Sobre la Leyenda Negra
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Sobre la Leyenda Negra

  1. 370 páginas
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Sobre la Leyenda Negra

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Sobre la Leyenda Negratrata de analizar, cuestión a cuestión, cada uno de los hitos y temas que conforman no sólo un género historiográfico erigido a partir de dicho rótulo, sino ante todo un prisma a través del cual se reconstruye negativamente la Historia de España, dando como fruto una ideología de indudables repercusiones en el presente de la nación española.El resultado de este análisis no es una "leyenda rosa" de signo contrario pero igualmente legendaria, sino un retrato, el de la identidad histórica de España, que permanece deformado por la transformación caricaturesca que sobre la misma produce la Leyenda Negra. Este libro permite así obtener una imagen de España más ajustada a la realidad histórica. Una realidad histórica que resulta ser, a la postre, bastante más favorable a España de lo que muchos piensan.

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Información

Año
2018
ISBN
9788490558638
Edición
2
Categoría
Historia

I. DE LA ESPAÑA IMPERIAL

Si el ortograma imperial hispano se perfila en los primeros compases de la Reconquista, es con la finalización de la misma y la expansión americana cuando la Leyenda Negra adquiere verdadero vigor gracias a las potencias europeas rivales. No obstante, antes de tales hechos, el avance de la Corona aragonesa por el Mediterráneo permitirá ir fijando estructuras hispanófobas de gran recurrencia.
Con el Imperio en marcha arreciarán las obras críticas con la empresa española, obras a las que, como veremos, apenas se dio respuesta en su momento. En esta primera parte nos proponemos tratar algunos de los clásicos hitos negrolegendarios.

Capítulo 1
DE LA VENGANZA CATALANA AL SACO DE ROMA

El sábado 23 de diciembre de 1905 el periódico madrileño El Globo reproducía un artículo del hispanista francés Georges Nicolas Desdevises du Dezért (1854-1942) aparecido en la francesa Revue Bleue. En su texto, el historiador galo decía:
«Los países catalanes no fueron conquistados por Castilla, que actualmente los gobierna; entraron con todos sus privilegios y conservando los derechos de su nacionalidad en la Confederación aragonesa, guardándolos hasta que Carlos V heredó las dos coronas de Aragón y de Castilla.
Hasta el siglo XVIII conservaron la plenitud de su independencia administrativa y judicial, y hasta que Felipe V las suprimió, las Cortes estuvieron en posesión de las leyes civiles particulares de su región».
El escritor francés, que mantuvo una interesante relación epistolar con Miguel de Unamuno (1864-1936), deslizaba en sus misivas argumentos del siguiente estilo:
«Si le he llamado a usted ‘castellano’ en el artículo de la Revue Bleue es porque ha hablado usted en medio de los catalanes como castellano. En eso del catalanismo aquí está mi parecer: Cataluña es industriosa, más culta que muchas otras provincias de España y sufre penosamente la insufrible administración y los vejámenes de los politicastros castellanos; quiere administrarse por sí esperando que las cuentas le saldrán mejor, y eso me parece justo y bueno; porque soy partidario de la vida provincial y poco afecto a todo lo que huele a centralización. Pero hay catalanes que quieren separarse por completo de España e idean un imperio catalán independiente, con el ensanche del Roselló, Valencia y Baleares. Eso me parece mera locura, y no la he disimulado a mis amigos de Barcelona...».
La expresión «Países Catalanes» había abandonado, desde finales del siglo XIX, los ámbitos geográficos o lingüísticos para adoptar unos perfiles políticos que darían pie a los actuales nacionalismos fraccionarios que operan en España. El cotejo de las fuentes [6] muestra a las claras de qué modo muchos de los mitos que hoy siguen activos en los sectores catalanistas ya estaban plenamente vigentes en su mismo arranque.
Como es bien sabido, la reivindicación de la independencia de los así llamados «Países Catalanes» constituye una de las aspiraciones maximalistas de las facciones separatistas catalanas que, no satisfechas con tratar de desgajar a Cataluña del resto de España, pretenden arrastrar en su deriva secesionista a Baleares y Valencia. Con el territorio catalán como punto de partida, el origen del catalanismo, previo a la pretendida totalización pancatalanista, esgrimió en sus orígenes argumentos de índole racial, tomando gran parte de sus enseñanzas de la pujante Antropología que había echado a rodar en Francia, lugar donde se formaron algunas de las más representativas figuras fundadoras de este movimiento político. El Ebro constituía la barrera divisoria entre dos razas cuyas diferencias antropométricas propiciaban el surgimiento de un movimiento liberador de una España que guardaba las esencias negrolegendarias [7].
Sin embargo, el racialismo, vencido en los campos de batalla de la II Guerra Mundial, dejó paso a unas señas de identidad más suaves, desligadas de lo estrictamente corporal: ahora sería el idioma el que separaría a Cataluña del resto de España, y uniría a ésta con Valencia y Baleares. La historiografía catalanista se sumó entusiasta a tal estrategia, encontrando en las posesiones aragonesas previas a la unión con Castilla el momento histórico propicio para fundamentar la construcción, entendida como reconstrucción, de unos tales países. Al fin y al cabo, las naves que ampliaron las posesiones aragonesas —Cerdeña, Sicilia, Nápoles y Neopatria—, transmutadas oportunamente en «catalano-aragonesas», partieron de un litoral del que el actual Aragón carece. Para rematar la cuestión, la Corona aragonesa será interpretada, desde la historiografía secesionista militante, como «confederación», denominación que aunque no se atiene a la realidad, da apariencia de debilidad, eventualidad y de cierta atomización política y administrativa.
La expansión mediterránea de Aragón comenzó a principios del siglo XII, para alcanzar su máximo esplendor con Fernando el Católico (1452-1516). Será precisamente desde los territorios italianos dominados por esta Corona desde donde se comiencen a propagar argumentos hostiles hacia los españoles. Y conscientemente decimos españoles, refiriéndonos sobre todo a los catalanes, pues desde las costas catalanas partió tal expansión territorial, teniendo presente que son precisamente los catalanes los primeros en recibir el nombre de «españoles» por parte de sus vecinos ultrapirenaicos. La palabra «español» tiene su origen en el francés provenzal espaignol, procedente a su vez del latín medieval hispaniolus. Todo ello sin olvidar que estos territorios fueron conocidos como Marca hispanica antes de recibir el nombre de Cataluña, o lo que es lo mismo: «tierra de castillos» o «de castellanos». La Catalonia hoy empleada como señuelo separatista, tan próxima etimológica e históricamente a Castilla en definitiva. La proximidad y relación que con la Provenza, atraídos a partir del siglo XIII por los estudios de Medicina y Derecho impartidos en la Universidad de Montpellier, tuvieron los catalanes propició la cristalización de este vocablo entre los franceses del sur, palabra que venía a sumarse a otras denominaciones como natione hispana o «las Españas». En suma, vocablos todos ellos atribuidos a una unidad mucho más perceptible desde el exterior, la que ya desde Roma se estableció teniendo por nombre Hispania. Unidad geográfica y administrativa, a modo de bloque, favorecida por su entidad peninsular, escala que favoreció el hecho de que, al menos hasta el siglo X, Spania fuera el nombre con el que se conocía la mayor parte de la Península, todavía en poder de los musulmanes [8].
En cualquier caso, los Países Catalanes resultan de desgajar de los territorios de la Corona de Aragón, precisamente el Aragón actual y parte de su expansión territorial mediterránea, llevada a cabo en gran medida por los míticos almogávares, en los que nos detendremos un instante.
Tenidos comúnmente por fieros guerreros catalanes, el origen y composición de estas tropas, que no su fiereza, es discutiblemente catalán, sin que ello niegue el hecho de que de los territorios que hoy componen Cataluña procedieran un gran número de ellos. A los almogávares se les han atribuido varios orígenes, entre los que se cuenta la teoría según la cual descenderían de residuales grupos visigóticos, atribución que no es descabellada si tenemos en cuenta que el avance musulmán concentró en las zonas norteñas españolas a algunas bolsas poblacionales preexistentes, a los cuales se sumaron importantes contingentes mozárabes, obligados a desplazarse hacia tierras cristianas a causa del progresivo endurecimiento de las condiciones de vida en territorio musulmán.
La propia palabra —de hecho Francisco de Moncada (1586-1635), en su Expedición de los catalanes y aragoneses contra turcos y griegos emplea la voz «almugávar»— tiene una incierta etimología, haciendo referencia, en todo caso, a una turba especialmente ruidosa y vocinglera o a un puñado de guerrilleros que se adentran en territorio enemigo para conseguir un botín por medio de algaradas. Sea como fuere, entre las arriscadas filas de los almogávares se contaba con gentes catalanas, aragonesas, valencianas, navarras e incluso andaluzas. En efecto, los llamados golfines se integraron en tal tropa. Se trataba, en este último caso, de grupos que habían quedado, al igual que sus compañeros septentrionales de los Pirineos, semiaislados en zonas de las montañas de Sierra Morena. Almogávares castellanos, en definitiva inasimilables para la historiografía catalanista al servicio de la construcción de los Países Catalanes, proyecto cuya legitimidad, además de cultural, necesita de avales históricos de hondas raíces.
De estos golfines, mozárabes al fin y al cabo, disponemos de algunos datos [9], como es la noticia que se tiene de que el rey de Navarra y Aragón, Alfonso I el Batallador (1073-1134), se llevó consigo a 12.000 tras su primera incursión en Andalucía. Por lo que se refiere a los mandos, junto a catalanes y aragoneses, hubo valencianos como Bernat de Rocafort (1271-1309) —sin olvidar que el propio Montaner se crió en este reino—, e incluso calabreses como Roger de Lauria (1245-1305).
Del origen y la etimología relacionada con los almogávares se ocupó Ramón Muntaner (1265-1336), testigo presencial que, al modo de Bernal Díaz del Castillo en Nueva España, escribió la crónica que lleva su nombre, combatiendo en Sicilia y Constantinopla a las órdenes del italiano Roger de Flor (1266-1305), quien inició su relación con la Corona aragonesa sirviendo a Federico II de Sicilia (1272-1337), hijo de Pedro III el Grande de Aragón (1240-1285). Es, sin embargo, en la propia Crónica de Muntaner donde arranca uno de los principales argumentos que llevan a identificar almogávares con catalanes, pues será en Bizancio, y tras el asesinato de Roger de Flor, cuando tuvo lugar una violenta reacción de sus tropas, denominada por Muntaner como «venganza catalana» [10], represalia capitaneada por el aragonés Berenguer de Entenza (¿?-1306), sucesor de Roger de Flor. Cabe, sin embargo, darle otra interpretación al calificativo «catalán» otorgado a estos episodios históricos: si muchas de las acciones realizadas por castellanos se han llamado indistintamente españolas, no es excepcional entender como española tal venganza, máxime cuando las políticas seguidas por los monarcas aragoneses, como es el caso del rey Jaime I el Conquistador (1208-1276), también conde de Barcelona, siguieron una política bélica que convergía perfectamente con la llevada a cabo por el resto de reinos cristianos. Pese a todo, en la introducción de la edición bilingüe que en 1860 prepara Antonio de Bufarull (1821-1892) para la Diputación de Barcelona, encontramos afirmaciones como la siguiente:
«… el catalanismo, desarrollado en los siglos medios bajo el patronato de los reyes de Aragón, fue una verdadera nacionalidad, de que sólo se exceptuaba oficialmente el reino aragonés» [11].
Lo que no impide que este impulsor de la Renaixença afirme la españolidad del idioma catalán, verdadera herramienta catalizadora de un catalanismo que abandonaría la esfera cultural para buscar una implantación política más sólida. En Bufarull encontramos ya, de forma explícita, la idea confederal, con el origen en la confederación catalano-aragonesa, en que se asientan los Países Catalanes. Su ideología está próxima a la de Francisco Pi y Margall (1824-1901), como podemos percibir en esta otra cita extraída del mismo lugar:
«España, como he defendido en otras ocasiones, no es una nación, y sí un conjunto de nacionalidades, cada una de las cuales tiene su historia y su gloria particular, que las demás no conocen, originándose de esta ignorancia que sólo prepondere y se tenga por única buena y capaz la que ha tenido medios de absorber toda la importancia. Esfuérzense, pues, en cada una de esas antiguas nacionalidades, para resucitar todo lo bueno que guardan dormido y olvidado, y así se logrará que la nación española brille con todas las bellezas de su heterogeneidad…».
Al margen de la ideología del traductor Bufarull, un detalle habla a las claras de hasta qué punto la unidad, que no uniformidad, hispana era una realidad a principios del siglo XIV. No parece una casualidad el hecho de que una de las principales embarcaciones de Muntaner se llamara La Española. Por otro lado, ni el grito de guerra de los almogávares: «¡Aragón! ¡Aragón!» o el más famoso: «¡Desperta ferro!», aluden a Cataluña de forma explícita sino oblicua, pues estas tierras, como quedó dicho, formaban parte de una unidad política de superior entidad reconocida por el propio Muntaner, quien al referirse a los reyes españoles, continuamente unidos mediante enlaces matrimoniales, afirma que «son d’una carn e d’una sang». Más allá de estos detalles documentales, la estrategia de conquista y de alianzas matrimoniales de los diversos reinos hispanos avalan la tesis de su acción coordinada en la Reconquista, hecho al que hemos de unir la existencia de numerosas instituciones jurídicas, como el Fuero Juzgo, cuya observancia era com...

Índice

  1. Prólogo a la presente edición
  2. Prólogo a la primera edición
  3. Introducción
  4. I. DE LA ESPAÑA IMPERIAL
  5. II. APARICIÓN DEL RÓTULO «LEYENDA NEGRA»
  6. Final
  7. Bibliografía