JESU, DULCIS MEMORIA
Jesu, dulcis memoria,
dans vera cordis gaudia:
sed super mel et omnia,
ejus dulcis praesentia.
Nil canitur suavius.
nil auditur jucundius,
nil cogitatur dulcius,
quam Jesu, Dei Filius.
Jesu, spes penitentibus,
quam pius es petentibus!
Quam bonus te quaerentibus!
Sed quid invenientibus?
Nec lingua valet dicere,
nec littera exprimere:
expertus potes credere,
quid sit Jesum diligere.
Sis, Jesu, nostrum gaudium,
qui es futurus praemium:
sit nostra in te gloria
per cuncta semper saecula. Amen .
Tanto en la raíz de este canto como en el fondo de nuestra vida hay un pensamiento de consolación. Y, en efecto, la aparición de Dios en el mundo es ante todo un sobresalto de inesperado consuelo.
Si al cantar este himno nuestro primer sentimiento no es un estremecimiento consolador es porque no percibimos el acontecimiento de Cristo en su verdadera naturaleza. Más acá o más allá de todos nuestros errores, de todas nuestras equivocaciones, sea cual sea la situación de nuestro ánimo, caer en la cuenta de la iniciativa que el misterio de Dios ha tomado viniendo al mundo es, antes que nada, una consolación.
¿Cuál es este pensamiento consolador, esta memoria que se opone al pensamiento aterrador del juicio? Lo que Dios empieza lo lleva a término.
¡No hay nada más cierto y reconfortante, nada que dé más aliento que esto!
¿Y cuál es la única condición que se nos exige? Que uno sienta la vida con seriedad y, consecuentemente, use las palabras de acuerdo con la trascendencia que tienen: «Señor, si tú empiezas algo en este mundo, si empiezas algo en mí, en mi mundo, es para llevarlo a término».
LA LUZ DE LA AURORA YA BRILLA
La luz de la aurora ya brilla,
el cielo se viste de cantos,
la tierra celebra gozosa
a Cristo que vence la muerte.
La Vida ha vencido a la muerte,
el Amor ha lavado el pecado,
y Cristo, esplendor de la gloria,
alumbra ya nuestra mañana.
La noche ha pasado del todo,
el día de nuevo amanece,
y nos descubrimos con gozo
hermanos unidos en Cristo.
Como a Magdalena, a nosotros
que Cristo se nos manifieste,
nos salga al encuentro y nos llame
Aquel que murió y ahora vive.
Retorne a nuestro camino
y como a los suyos nos hable;
de nuevo al partirnos el pan
veremos su rostro viviente.
Que un nuevo Huésped se una
a nuestro encuentro concorde,
confirme la fe vacilante
mostrando sus llagas gloriosas.
En esta alegría de Pascua
nos hace de nuevo inocentes,
¡cantemos a Cristo glorioso,
al Padre y Espíritu Santo. Amén .
El cielo se viste de cantos, la tierra celebra gozosa a Cristo que vence la muerte. El hombre es la conciencia viva de la tierra; la tierra y el cielo celebran gozosos a través del entendimiento y del amor del hombre, ese nivel de la naturaleza en el que ésta se hace consciente, inteligente, afectiva y capaz también de obrar conforme a un significado. Por tanto somos nosotros el verdadero sujeto de esta fiesta de la creación entera: nuestra conciencia o, para ser más exactos, nuestro corazón . ¿Por qué motivo esta fiesta de todo lo creado? El mundo puede agobiarse por una mala noticia —por una catástrofe natural o el estallido de una guerra—, pero el cristiano, cualquiera de nosotros, al despertarse por la mañana repite estas palabras; y no por indiscreción o insensibilidad, sino porque siguen siendo verdad aunque estallase una guerra, la tercera guerra mundial. ¿Por qué entonces esta fiesta de toda la realidad? La Vida ha vencido a la muerte, el Amor ha lavado el pecado; y Cristo, esplendor de la gloria, alumbra ya nuestra mañana. Una positividad última aguarda al final de todos los avatares, incluso de una tercera guerra mundial, incluso de mi pecado, porque el Amor ha lavado el pecado.
La noche ha pasado del todo. Cristo ilumina el camino que tenemos que recorrer, de modo que todo lo que es oscuro e inexplicable fluye a nuestras espaldas, es como si pasara a segundo plano. La señal de que gozamos de una nueva claridad, el signo de que el alma alberga la alegría es que en Él nos descubrimos hermanos: descubrimos la verdad última de nuestra naturaleza humana.
Por tanto, por encima de todo, existe un hecho que nadie puede impedir que haya ocurrido: Cristo ha resucitado de entre los muertos. El eco del anuncio de este acontecimiento es la alegría: Cristo resucitado ilumina nuestro rostro y nuestro camino. Hay un poder más grande que nuestra debilidad: Cristo, el Amor mismo, lava nuestro pecado.
Al iluminar su presencia nuestro camino, ¿qué nos hace ver en primer lugar? Que somos hermanos. Esta nueva luz, la luz de Cristo resucitado, hace que nos descubramos hermanos. Está vivo, por eso no deja que se le pierda ninguno de los que el Padre le ha dado: uno a uno nos va salvando.
¡Retorne a nuestro camino y como a los suyos nos hable! ¡Cuántas caras pálidas y consumidas, no digo ya por el vicio, sino por la desidia, por una inercia que no sabe pedir! El hombre se distingue del animal porque tiene la libertad; y la explicitación típica de la libertad es la capacidad de pedir. Sin decisión, sin energía, ¿cómo se puede pedir: «Señor, date prisa en socorrerme» ? Muy a menudo no nos implicamos en la petición. De la misma manera tampoco nos implicamos en la escucha atenta de Cristo, de su palabra, del evangelio, de lo que él nos dice. Pero si la oración carece de dramaticidad, significa que no hay petición. Una petición no puede ser impasible; y resulta trágica cuando de por medio está en juego algo que es cuestión de vida o muerte. No se puede leer un texto de manera verdaderamente humana —como un hombre consciente, un caminante hacia el infinito— sino entrando en diálogo con el Misterio que está dentro de esas palabras, que asoma detrás de ellas, que aparece en el horizonte de esas palabras.
Que un nuevo Huésped se una a nuestro encuentro concorde. Si no tenemos una memoria viva, capaz de explicitarse en estas palabras, ¿cómo aguantaremos el peso de la jornada? Lo que debe acontecer en nosotros es una conciencia cada vez más viva de lo que dice la Carta a los Hebreos: «Pero Cristo, después de haber ofrecido por los pecados un único sacrificio, está sentado para siempre jamás a la derecha de Dios y espera el tiempo que falta hasta que sus enemigos sean puestos como estrado de sus pies» , hasta que todos lo reconozcan. El sentido del tiempo es el hecho de que todos han de reconocerlo. Y nosotros somos las primicias de este reconocimiento.
En esta alegría de Pascua nos hace de nuevo inocentes. La inocencia es la dependencia de Dios, del Dios vivo; no el de nuestros pensamientos, sino del Dios que se hizo hombre, creó la Iglesia y te ha llamado a desempeñar un papel en la vida, te ha asignado una tarea, te ha llamado a ocupa...