Caballo en el monte
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Caballo en el monte

  1. 96 páginas
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Caballo en el monte

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Información del libro

¿Cuánto dolor puede soportar un hombre?El protagonista de esta historia, como si fuera un nuevo santo Job, se hunde en las profundidades más insondables del sufrimiento humano. La guerra es la pena con que la humanidad sufriente se castiga a sí misma mediante el asesinato y la crueldad, que conduce directamente a la locura por el sendero de la aniquilación y la destrucción. En medio de un país desolado física y espiritualmente sobre el cual campa la muerte, ¿qué sentido hay todavía para el dolor?Y sin embargo lo encontramos en estas sentidas páginas. La tremenda e inesperada imagen de un caballo martirizado inútilmente se levanta como un nuevo Crucificado en medio del valle de lágrimas y muestra al mundo que todo dolor tiene un sentido, que en tanto el amor y el perdón existan la causa de la humanidad no estará perdida.

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Información

Año
2012
ISBN
9788499207711
Edición
1
Categoría
Literatura
Caballo en el monte

Capítulo I

Cuando estoy triste, me siento y me pongo a escribir. Hago una desordenada relación de mi vida. En mi memoria doliente, que sufre más de lo que a uno cualquiera le es dado imaginar, reviven acontecimientos de años pasados.
Soy un herido de la Gran Guerra. Paso el tiempo en nuestros Tatra polacos1. Mi cuerpo está ahora en ese estado llamado de «convalecencia» y mi alma realiza la maravillosa actividad que podríamos calificar de «volver en sí». Pues me encontraba lejos de mí, muy lejos. Peregrinaba hacia mí mismo años y años, haciendo camino por entre mi propia sangre y la de los demás. Y ahora por fin estoy volviendo en mí...
Observo los Tatra en invierno. Son grandiosos. ¿Es que hay algo, en el mundo entero, que pudiera llegar a compararse con esta universal explosión desenfrenada de tan gigantesca masa de tierra que se abalanza con su pujanza de piedra al azul abierto de par en par? Es el globo terráqueo que ofrece sus tensos senos salvajes al abrazo divino del cielo.
Cuando a la clara luz de mediodía contemplo las cumbres cubiertas de nieve, centelleantes por el inmenso sol, y veo cómo fulguran, deslumbrándome con un haz de luz, como si fueran esculpidas en un cristal de roca, lleno de diamantes - cuando contemplo estas enormes regiones montañosas, cubiertas enteramente por frondosas píceas, creciendo una al lado de otra, cual si fuera un bosque de flechas emplumadas disparadas de la tierra a lo alto del cielo en una descarga cerrada - entonces, conmovido por el llanto, no sé de dónde, del fondo del alma, brota una silenciosa oración de agradecimiento al Creador, pues Él, que creó de la nada la enormidad de estas argénteas montañas, cubiertas de elevados árboles, quiso crear también a ese ser sin duda miserable pero a la vez espléndido, que es el hombre, y que soy ¡yo!...
Pero junto con la niebla que fluye lentamente de todas las grietas montañosas en los días nublados, que emerge en las hendiduras de la roca y que desciende hacia el valle con un torbellino lóbrego y agobiante, de igual manera se abaten sobre mí —como si me estuvieran sepultando las elevadas cumbres que la bruma envuelve— las horas de la más terrible opresión del espíritu. Vago entonces entre píceas, de troncos mojados por la humedad, ramas inertes y doblegadas por el peso del agua, que recuerdan la ropa mojada y harapienta. Añoro el buen sol con una angustia desmesurada. Y llega entonces mi antigua tristeza. Advierto qué ha sido de mi cuerpo, herido por la guerra. Me siento asqueado, como si no fuera ya un ser humano, sino un saco pesado de carne extenuado por las enfermedades, lleno de una pasta de huesos destrozados y de fibras de nervios sueltas, arrancadas de mí hilo por hilo, como se desgarra una vieja tela para vendar las heridas.
Durante mis paseos solitarios, me entran deseos de abrazar los árboles que bordean la carretera, estrecharlos contra mi pecho con los brazos abiertos tan fuertemente como sea capaz, y llorar a lágrima viva, llorar con un llanto grande e incontenible...

Capítulo II

Aquel mes de agosto, memorable y que nadie olvidará jamás, cuando todas las tierras y todos los mares que dormían en una paz ociosa de repente se levantaron universalmente en pie de guerra, yo también me puse en camino hacia los grandes campos de batalla, impelido a alistarme en un ejército que no era el mío, que no era polaco. Por aquel entonces, administraba diligentemente las fanegas de la tierra que había heredado después de morir mi padre, siendo feliz por la fama de buen propietario con que era conocido en los alrededores. En la finca se quedó mi capataz: un hombre de densos bigotes, bien dotado para la administración. Su redonda obesidad y sus mejillas duras y curtidas recordaban a una hogaza de pan bien cocida. Verdad es que los rumores decían del señor administrador que más de una vez al amparo de la oscuridad de la noche había ido a vender mi trigo a avispados judíos, a escondidas y exclusivamente por su cuenta y riesgo, pero no había forma de probar la veracidad de tales afirmaciones. Los vecinos me envidiaban por tener tan buen administrador, de manera que todos vivíamos en una armonía jamás turbada.
Mi hermana menor se quedó, pues, como única señora de la casa. Era una muchacha de diecisiete años, la típica chica de campo de su edad, de ojos azules, pelo rubio y mejillas sonrosadas. Vestía un delantal de calicó color rosa y gobernaba en toda la casa sin que nadie pudiera contradecirla. Aquel era su reino indiscutible. Dada su poca edad, yo no me la tomaba muy en serio. Cuando se inmiscuía en mis asuntos, me metía con ella y le decía en broma: ¡Chitón, niñita! ¡A los niños se les vigila pero no se les escucha!” Después de la muerte de nuestros padres nos hicimos una única y misma persona. Nos queríamos enormemente. En la tierra hay muchas formas del amor, pero ¿cuál de estos amores será superior al amor entre hermano y hermana? Este amor se puede medir sólo con su propia medida. Este amor es la cima de los amores humanos. Por encima de él se encuentra solamente la adoración angélica. Al igual que sobre la nube primaveral anacarada no existe nada más que el cielo eterno de color azul cerúleo. Cuando el Reino de Dios se cumpla sobre la tierra, todos se amarán con este amor...
La partida repentina, causada por mi alistamiento en el ejército, fue para los dos como el mazazo de una gran desgracia. Hasta el día de mi muerte recordaré sus ojos llorosos, abiertos del todo y esa insistencia casi infantil:
«Mi hermano querido, vuelve sano y salvo. Vuelve enseguida, en cuanto puedas. ¡Mi corazón sufre tanto! No te imaginas cuánto te quiero».
Ya no volvimos a vernos más. Ella se llamaba Marychna.
Poco después de nuestra separación, partí al frente lejos de mi hogar. Las cartas no llegaban. La guerra me absorbió por completo. Después de un año, pasado en las marchas continuas de un lugar a otro, en escaramuzas permanentes y batallas, acabé acostumbrándome enteramente a mi nueva existencia. Ya no me impresionaba la marea moscovita que lo inundaba todo a mi alrededor. En su flujo y reflujo, sus victorias y sus derrotas, me sentía como si yo fuera una gota entre aguas indomables, arrebatada por una fuerza elemental, arrastrada por la marea sin poder ofrecer resistencia a su ímpetu. Me convencí de que el hombre puede sobrevivir a todo, de que puede superarlo todo y sacar provecho de cualquier situación. Por donde quiera que el hombre camine, encontrará al otro, a su prójimo, ni mejor ni peor que él. Todos pertenecemos - dentro de una familia gigantesca (aunque fatalmente enemistada) - a esta comunidad maravillosa: la chispa eterna de humanidad está presente en cada uno de nosotros. Este «algo» divino no apagado, «algo» mayor aún que las diferencias raciales, «algo» más fuerte que el odio colectivo de una nación frente a otra, «algo» mayor que el heroísmo del guerrero. «Algo» que en su paciencia radiante es más duradero que un pedazo de uranio, más valioso, como es sabido, que el más puro de los diamantes.
Los años pasaron uno tras otro. Cincuenta y cinco millones de hombres armados se mataban entre sí sobre la tierra y bajo la tierra, sobre el mar, debajo del mar y en el aire. De la soberbia germánica, del inaudito heroísmo de los combatientes de Verdún, del abismo sangriento de la revolución rusa, oscuro y repugnante cual fosa común, se alzó Polonia. Surgió como cuando después de una noche tormentosa sin estrellas, la rosada aurora proyecta por fin su llama carmesí sobre los rastrojos del campo. Se levantó de la tumba después de casi ciento cincuenta años, se levantó como si hubiera sido un gigantesco Lázaro saliendo de su sepulcro, todavía envuelto en su sudario y con los ojos aún tapados. Polonia se estaba levantando a despecho de las predicciones hechas por hombres sabios y poderos, y no era sino a causa del amor que le tenían aquellos que hasta hacía poco habían sido tildados de estúpidos o débiles; he aquí que Polonia se levantaba fuerte más allá de lo que podía imaginarse y muy por encima de los sueños más atrevidos.
Nosotros —los hijos que añoraban a la Gran Viuda y soñaban con ella— nos encontrábamos dispersos por todo el mundo. Y Nuestra Señora empezó a llamarnos, haciéndonos volver de todas partes por donde íbamos errantes, a hacernos volver de todas las encrucijadas y las espinosas sendas de nuestro calvario. Así como en primavera las aves migratorias vuelven a su país natal, y entonces se congregan en ruidosas bandadas sobre las estepas, montañas, los ríos y los mares - así también los soldados polacos dispersos se reunían, afluían a Polonia desde el Ecuador y del Polo, llevaban uniformes variopintos, propios de los ejércitos extranjeros en que habían servido, semejando corrientes de agua multicolores. Los arroyos que formaban estas tropas errabundas se unían con otros por el camino, creando así ríos de guerreros: divisiones, cuerpos de combate enteros. Hasta que por fin todo se fundió en un solo mar de cabezas caladas con gorras de cuatro puntas2, haciéndose un ejército nacional, una fuerza de combate al servicio de una nación libre. Ya no era en calidad de legionario extranjero ni como rebelde, sino como soldado regular de la Patria Independiente, como tenía el gran honor de derramar mi propia sangre y la ajena, combatiendo entre las filas de la heroica División Siberiana.
La historia de estas tropas, marchando durante dos años de acá para allá —por entre los ríos de Asia que desembocan en el Océano Ártico, atravesando la taiga siberiana (comparado con ella, el gran bosque de Białowie a3 parece tan sólo un simple boscaje), en medio del fuego incesante de las batallas, en la fatiga provocada por calores espantosos, o bajo fríos que transforman vastas ciénagas en mares helados, mientras que convierten los troncos de los árboles en auténticos postes de hierro clavados en el broncíneo suelo glacial, cubierto de nieve y de hielo — esta historia, digo, es la epopeya caballeresca que nadie cantará jamás. A los hombres que padecieron tales cosas basta con el mero recuerdo de sus padecimientos para que se les hiele la sangre en las venas y les dé un vuelco el corazón siquiera al pensar en la realidad de las cosas que pasaron, y cómo, pese a todo, están vivos y son libres.
Luchábamos hombro con hombro con la gente de Kołczak4 contra la turba de los bolcheviques. Ninguno de los dos ejércitos era mejor que el otro, los europeos no podrían ni imaginarse cuán salvajes que eran las dos hordas. En nuestro país no se acordaban de nosotros - el joven Estado tenía otras preocupaciones más importantes.
Estábamos maltrechos y totalmente exhaustos. Tan sólo nuestro espíritu inquebrantable nos permitió como por milagro sobrevivir juntos tanto tiempo. Era admirable que no nos partiésemos en trozos como si fuéramos tablones secos. Quien no haya estado con nosotros no comprenderá nunca lo que significa morir de nostalgia por la patria. Descubrí en mi alma vastas regiones hasta entonces inexploradas. Aprendí cosas nuevas de valor imperecedero. Pero lo único que no pude aprender fue a dejar de sentir un desprecio total frente a la masa contra la que luchaba, a no odiar su vacío moral y a no mirarlos como a seres infrahumanos.
Casi caí víctima del trabajo sangriento de los chequistas. Veía los cadáveres de mis soldados rematados por un puntapié del tacón en la cara, desollados vivos, quemados vivos. Miraba a mis pies los cuerpos inertes de mis compañeros de armas, asesinados de manera tan brutal que incluso aquellos que sólo vieron las fotografías realizadas para testimoniar los hechos, se sentían dominados por una repulsa y un temor insuperables. Entonces supe que no eran muertes normales, que no se trataba de una guerra normal. Empezaba a imaginarme que allá donde se luchara por el auténtico alma humana, no había tiempo para matar según las normas constituidas por los Convenios de La Haya y Ginebra.
Pasaron los meses. Se empezaba a hablar de nuestro regreso. Sucedió incluso más deprisa de lo que esperábamos. La t...

Índice

  1. Prólogo (Cezary Taracha)
  2. Caballo en el monte
  3. Epílogo (José Antonio Molina Gómez)
  4. Fotografías