8. EN EL CORAZÓN DEL ANUNCIO CRISTIANO
Constatar que el contexto mundial de nuestros días es “plural”, aunque esté necesitado de un factor de unificación, sugiere la idea de que las diferencias pueden ser positivas. Sin embargo, cuando hoy hablamos de “sociedad plural”, la expresión ciertamente parte de reconocer la pluralidad de sujetos en liza, pero sobre todo quiere indicar que esa pluralidad ha llegado a ser hasta tal punto relevante, y también a menudo conflictiva, que reclama una inédita configuración antropológica, ética, política, jurídica y económica de la sociedad actual, como he intentado mostrar en el recorrido propuesto en la primera parte de este libro.
A mi parecer, en este campo se ha privilegiado un planteamiento más bien pragmático, poco atento a sus presupuestos teóricos. Se ha reducido el problema a la posibilidad de delimitar las diferencias (incluso físicamente, como en el caso de algunas políticas multiculturales) y de limitar los conflictos, incluso a través de una concepción reducida del diálogo como factor de contención de la violencia. Sin duda se ha de concordar con este objetivo, pero es necesario –y cada vez más urgente– ir más allá de los eslóganes del tipo “todos creemos en un solo dios” o “el problema no son las religiones, sino los políticos que instrumentalizan las religiones”.
Antes que un planteamiento técnico, como hemos visto, el problema requiere volver a pensar los presupuestos antropológicos y teológicos que nos pueden guiar a la solución del problema en cuestión. Con otras palabras, ¿cómo afrontar la cuestión de la “sociedad plural” según la amplitud requerida por las innumerables pressing issues que hemos descrito? La construcción de un “universal político” practicable en la sociedad plural pide a cada uno de los sujetos una narración en tensión hacia un reconocimiento lo más compartido posible. El sujeto identitario, además de narrar sobre sí a los otros, debe aceptar ser narrado. Esto implica que el sujeto religioso unitario, así como todo portador de una visión sustancial del mundo, ha de ser inevitablemente considerado desde una perspectiva interna y otra externa, a menudo discordantes entre sí. Robert Spaemann afirma de forma sencilla e iluminante: «Quien ve bailar a algunas personas pero no escucha la música, no comprende los movimientos que observa. Del mismo modo, quien no comparte la fe cristiana estará inclinado a explicarla a través de algo distinto a la verdad de su objeto. (...) Por otra parte, el cristiano incapaz de situarse en la perspectiva externa (...) se convierte en un sectario o en un fanático que se cierra respecto a la universalidad de la razón» .
Estoy convencido de que hoy es crucial mostrar la contribución que las comunidades religiosas ofrecen a la hora de edificar la vida buena personal y social. Todo hombre está llamado a reflexionar, a partir de su visión del mundo, sobre la pregunta que hemos planteado, para poder entrar en el combate de la sociedad plural, no como uno que renuncia a algo de sí, sino como uno que se pone totalmente en juego por el bien de la sociedad. Esta es la ardua tarea que requiere de nosotros la nueva laicidad, una tarea que nadie debe eludir, cualquiera que sea la confesión o credo o visión inmanentista del mundo que profese.
Por tanto, también la propuesta cristiana debe hacer las cuentas, con coherencia, sin renunciar al propio núcleo de verdad, con la misma “pretensión” de universalidad propia de la razón. Y yo, como creyente, no me sustraigo a esta invitación. Sólo si la fe cristiana muestra que sabe interceptar las preguntas más profundas de las mujeres y de los hombres de este inicio del tercer milenio, ofreciéndoles una respuesta convincente, podrá verdaderamente encontrar a los fieles de las otras religiones y a los defensores de visiones del mundo agnósticas y ateas y, al mismo tiempo, evitar esa irrelevancia cultural a la que algunas sociedades occidentales parecen haberla rápidamente condenada.
Por esta razón, en la segunda parte de este libro, quiero retomar, desde un punto de vista teológico, el reto que hemos lanzado al comienzo de nuestro recorrido: ¿cuál es el corazón del anuncio cristiano para la sociedad postsecular? Para responder, en efecto, no es suficiente proponer valores inspirados en el cristianismo, dando por descontado y presupuesto el enunciado de sus verdades fundamentales. Sólo volver a pensar y a formular teológicamente estas mismas verdades, a la luz de las provocaciones del tiempo presente, permitirá a los cristianos apreciar de nuevo su fuerza y, de este modo, ser promotores y co-agonistas de vida buena en la sociedad plural. No se da cristianismo sin historia.
En una sociedad postcristiana, ¿qué significa anunciar a Jesucristo como Señor de la historia y del cosmos (este fue in nuce el contenido de la profesión de fe de los primeros cristianos, tal y como está recogido por la Escritura)? Para el hombre posmoderno, fragmentado y lleno de expectativas y de miedos respecto al futuro, el cristianismo ¿se le presenta como algo inexorablemente del pasado –postcristianismo, en sentido propio– o como una esperanza razonable para el futuro, como algo capaz de volver a encender la sed de vivir, de generar y de reconstruir? ¿Qué propuesta es capaz de realizar la fe cristiana? ¿Tiene algo específico que decir tanto a la realidad de Oriente Medio como al contexto de las sociedades plurales no sólo europeas?
Vuelven a la mente las antiguas palabras de la Carta a Diogneto: los cristianos «habitan ciudades griegas y bárbaras según le correspondió a cada uno; y, aunque siguen los hábitos de cada región en el vestido, la comida y demás género de vida, manifiestan –y así es reconocido– la admirable y singular condición de su ciudadanía» . Después del trabajoso itinerario del humanismo y al alba de la posmodernidad, estamos llamados a redescubrir el cristianismo en su naturaleza original, en el cual encuentre espacio, como dimensión intrínseca y no transitoria, la apertura a las otras religiones y a todos los hombres de buena voluntad. Esta es una gran provocación que sigue esperando ser asumida adecuadamente.
El encuentro posible. La experiencia común del hombre
Como premisa debemos aclarar cuál es, para el cristiano, el terreno común en el que pueden enraizarse el encuentro y el diálogo. En efecto, para que en un contexto plural pueda darse un encuentro, es necesario que los sujetos implicados (individuos o comunidades) posean algún elemento en común. Si no es así, simplemente se verificará un puro impacto que, en la mejor de las hipótesis, conducirá a la constatación de una inevitable extrañeza. La tradición clásica siempre ha afirmado al menos la posibilidad teórica de este tipo de encuentro: la máxima de Terencio «homo sum, humani nihil a me alienum puto» , constituye una síntesis eficaz de esta convicción, al menos como tensión ideal. El anuncio cristiano, con la gran enseñanza de san Pablo -«no hay griego y judío, circunciso e incircunciso, bárbaro, escita, esclavo y libre» (Col 3,11)–, ha radicalizado esta intuición, además ya embrionariamente presente en algunos de los profetas de Israel.
Sin embargo, la reflexión moderna y contemporánea si, por una parte, a través de la filosofía ilustrada, ha continuado en la búsqueda de lo universal, por la otra, también ha puesto en evidencia la gran distancia existente entre las distintas culturas, hasta llegar a renunciar a las “grandes narraciones”. En los inicios de la edad moderna, Pascal recordaba cuán problemático se había vuelto hablar de una verdad o de una justicia absoluta: «tres grados de elevación hacia el polo echan por tierra la jurisprudencia; un meridiano decide de la verdad […]. ¡Valiente justicia la que está limitada por un río! Verdad aquende el Pirineo, error allende» . El sentido de esta afirmación no era introducir las semillas de un escepticismo generalizado (para Pascal existen una verdad y una justicia absolutas, en Dios), sino sugerir cautela respecto a un cierto modo de deducir apriorísticamente la naturaleza humana. Me parece que las dos posiciones, que podríamos denominar universalista y particularista, persisten como tales hoy en día. ¿Existe lo universal? ¿Dónde podemos reconocerlo?
Estoy convencido de que la comunicación entre los hombres es posible por...