La neutralidad de Franco
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La neutralidad de Franco

España durante los años inciertos de la Segunda Guerra Mundial (1939-1943)

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La neutralidad de Franco

España durante los años inciertos de la Segunda Guerra Mundial (1939-1943)

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Entre 1940 y 1942 España sufrió fuertes presiones por parte de los alemanes para que entrara en guerra y de los Aliados para que no lo hiciera. De hecho, ambos contendientes diseñaron planes de invasión de España y estuvieron tentados de llevarlos a cabo.Desde el verano de 1940 España se convirtió en un objetivo prioritario del Alto Mando alemán, que necesitaba el control de Gibraltar, la península y los archipiélagos en el marco de su estrategia de acoso a Gran Bretaña. A su vez, para el gobierno de Londres, la importancia de España había estado clara desde el principio: ya en la primavera de 1939, su Estado Mayor había valorado la neutralidad española incluso por encima de la alianza con la Unión Soviética.Construida sobre la base de una amplia documentación (británica, norteamericana, francesa, italiana, alemana y española), la presente obra describe los resueltos esfuerzos de un Franco que, disponiendo de un estrecho margen de maniobra, mantuvo a España apartada de la guerra durante los años en que ésta dependía de los británicos para su supervivencia, mientras que limitaba al norte con la Wehrmacht, el ejército más poderoso del mundo.

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Información

Año
2017
ISBN
9788490558386
Edición
1
Categoría
Historia

Capítulo 1
LA BÚSQUEDA DE UNA DIFÍCIL NEUTRALIDAD, 1939-1940

Los nueve primeros meses de guerra

La invasión de Polonia el 1 de septiembre de 1939, con el consiguiente estallido de las hostilidades entre Alemania, por un lado, y Francia, Gran Bretaña y Polonia por el otro, se produjo exactamente cinco meses después de terminada la guerra civil española. En España pareció un acontecimiento al mismo tiempo remoto y alarmante, pero en todo caso inconveniente precisamente a causa de la reciente terminación de la contienda civil.
Esta, además de una secuela de divisiones y temores que no iba a resultar fácil superar, había dejado una economía en situación ruinosa; el espectro del hambre asomaba con insistencia, y las perspectivas auguraban un cúmulo de adversidades aún mayor. España había perdido todo su oro y debía casi 500 millones de dólares a Italia y Alemania. Los gastos producidos por la guerra ascendían a 1.7 veces su PIB, con la pérdida de casi un tercio de su flota mercante y de su cabaña ganadera, la de la mitad de las locomotoras y la de unos puertos levantinos destrozados en su práctica totalidad. De todo lo enviado al extranjero desde la zona republicana, solo una pequeña parte se había recuperado. La producción industrial sufrió el descenso en un tercio y la agraria en una quinta parte. En su conjunto, la renta per cápita se desplomó en un 28%.
Nadie tenía la menor duda de que España no se encontraba en situación de abordar ningún género de participación en la guerra; ni siquiera los elementos más germanófilos del país pretendían brindar a Alemania algo más que apoyo moral y propagandístico. La previsión que se hacía en Madrid —y en la mayor parte de las cancillerías europeas— era que la guerra sería larga, [1] lo que acercaría a Stalin a su objetivo, ya que la destrucción de Europa occidental y central facilitaría el triunfo del comunismo tras la catástrofe bélica. La consecuencia de tal reflexión fue que urgía preservar la paz.
De modo que, cuando se produjo el asalto alemán, a nadie le extrañó que España no sólo se declarase neutral, sino que impulsara algunas iniciativas de conciliación entre los bandos enfrentados. [2] Antes del propio estallido bélico, el gobierno francés había tratado de utilizar los oficios diplomáticos españoles para detener el ataque alemán sobre Polonia, cuando Georges Bonnet, ministro de exteriores galo, requirió al embajador José Félix de Lequerica para que comunicara a Franco su pretensión de lograr un aplazamiento de diez días, merced a su relación con Hitler y Mussolini, a fin de convocar una conferencia internacional.
En aquella ocasión, de modo bastante prudente, Franco se dirigió al líder italiano, quien le disuadió de que asumiera el papel de mediador. Se ha querido explicar la decisión del Duce en función de que creía que lo que los franceses realmente deseaban era retrasar el ataque alemán, alcanzando así el otoño y que el terreno impracticable por las lluvias dificultara las operaciones militares; pero lo más probable es que Mussolini se viese a sí mismo como el llamado a desempeñar dicha labor de pacificación y no quisiera dejarle ese papel a Franco.
En todo caso, parece claro que Franco obró con prudencia trasladando la cuestión al Duce en lugar de dirigirse a Hitler, lo que seguramente le hubiera indispuesto con él.
En esos momentos, el mayor temor del Führer —resuelto a seguir adelante con su campaña polaca— es que alguien presentase una iniciativa de paz que pudiera comprometerle, al obligarle a pronunciarse en sentido negativo de forma pública. Precisamente en esos días, un hombre de negocios sueco, Birger Dahlerus —bien relacionado con algunas jerarquías del Tercer Reich y con importantes políticos británicos de la talla de lord Halifax y Neville Chamberlain— fracasaba en una misión de paz que trataba de poner de acuerdo a una y otra parte sobre una solución negociada referente a Polonia. Aunque aparentemente bien acogido en el Reich, parece que los alemanes —con la notable excepción de Göring— le utilizaron como coartada y para ganar tiempo. [3] En cualquier caso, advertido por Italia, Franco no llevó a cabo la empresa solicitada por Bonnet.
Aunque Franco rechazaría, pues, representar el papel de mediador por cuenta de otros, se erigiría en pacificador un poco más tarde, el 4 de septiembre, tres días después de que lo hiciera el papa, a modo de iniciativa propia. Dicha actitud se convirtió en la postura oficial española, una postura oficial que buscaba una auténtica neutralidad pero que reflejaba, al mismo tiempo, las simpatías que prevalecían en la sociedad española que eran, sin duda, germanófilas.
Ciertamente, la corriente pro-germana era muy poderosa en el interior del país, y abarcaba desde algunos sectores militares hasta la Falange, así como una parte de la tradicional opinión conservadora que, al igual que en la guerra anterior, mostraba una acentuada inclinación por Alemania. Esa extendida y profunda corriente de simpatía hacia el Reich alcanzaba la admiración incondicional en algunos sectores. Los falangistas constituían la clase de los germanófilos oficiales, pero en modo alguno eran los únicos. Los militares, por ejemplo, habían aprendido a admirar y respetar a los alemanes durante la guerra civil, y los más jóvenes estaban claramente entusiasmados ante el poderío de la Wehrmacht.
En ese ambiente, Franco sostenía una postura más equilibrada y decidida al mantenimiento de dicha neutralidad. Cuando los Aliados declararon la guerra a Alemania, en septiembre de 1939, España informó a los italianos de que no podría afrontar una guerra europea, al tiempo que Franco no se privaba de expresar su complacencia por la neutralidad del Duce. [4] Para España, en aquellos meses la neutralidad italiana constituía un argumento muy ventajoso: cuanto menos implicada estuviese Italia en la guerra, siendo como era aliada oficial de Alemania, más natural y comprensible resultaba la postura neutralista de España.
A fines del verano de 1939, los socios del Eje no podían considerar que la política de España fuese ni novedosa ni inexplicable. Incluso antes del estallido del conflicto, Franco había dejado claro cuál era su posición cuando, en octubre de 1938, manifestó una actitud sorprendentemente neutral con ocasión de la crisis de los Sudetes y la conferencia de Munich, lo que en Roma y Berlín se había interpretado como una insólita muestra de ingratitud. [5] En adelante, sus declaraciones públicas y sus comunicaciones a los italianos y alemanes serían del mismo estilo: no se podía contar con España, en caso de conflicto, como beligerante activo, aunque una actitud evidentemente favorable a Berlín y Roma se daba por descontada. Franco consideraba que la mera presencia de España en la retaguardia de los Aliados ya era motivo suficiente como para que estos se cuidasen de ulteriores aventuras —con lo que rendía un servicio a los germano-italianos—, y no parece que en esto le faltase razón; los franceses estaban muy preocupados por la posibilidad de que España abriese un frente en el sur, aunque los británicos insistían en que siempre sería mejor una España neutral por mucha amenaza potencial que supusiese, que una España abiertamente hostil. [6]
De forma taxativa, Franco había expuesto a los alemanes su decisión de no inmiscuirse en una próxima guerra: “Si surgiera en Europa un conflicto en el inmediato futuro, España tendría que permanecer neutral”. Y a los italianos les había vuelto a recordar que “en las presentes condiciones, España no podría afrontar una guerra europea”. [7]
Aquello era sumamente satisfactorio para los británicos, quienes mostraron su confianza en la postura de Franco, y se apresuraron a apuntalar la voluntad del Caudillo en un anticipo de lo que sería su futura política durante los años de la IIGM; en abril de 1939, y ante la “satisfacción” del Caudillo, se le hizo saber a este que los rumores que corrían acerca de que Gran Bretaña estaba interesada en una restauración de la monarquía para España eran falsos, puesto que el propósito de Londres no era sino el de respetar su jefatura al frente de los destinos de España. El gobierno de Su Majestad comenzó entonces a desarrollar una notable confianza en que España no iba a posicionarse del lado del Eje. [8]
El temor de Londres ante la guerra era grande, pero en realidad, y aunque se palpaba en el ambiente su inminencia, Hitler se mostraban agresivo porque estaba seguro de que los occidentales no irían a la guerra en ningún caso por Polonia; y, por su parte, los franceses, como los británicos, temían la guerra mucho más que la deseaban. El que esta finalmente se produjera representaría un fracaso de acuerdo a las perspectivas de Berlín; lo que el Reich buscaba era, todo lo más, desatar conflictos localizados a fin de obtener ventajas territoriales mediante campañas militares de carácter regional, que podrían degenerar en guerras de baja intensidad en el peor de los casos. Esos conflictos debían permitir la expansión hacia el este en busca del deseado enfrentamiento con la Unión Soviética. Por lo tanto, aunque por causas distintas, ni los alemanes ni los Aliados deseaban la guerra entre ellos.
De entre todos los posibles participantes en la futura guerra, los italianos temían el estallido de la guerra como los que más. Mussolini calculaba que Italia necesitaba aún entre tres y cuatro años para estar suficientemente preparada, de modo que, en el verano de 1939, el momento no era propicio para sus intereses. En el caso español, la postura de Italia era de gran trascendencia, puesto que se trataba del país al que el gobierno de Madrid estaba más ligado. Así que no fue muy tranquilizador conocer las intenciones de Mussolini de sumarse al Pacto de Acero en mayo de 1939, decisión con la que aparentemente secundaba la agresiva política exterior alemana. En realidad, Mussolini no estaba haciendo tal cosa, sino todo lo contrario: puesto que el tratado obligaba a efectuar consultas en todo lo relativo a la política exterior de las dos potencias, el Duce calculaba que de este modo estaría mejor informado y podría influir en la adopción de las medidas de la política exterior conjunta, moderando las apetencias germanas y minimizando así el riesgo de que estallase un conflicto. [9] Sin embargo, desconociendo los españoles las verdaderas intenciones de Mussolini, en el ministerio español de Exteriores cundió un cierto desánimo.
Además, durante el verano, Italia fue informando a Madrid del acercamiento de la guerra. La diplomacia española en Roma ya había sacado las consecuencias de la evidente aceleración de los planes bélicos italianos, si bien aquello no era indicio indudable de intenciones agresivas inminentes, por lo que Franco no tuvo una razonable seguridad del peligro que se cernía hasta unas dos semanas antes de que el Reich invadiese Polonia. El propio Mussolini hizo saber a España que su voluntad era la de mantenerse al margen; para reforzar este propósito, el Duce aventuró incluso que la participación de Italia iba de la mano de España, y que sabía que esta tenía necesidad de un largo periodo de tranquilidad. Las comunicaciones a este respecto entre las dos naciones continuaron durante los últimos días de paz.
El 30 de agosto de 1939 se celebró una larga entrevista entre el embajador portugués, Teotonio Pereira, y el ministro de Exteriores, Juan Luis Beigbeder, encuentro que el español utilizó para apuntalar la neutralidad de su país. Beigbeder, nombrado ministro apenas dos semanas antes, comunicó a Pereira que Portugal constituía el objeto preferencial de la política exterior española. Aseguró a Lisboa que España sería leal a su gobierno y que para Madrid las relaciones con Portugal representaban una suerte de salvaguarda de su propia posición. Beigbeder, además, confirmó al portugués que no veía ningún inconveniente en que su país se inclinase, en la pugna entre los Aliados y los alemanes, hacia el Reino Unido. [10]
Las relaciones de España y Portugal eran excelentes, como resultado de la semejanza ideológica de ambos gobiernos y del apoyo de Lisboa durante la guerra civil. Desde el despertar del conflicto que enfrentó a Alemania con Checoslovaquia en septiembre de 1938, Franco ofreció un tratado de no agresión a Lisboa. El primer ministro, Oliveira Salazar retardó la aceptación del mismo, pues sospechaba que podía volverse contraproducente: España se acercaría a Gran Bretaña a causa de su tratado con Portugal, lo que resultaría particularmente peligroso dadas las fluidas relaciones de Madrid con Roma. Ante tal panorama, Lisboa corría el riesgo de perder su imperio, repartido entre italianos e ingleses. [11] Sin embargo, los portugueses terminaron accediendo, y el 17 de marzo de 1939 se firmó el tratado, que sería conocido como Pacto Ibérico en 1942, cuando las necesidades de la política exterior lo demandasen de este modo para subrayar el carácter neutralista de ambos signatarios. Si Portugal finalmente firmó en 1939 ello se debió, sin duda, a que el documento no buscaba más que asegurar la neutralidad, pues se trataba de “seis artículos que buscan, básicamente, hacer imposible que la península se torne en escenario de guerra alguna”. [12]
Un día antes, el 29 de agosto, en la Wilhelmstrasse se recibía la notificación de que el gobierno de Lisboa permanecería fiel a su alianza con Gran Bretaña, [13] aunque su intención era la de mantenerse neutral. Los portugueses, sin embargo, no estaban seguros de ser capaces de resistir las presiones británicas; España advertía que, en tal caso, la situación cambiaría, aviso que probablemente Madrid utilizó para halagar los oídos alemanes. El interés del gobierno de Franco, en ese momento, era declarar una neutralidad que no pudiera ser interpretada por Berlín como una expresión desagradecida de desentendimiento, de modo que Beigbeder aseguró al embajador von Stohrer que, si bien España observaría una neutralidad efectiva, haría todo lo posible por ayudar a Alemania, ya que la victoria de los Aliados representaría la desaparición del régimen español. La relación con Portugal se enmarcaba en ese propósito de jugar un papel de neutral benevolente. [14]
En consecuencia, al día siguiente de la declaración de guerra anglo-francesa a Berlín, Franco proclamó oficialmente la neutralidad española en el BOE: “Constando oficialmente el estado de guerra que por desgracia existe entre Inglaterra, Francia y Polonia de un lado y Alemania del otro, ordeno por el presente la más estricta neutralidad a los súbditos españoles, con arreglo a las leyes vigentes y a los principios del Derecho Internacional”. [15] Los británicos tomaron nota y mostraron su satisfacció...

Índice

  1. INTRODUCCIÓN
  2. Capítulo 1 LA BÚSQUEDA DE UNA DIFÍCIL NEUTRALIDAD, 1939-1940
  3. Capítulo 2 EL CAMINO DE HENDAYA
  4. Capítulo 3 DIFÍCIL SUPERVIVENCIA
  5. Capítulo 4 EL GRAN CAMBIO
  6. BIBLIOGRAFÍA