Capítulo 1
EL LIBERALISMO: ACERCAMIENTO GENERAL
Introducción
Originalmente el liberalismo fue una crítica de la organización del poder político y religioso característica del Antiguo Régimen en los Estados confesionales postreformistas, que establecieron la complicidad entre el absolutismo real (el trono) y la religión oficial exclusiva (el altar). Las monarquías absolutas nacionales patrocinaban una Iglesia nacional; a cambio de la exclusividad, ésta tenía que proporcionar apoyo y obediencia incondicional al poder político. Aquel modelo nacionalista de confesionalismo estatal violaba el principio gelasiano de la diarquía cristiana (Gelasio I) y el principio gregoriano de la libertad de la Iglesia (Gregorio VII), por cuanto mezclaba los dos órdenes mediante la politización de la Iglesia e incurría, por tanto, en un monismo jurídico.
La terapia de separación que el liberalismo continental aplicó, en principio, podía parecer la solución, sin embargo, su resultado terminó en la exclusión de todo elemento de verdad y moralidad religiosa de la esfera pública y, por consiguiente, una nueva versión (al menos tan perniciosa como la anterior) de monismo jurídico, el de la omnipotencia y omnicompetencia del Estado. El laicismo vino a ser, en cierto sentido, corolario de esta filosofía política.
Su polo opuesto y reactivo fue el antiliberalismo feroz que prendió en buena parte de los católicos en el siglo XIX, aquel que pedía hacer «astillas del árbol maldito del liberalismo» (Alarcón) o el que consideraba pecado al liberalismo (Sardà y Salvany) siguiendo al Syllabus de 1864 que, junto a la encíclica Quanta cura, reforzó las condenas al liberalismo que años antes había lanzado Gregorio XVI en la encíclica Mirari vos, en 1832.
Lejos de aquellos extremos, el católico neoyorquino John Courtney Murray, SJ, distinguía varios tipos de liberalismo, como ya había hecho León XIII en su encíclica Libertas. Explicaba el jesuita norteamericano que el liberalismo continental (al que no dudaba en calificar de «sectario») proclama una libertad religiosa que se utilizaba, de hecho, como libertad para prescindir de la religión, o sea, para quitarle a la religión toda su relevancia en el orden social y en la vida pública. La evidencia se extendía por el camino que iba desde la Constitución Civil del Clero, en 1790, hasta la Ley de Separación, en 1905.
Si con Locke la religión viene a entenderse como asunto privado y las Iglesias asociaciones voluntarias con fines religiosos pero sin presencia pública, con Rousseau la religión civil es muy pública pero muy poco religiosa, es decir, «no es religión sino un medio de homogeneizar el Estado». La Carta sobre la tolerancia de Locke y el Contrato social de Rousseau son las dos referencias básicas para ilustrar tales movimientos del liberalismo clásico y del liberalismo revisionista. Sobre esos dos autores y sus respectivas obras volveremos en los capítulos 2 y 3 de este libro.
La equivocidad del término liberal
En un artículo titulado La reforma liberal, Ortega asumía resignadamente las dificultades de «apartar del liberalismo todo equívoco y volver a su simiente inmortal». Verdaderamente no es nada fácil saber qué es lo que se quiere decir cuando se habla de liberalismo. Por lo menos, es difícil hallar un simple denominador común a todas las ideas que pertenecen a la larga historia de la tradición liberal, ni siquiera circunscribiéndola a ámbitos específicos. El liberalismo pudo ser la doctrina de partidos concretos; pero a medida que pasó el tiempo, el liberalismo vino a ser —en aquellos sitios donde echó raíces— un acervo de actitudes sociales (un ethos históricamente ligado a la burguesía) de las que participaban grandes sectores de la vida pública.
En el momento presente persiste la ambigüedad. Tomemos como ejemplo el de los grupos o partidos políticos de las democracias representativas que dominan el escenario occidental. Aunque ya no es muy corriente que el término liberal adjetive a partidos políticos (por lo menos en el nombre del partido, pues sí es más habitual en el ideario), en el caso de que perviva no siempre está claro cuál es su lugar dentro del espectro político, si en la izquierda, en el centro o en la derecha. Todo depende de las pautas y tradiciones de cada cultura política. Mientras en EEUU «liberal» equivale a algo muy similar a nuestro «progresista» —«izquierdista», al modo norteamericano—, en Australia, en Japón o en algunos países europeos los liberales se ubican complacientes en las filas conservadoras.
Ronald Dworkin, en un ensayo cuya cita es obligada para hablar del liberalismo, dice que «el liberal viene a ser el del centro, lo que explica por qué tan frecuentemente se considera hoy que el liberalismo es blandengue y un «arreglo» indefendible entre dos posiciones más claras y definidas». Más allá de la catalogación como progresista, centrista o conservador, cabe razonablemente pensar que algún común denominador tendrá ese título de liberal. Lo vamos a ver en páginas siguientes.
Otra ambigüedad no de menor importancia viene de «los dos roles que —al decir de MacIntyre— el liberalismo ha jugado en el mundo moderno. Ha sido y es una de las partes contendientes con respecto a las teorías del bien. Pero también ha controlado en general el debate público y académico. Otros puntos de vista han sido normalmente invitados al debate con el liberalismo sólo dentro del marco de procedimientos cuyos presupuestos eran ya liberales».
Constatar la existencia real de ambigüedades no deja de tener su interés. Sin embargo, más importante para nuestro propósito es ir tras el carácter sintomático de las diferencias, y, si es el caso, entenderlas como productos de una larga historia, de la concurrencia de múltiples factores en la evolución del liberalismo y de la conjunción de ideas heterogéneas, que han generado discrepancias y disensos en su seno, ya desde hace mucho tiempo.
Liberales presentan el liberalismo
En estos primeros compases, dándole la palabra a varios autores que en nuestro tiempo se autocalifican de liberales, vamos en pos de una mejor aprehensión de su riqueza semántica, de que sus perfiles sean más claros.
Para Friederich von Hayek, una de las figuras eminentes del liberalismo europeo del siglo XX, premio nobel de economía en 1974, y desde el 1944 dedicado también a la filosofía política con su famoso Camino de servidumbre, el «principio fundamental» para un liberal está en que «en la ordenación de nuestros asuntos debemos hacer todo el uso posible de las fuerzas espontáneas de la sociedad y recurrir lo menos que se pueda a la coerción». Las concreciones de esta expresión tan abierta no tendrán desperdicio en el caso de Hayek, cuyo liberalismo ataca de frente el carácter demagógico y engañoso de la «justicia social».
Lawrence Kohlberg elaboró toda una teoría cognitiva de la evolución psicológica de la personalidad moral centrando su atención en el sujeto individual que se desarrolla en las sociedades liberales. Aseguraba que su propia ideología evolutiva se basa en los valores postulados por el liberalismo ético, para el cual los modelos tradicionales y el relativismo axiológico son rechazados en favor de los principios éticos universales, formulados y justificados por metodología filosófica y no simplemente por el método de la psicología. El liberalismo es, ante todo, «una doctrina de reforma social, de cambio social progresivo y constitucional, con unos principios morales alrededor de un concepto de justicia definido en términos de derechos individuales que se orientan, todos ellos, en torno a la libertad».
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