EL NEFASTO SIGLO XIX
La traca inaugural
El siglo que concluiría con los desastres navales de Cavite y Santiago iba a comenzar con el desastre naval de Trafalgar a causa de la antinatural alianza entre la monárquica España de Carlos IV y la revolucionaria Francia de Napoleón. Y a continuación llegarían los seis años de guerra contra el antiguo aliado durante los que los catalanes morirían a miles en defensa de la independencia de España, la religión católica y el trono de Fernando VII.
Como resumió el mariscal Berthier, «ninguna otra parte de España se ha sublevado con tanto encarnizamiento». Y, efectivamente, al comenzar el asedio de Gerona en julio de 1809, la Junta Superior del Principado emitió una proclama a los gerundenses solicitando la participación de todos en la lucha contra el invasor ya que «ninguna clase, ningún estado puede eximirse de tomar las armas y organizarse debidamente para repeler la agresión que sufren los derechos del Altar y del Trono, los intereses de la Nación española, su dignidad e independencia».
Pero no nos detengamos en la guerra y sigamos nuestro camino económico, no sin antes mencionar de pasada el delirio con el que los catalanes recibieron en 1814 al Deseado y los mil homenajes que le prestaron a su paso por Figueras, Gerona, Tarragona y Reus.
A continuación llegaría la pérdida del inmenso imperio americano trescientos años después del viaje de las tres carabelas. Y es importante subrayar que uno de los motivos de queja de los criollos, y una de las razones por las que muchos de ellos apostaron por independizarse de la metrópoli aprovechando su debilidad tras la francesada, fue el monopolio de ésta sobre el comercio, lo que se manifestaba, por ejemplo, en que todos los países que quisiesen traficar con los territorios americanos tenían que hacerlo a través de los puertos españoles.
Todo aquello no fue más que la entrada triunfal en el siglo XIX, el siglo negro de la historia de España en lo político, lo económico y lo militar. Pero no lo fue de Cataluña ni tampoco de las Provincias Vascongadas, sobre todo Vizcaya a partir del último tercio del siglo debido al auge de la siderurgia. Pues ambas regiones consiguieron hacer su revolución industrial a un ritmo casi equiparable al del resto de la Europa occidental mientras que España en su conjunto, país principalmente agrícola, quedaba bastante rezagada. Por eso, y nada más que por eso, surgió el separatismo que, enquistado, seguimos padeciendo hoy.
Así reflejó Balmes en 1845 la distancia existente entre Barcelona y las demás ciudades españolas:
«Salta a los ojos que esta ciudad se halla en circunstancias muy excepcionales con respecto a las demás poblaciones importantes de España. Basta pasar de ella a Zaragoza, Valencia, Granada, Sevilla o Madrid para palpar la diferencia. Al verla con sus numerosas fábricas, sus repletos almacenes, sus magníficas tiendas, sus elegantes edificios; al notar los hábitos de aseo en todas las clases; al observar el espíritu de trabajo y de adelanto que las domina, diríase que Barcelona no pertenece a España, sino que es una importación que se nos ha hecho de Bélgica o de Inglaterra. Nada se encuentra en ella que no contraste vivamente con la dejadez, la ociosidad, el desaseo que ofenden en otras poblaciones de la Península».
Pero su éxito fue relativo, pues tanto las industrias vascas como las catalanas siguieron en conjunto por detrás de las francesas, británicas y otras europeas en calidad y competitividad, por lo que necesitaron la política proteccionista de los gobiernos españoles para poder sobrevivir. De ello fueron muy conscientes la mayoría de los intelectuales, políticos y, sobre todo, industriales catalanes de aquel tiempo. Y, asegurando para sus productos la cautividad del mercado español y colonial al precio de perjudicar el comercio internacional y la industria de otras regiones, prefirieron seguir viviendo cómodamente protegidos por los aranceles en vez de innovar y arriesgar para poder competir en el mercado internacional.
La culpa fue del arancel
Por eso la historia de la economía española del siglo XIX y buena parte del XX es la historia del arancel.
Tras los antecedentes dieciochescos arriba mencionados, recién concluida la Guerra de la Independencia, Fernando VII sancionó la siguiente Real Orden (5 de noviembre de 1816):
«Como la venta de los tegidos de algodón extranjero influyen sobremanera en la decadencia y ruina de las fábricas de la nación, trascendiendo á la agricultura y comercio, ha merecido este punto la soberana atención del Rey nuestro Señor; y habiendo oído al Consejo pleno de Hacienda, se ha servido resolver lo siguiente: (…) 6º. Que, en conformidad del artículo 10 de la Real cédula de 6 de noviembre de 1802, debe continuar prohibida la introducción de los lienzos blancos, pintados o estampados de algodón, y los que tengan mezcla de lino, seda y lana, las cotonadas blabets, biones en blanco o azul, las muselinas y estopillas, los gorros, guantes, medias, mitones, fajas y chalecos hechos a la aguja ó el telar, los flecos, galones, cintas, felpillas, borlas, alamares, delantales, sobrecamas, franelas de algodón y lana, y otros cualesquiera géneros semejantes».
Una de las fechas más relevantes fue la de 1820, año en el que, paradójicamente, las Cortes del Trienio Liberal reforzaron la tendencia proteccionista ya apuntada durante el reinado de Carlos IV y continuada en los primeros años de Fernando VII, como acabamos de ver. Aunque la paradoja no lo fue tanto puesto que el proteccionismo fue una política muy extendida en la Europa postnapoleónica, intensificada en el caso español por la pérdida de los recursos y del inmenso mercado continental americano así como por su retraso industrial.
Uno de los más activos defensores del proteccionismo, el diputado catalán Juan de Balle, argumentó que el único camino para fomentar la industria de una nación era prohibir la entrada de los artículos extranjeros, como habían hecho todas las naciones ilustradas, sobre todo aquellas de industria naciente y por lo tanto vulnerable. Acusó a la pérfida Inglaterra de intentar aprovechar su adelanto industrial promoviendo el libre cambio entre las demás naciones mientras ella protegía con aranceles sus productos, alabó las medidas tomadas en España desde el reinado de Carlos III y puso como ejemplo de sus tesis la situación de Cataluña:
«Así lo hemos visto en Cataluña. El Señor D. Carlos III expidió la célebre pragmática de 14 de septiembre de 1771 por la que prohibió rigurosamente no sólo la entrada de todo género de algodón, o con mezcla, que fuese de fábrica extranjera, sino que ninguna persona, de cualquier estado y condición que fuese, pudiera usarlo en sus vestidos y adornos, bajo la multa y pena de comiso. Esta prohibición se hizo extensiva a las provincias exentas y se sostuvo con tesón no sólo en aquel reinado, sino en el posterior (…) Desde entonces las fábricas de hilados y tejidos de algodón han recibido considerable incremento con una rapidez de que hay pocos ejemplares (…) Al sistema prohibitivo adoptado por el Señor D. Carlos III se debió que Cataluña en el año 1808 contara en su territorio dos mil fábricas de algodón (…) Con las leyes prohibitivas vio Cataluña floreciente su marina mercantil, de tal manera que el año 1808 contaba más de doscientos barcos destinados a la carrera de América (…) Si las Cortes conceden la libertad de introducir géneros extranjeros, van a arruinar la benemérita, la heroica Cataluña, sembrando la muerte y la desolación entre aquellas familias que no tienen otro medio de subsistencia que el producto que les proporciona el trabajo que emplean en las operaciones de hilar, tejer y estampar el algodón».
El poeta y político liberal andaluz Francisco Martínez de la Rosa vio el asunto desde otra perspectiva:
«No hay cosa más desigual ni más injusta. Es injusta esta ley respecto de los consumidores, esto es, respecto de la mayoría de la nación, supuesto que por ella se nos obliga a comprar los géneros más caros y de inferior calidad; y si la riqueza o pobreza está en razón de los medios que se tienen para hacer estas adquisiciones, es claro que obligando a las clases consumidoras a comprar los géneros más caros se las hace más pobres».
Aunque tengamos que dar un salto de cuarenta y tres años, merece la pena intercalar aquí las palabras de uno de los más eminentes defensores de la doctrina proteccionista, el acaudalado empresario catalán Juan Güell y Ferrer. Pues en 1863, para responder a quienes acusaban a los proteccionistas de presionar a los gobiernos para que las leyes estuvieran al servicio de sus intereses en vez de los de la nación, dio a la imprenta esta significativa reflexión:
«Que no nos hagan, como de costumbre, el argumento de mala ley, de que como productores defendemos nuestros intereses: sí, defendemos nuestros intereses; ¿es acaso un delito defender uno sus intereses? El interés de los puros consumidores es un interés despreciable, perjudicial y del cual los gobiernos no deben preocuparse sino para destruirlo: el interés de las naciones es la suma de los intereses de sus productores».
Pero regresemos a 1820. Pues cuando el diputado catalán Guillermo Oliver y Salvá defendió los aranceles arguyendo que era el pueblo el que los pedía, Martínez de la Rosa le respondió que parapetar los intereses personales tras un supuesto interés popular era un argumento hipócrita:
«Pero pregunto yo ahora: ¿es éste el clamor de los pueblos? No señor, es sólo de las clases interesadas. Se habla de tales manufacturas o de tales artefactos, y al momento las clases que quedan perjudicadas levantan el clamor y dicen que es la voz de la nación; pero sólo se trata de sus intereses».
Y su colega asturiano Álvaro Flórez Estrada argumentó a su vez:
«Creo que el sistema prohibitivo es tan eminentemente injusto y opuesto al mismo fin que se propone, que es poco menos que vergonzoso el que el congreso se detenga a oír las razones en que se apoya esta doctrina. Es evidentemente injusto porque se reduce a que una docena de comerciantes con poco trabajo tengan en contribución la fortuna de diez o doce millones de individuos, esto es, que el comerciante pueda vender caro, y que el comprador que podía comprar barato, compre los géneros al precio que quieren los vendedores (…) La experiencia en todos los casos manifiesta lo contrario de lo que han propuesto las comisiones. Se prohíbe la importación de un género y se hace un gravísimo mal, porque la nación que acude a este remedio para evitar el comercio que tenía con otra, hace que esta otra se valga del mismo remedio, y una a otra se hacen un recíproco mal. El comercio es un cambio de cosas con cosas, y cuantas más restricciones le pongamos, cuanta menos libertad le demos, más perjuicios deben resultarnos».
Venció la postura de Balle y demás proteccionistas de todas las provincias, por lo que las Cortes prohibieron la importación de productos textiles extranjeros, lo que satisfizo grandemente a los industriales catalanes.
La historia siguió su curso. Entrose por aquí san Luis con su nutrida descendencia, cayeron los liberales y Fernando VII recuperó su absolutista naturaleza. Pero el proteccionismo continuó, apoyado sobre todo desde una Cataluña que iría destacándose como la región española en la que hasta los más progresistas eran proteccionistas.
El hierro y el vapor desembarcan en España
Pero no todo consistió en proteger el producto de la laboriosidad de los pañeros catalanes y otros arriesgados empresarios en la difícil España de aquellos años, ya que buena parte del desarrollo industrial dependió de las subvenciones recibidas del Estado.
Uno de los casos más significativos sucedió precisamente en aquellos años finales del reinado de Fernando VII. Pues al inquieto barcelonés José Bonaplata y Corriol, vástago de familia algodonera, se le ocurrió visitar Francia y, sobre todo, la puntera Inglaterra para estudiar in situ las novedades técnicas de su industria y comprar maquinaria para modernizar su empresa. En Londres consiguió que el embajador español, Francisco Cea Bermúdez, apoyara su plan en el Ministerio de Hacienda, del que, efectivamente, recibiría la muy notable cantidad de 65.000 duros de la época (1.300.000 reales) y exenciones arancelarias para la importación de la costosa maquinaria.
Bonaplata y sus socios no perdieron el tiempo, y en 1833, en la barcelonesa calle Tallers, bajando las Ramblas la primera a la derecha, se abrió la primera fábrica española con maquinaria metálica a vapor, que empleó a setecientos trabajadores.
Pero, lamentablemente, todo aquel trabajo y toda aquella inversión tuvieron muy corta vida. Pues en la bullanga de 1835, en la que, por la escasa acometividad de los toros de una corrida, las turbas barcelonesas saquearon y quemaron conventos y causaron numerosas víctimas, otro de sus objetivos fue la fábrica de Bonaplata. Pues acusaban a la maquinaria de provocar el paro, como habían hecho sus precursores luditas británicos algunos años antes y como volverían a hacer los catalanes veinte años más tarde con motivo del conflicto de las selfactinas (de self-acting, máquinas automáticas de hilar).
El periódico liberal barcelonés El Vapor propuso que el que debía pagar los platos rotos —de la fábrica, evidentemente, no de los conventos, por no hablar del gobernador militar Pedro de Bassa, que había sido arrojado por un balcón, arrastrado y quemado en la calle— era el gobierno de la nación por haber sido incapaz de mantener el orden:
«Si los gobernantes, siguiendo un sistema erróneo, dieron lugar al estallido popular de resultas del cual se quemó la fábrica, es justo y muy justo que la Nación indemnice a los propietarios de los perjuicios sufridos, toda vez que, por carecer de una ley de responsabilidad, no pueden los propietarios reclamar la responsabilidad de los agentes del poder».
De la misma opinión, Bonaplata y compa...