lo que dispara todas las alarmas es disculparse con pardon, expresión que la clase media y baja tiene por finolis, como muy del universo «Downton Abbey», pero que provoca justo el efecto contrario. Otros vocablos indicativos de cuna humilde son serviette para la servilleta, en lugar de napkin, o llamar al postre sweet. Samantha Cameron, el Príncipe Charles y mi amigo Bob Goodwin y su mujer Clare siempre dirían pudding.
Un test todavía más elocuente es la pronunciación. Aquí la norma es tan curiosa como sencilla: la clase alta acusa a la baja de comerse las consonantes —y es cierto—, pero los de cuna ilustre se zampan todas las vocales. Ante la palabra pañuelo (handkerchief), un currelas que esté soplando en un pub dirá «ankercheef», pero lo del lord resultará mucho más ininteligible: algo así como «hnkrchf». A los ricos de siempre les encanta hablar como si las palabras fuesen abreviaturas de guasap.
Existe un término medio y más comprensible: el inglés educado, lo que hablan Oxford y la BBC (todo un alivio para la oreja española). Los príncipes Guillermo y Harry han hecho un esfuerzo consciente por dejar de devorar vocales, como hace su progenitor Charles, para resultar más cercanos al pueblo adoptando un soniquete más BBC. En privado, siguen cultivando la entonación patricia y de hecho a William se le escapa el deje posh.
A la hora de vestir impera un principio fácil: a más emperifollamiento, menor clase social. Pulseras aparatosas, dorados, anillos impactantes, o varios, son alarmas que delatan al nuevo rico o rica, o al obrero que se quiere maquear por un día. Los gemelos de las camisas del gentleman han de ser pequeños y discretos y la corbata y el traje de tonos apagados. En las mujeres de clase alta se admiten un rostro y unos brazos ruralmente bronceados, síntoma de actividades campestres como la jardinería, el paseo o los deportes. Pero el bronceado playero se estima ordinario y ponerse como un chamizo, un abismo de la vulgaridad. A medida que aumenta la cantidad de piel que se deja ver, desciende la clase social. En el estío, el caballero inglés es más de camisa que de camiseta, y la remangará siempre por debajo del codo. Por supuesto las inefables bermudas constituyen un delito, salvo que se esté acometiendo una práctica deportiva. La escuela a la que has ido de pequeño, pública o privada, te marcará de por vida, y es algo que se tiene muy en cuenta en los currículos y entrevistas de empleo, hasta extremos desoladores.
Trasladémonos ahora un instante al otoño de 2015. Un orador de corbata azul, carillos rosados y pelo caoba oscuro, ondulado en leve tupé, habla en Mánchester en un inmenso auditorio, donde impera cierta etiqueta de elegancia dominguera. «Hay un problema social que tenemos que arreglar —comienza el orador—. En el lenguaje político lo llamamos falta de movilidad social. Dicho en lenguaje normal, se trata de que debido a su origen la gente no puede subir del fondo a la cima, ni siquiera alcanzar la mitad de la tabla».
Quién habla no es precisamente un socialdemócrata. Se trata de todo un patricio inglés, el por entonces primer ministro David Cameron, con remota sangre real en sus venas —aunque fuese por obra de una barragana de un monarca—, vástago de un potentado agente de bolsa, exalumno de Oxford, casado con Samantha, todavía más linajuda que él, hija de un terrateniente de inmensos pagos.
El primer ministro aborda el problema del clasismo británico en el congreso anual de su partido y su discurso continúa así: «Escuchad esto: Gran Bretaña tiene la menor movilidad social del mundo desarrollado. El salario que cobras está más vinculado a quién es tu padre que en cualquier país del primer mundo».
La audiencia tory se divide. Unos aplauden. Otros se remueven incómodos en sus asientos, sabedores de que ellos mismos son ejemplos perfectos del enchufe por obra de la cuna idónea. El primer ministro remata contando la historia de una chica de excelente currículo, pero que debido a su nombre africano no conseguía una entrevista de trabajo. En cuanto simuló que se llamaba Elizabeth las empresas comenzaron a convocarla.
La biblia de la etiqueta inglesa, Debrett’s, elabora desde hace 250 años sus listas de influyentes. En su última relación de los 500 británicos más relevantes, dos quintos habían estudiado en colegios privados de élite, pero esos centros suman tan solo el 7% del alumnado británico.
La pregunta «¿a qué escuela fuiste?» sigue siendo ineludible en la vida profesional y social inglesa. De las aulas de Eton, fundado en 1440, han salido 19 primeros ministros del Reino Unido. Por allí pasaron también Keynes, los príncipes Guillermo y Enrique, el novelista creador de James Bond y hasta George Orwell (becado). Matricularse en Eton cuesta el equivalente a más de 30.000 euros al año. Los otros dos colegios que completan la trinidad de la élite son Harrow y Winchester, el más antiguo de Inglaterra.
Los internados de fuste son muy útiles cuando se inicia la vida laboral. Las relaciones que allí se trenzan abren las puertas para la primera entrevista de trabajo. Muchos importantes empresarios resultan ser los padres «de aquel compañero de Eton», o de «aquel con el que compartí cuarto en Harrow». Esa cadena de favores cercena la ruta de la meritocracia.
Las aulas de Oxford y Cambridge, lo que se denomina en la jerga inglesa «Oxbridge», han aportado 41 de los 54 primeros ministros del Reino Unido desde 1721. Cierto que hay excepciones, como John Major, hijo de un trapecista de music-hall, quien ni siquiera acudió a la universidad, o Gordon Brown, que se graduó en una escocesa. Thatcher, hija de un tendero y una costurera, pudo llegar a Oxford gracias a una beca. Son rarezas en la senda habitual del establishment.
Históricamente el clasismo se marcaba mediante el acento. «My fair Lady», la obra de George Bernard Shaw luego llevada con gran éx...

Índice

  1. PRÓLOGO La mirada de un londinense
  2. INTRODUCCIÓN Mirando al London Bridge
  3. PARTE I. INGLATERRA: HISTORIA, COSTUMBRES Y TODO LO DEMÁS
  4. PARTE II. Y LLEGÓ EL BREXIT