¿Dónde está Dios?
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¿Dónde está Dios?

La fe cristiana en tiempos de la gran incertidumbre

  1. 184 páginas
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¿Dónde está Dios?

La fe cristiana en tiempos de la gran incertidumbre

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¿Se puede encontrar todavía a Dios en esta sociedad líquida?La secularización y descristianización actual de Occidente, ¿son un signo del final de los tiempos, o simplemente de una época que se acaba y otra que comienza? La sociedad plural y relativista, ¿es el enemigo a combatir, levantando barreras y muros para defenderse de ella?¿Cómo están llamados a vivir su fe quienes creen en Jesús en un momento histórico como el actual que, en muchos aspectos, se asemeja al de los comienzos del cristianismo?En intenso y lúcido diálogo con el conocido vaticanista Andrea Tornielli, Julián Carrón -responsable de Comunión y Liberación desde hace trece años- responde a estas y otras muchas cuestiones sobre el núcleo esencial de la fe cristiana, la dinámica propia con la que el cristianismo se comunica y la forma del testimonio en una sociedad que va camino de ser postcristiana. Todo ello sin eludir otros temas más espinosos y candentes relativos tanto a la vida de la Iglesia como a la del propio movimiento eclesial que él dirige.Es la realidad, que llama a la puerta de nuestra experiencia y hace que emerja toda nuestra exigencia de significado.Cuando trabajaba como profesor de Religión, un chaval que estaba en la cola del autoservicio de la escuela me preguntó un día: "Pero ¿está usted seguro de lo que dice acerca de Dios?". Le respondí: "Sí, porque mira, lo que diferencia mi posición es que no parto de Dios, sino que parto de la realidad".

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Información

Año
2019
ISBN
9788490558683
1. ENCONTRAR A DIOS HOY
Cuando la secularización se convierte en una ocasión
Don Julián, vivimos en un mundo destrozado por guerras, terrorismo, hambre, migraciones... ¿Cómo ve el futuro un cristiano desde un panorama como el actual?
Un cristiano ve el futuro con realismo y con esperanza. Dos términos que parecen casi estar en conflicto entre ellos: de hecho, para algunas personas albergar esperanzas significa tener una mirada edulcorada sobre la realidad; para otras, ser realistas comporta necesariamente no tener esperanza. En cambio, es precisamente la esperanza lo que permite un auténtico y radical realismo en el que no hace falta eliminar nada de lo que hay, en un sentido o en otro. Por eso la única mirada realista es la mirada cristiana. Al comienzo de la Carta a los Romanos, san Pablo nos ofrece quizá la descripción más apocalíptica del mundo que le tocó vivir, no porque fuese un observador más agudo que los demás, sino porque la esperanza que había suscitado en él el encuentro con Cristo resucitado le permitía no echarse para atrás ante los hechos y los problemas y le hacía darse cuenta de lo que no funcionaba a su alrededor. No necesitaba edulcorar la realidad.
Hoy vemos la misma actitud en el papa Francisco, que habla con gran realismo de la situación que estamos viviendo: tercera guerra mundial a pedazos, tráfico de armas, violencia, descarte de personas, fenómenos migratorios, injusticias, hambre, corrupción. Interesado tanto en las circunstancias particulares de las personas como en los escenarios globales, se ha convertido en un dirigente mundial reconocido por todos precisamente por su mirada llena de ese realismo que nace de la esperanza cristiana. Si un cristiano vive de verdad una experiencia de fe, la certeza que dicha experiencia lleva consigo se extiende hasta el futuro: funda una esperanza que permite afrontarlo todo con una mirada nueva.
¿Está diciendo que el cristianismo no es pesimista, pero tampoco optimista?
Al final, es fundamentalmente optimista, pero no por ingenuidad, sino porque la última palabra sobre la vida y sobre la realidad es el acontecimiento de Cristo, un hecho que ha sucedido y que ha introducido en la historia una esperanza que de otro modo sería imposible. Lo expresa muy bien una frase de Charles Péguy: «Para esperar [...] hace falta [...] haber recibido una gran gracia»3.
¿Qué significa «una gran gracia»? ¿Puede explicarlo brevemente?
Es la gracia del encuentro con Cristo. Como el encuentro de los dos primeros discípulos, Andrés y Juan, con Jesús, a orillas del río Jordán —un encuentro humanísimo—, que cambió su vida por completo. Como el encuentro desconcertante de san Pablo en el camino de Damasco, que cambió radicalmente la mirada que había tenido hasta ese momento. El encuentro con Cristo vivo determina su forma de mirarlo todo, abre sus ojos para captar la positividad irreductible de la realidad. Es decir, el punto último que define la realidad ya no es el mal, el sufrimiento, sino la victoria de Cristo resucitado. Quien recibe la gracia —el don gratuito e inmerecido, que no depende de nuestra capacidad— del encuentro con Cristo y lo acoge vive con su presencia en la mirada, en cada fibra de su ser, y dicha presencia plasma el modo con el que mira la realidad.
En el fondo, la misma palabra «conversión» hace referencia justamente a este ver todo con otra mirada, desde otra perspectiva...
Sí, la palabra griega metànoia («conversión») quiere decir cambio del nous, de la mente, del modo de concebir, por la introducción de un factor nuevo, imprevisto —una presencia—, que es fuente de un conocimiento nuevo.
¿Qué tiene que decir la fe cristiana a los hombres y mujeres de hoy, en un mundo tan irregular y problemático, en una sociedad definida como «líquida», en la que han desaparecido ciertas evidencias reconocidas por todos? Su libro La belleza desarmada comienza justamente con la pregunta acerca de si es posible un nuevo inicio para la fe en un momento en el que han caído las convicciones de fondo creadas por el cristianismo...
Estoy convencido de que la fe puede decir y dar mucho a los hombres de hoy si la encuentran encarnada en la vida, en la experiencia de otras personas. De hecho, la vida que genera la fe es una vida que lleva dentro de sí un atractivo: ¡todos los que se encuentran con ella no quieren perderla! Por desgracia, no es infrecuente que nuestros contemporáneos entren en contacto con una fe reducida en sentido moralista o nocional. Pienso en todo lo que ha influido en nuestra mentalidad la versión kantiana de un cristianismo «ético». O en la identificación del cristianismo con un elenco de doctrinas abstractas, cuya conveniencia humana para la vida de cada uno es imposible de percibir. Y cuando esto sucede, el cristianismo no nos toca, no podemos ver el nexo que existe entre la fe y la vida. En cambio, cuando nos encontramos con personas que, gracias a que viven la fe, afrontan las circunstancias de todos —dificultades, cansancio, desilusiones, enfermedades— de forma distinta, testimoniando una mayor intensidad humana, una alegría última, entonces todo cambia: nos quedamos asombrados, impactados, nos vemos implicados. De ese impacto nace un atractivo, una curiosidad que puede convertirse en una pregunta explícita sobre el origen de lo que vemos. Esto es el cristianismo, que sucede de nuevo y que no necesita de ningún requisito preliminar para despertar la atención del hombre de hoy. Basta incluso con ver el modo con el que una determinada persona va a trabajar para experimentar una curiosidad imprevista: «¿Cómo es posible que a las ocho de la mañana entres siempre en el quirófano cantando?». Estoy hablando de un caso concreto, con nombre y apellido. Si una persona que llega al trabajo apesadumbrada se encuentra con otra persona que afronta su misma circunstancia de forma totalmente distinta, más humana, resulta difícil que no se pregunte: «¿Cómo es posible? ¿Qué te ha sucedido?». Cuando nos topamos con otra forma de estar delante de esa vida cotidiana que, como decía Cesare Pavese, «nos paraliza»4, podemos darnos cuenta de que la fe tiene que ver con la vida en su concreción y en su totalidad.
En el fondo, y esto se puede ver en la historia, el cristianismo ha sido capaz de transformar la realidad no cuando se ha difundido por la conversión y el bautismo de un rey que obligaba a sus súbditos a hacer lo mismo, sino cuando se ha comunicado poco a poco, como por ósmosis, de persona a persona, de familia a familia, sobre todo gracias a las mujeres, a las madres.
En los primeros siglos, el cristianismo experimentó quizá su máxima difusión gracias a los mercaderes, a los esclavos, a las madres de familia. Personas absolutamente normales que, al vivir la vida de todos, testimoniaban, como se lee en la Carta a Diogneto, esa diferencia a la que acabo de hacer referencia. Y no por un esfuerzo suyo o una capacidad especial. No por mérito alguno o por superioridad intelectual alguna. No porque tuviesen nada especial. No porque fuesen perfectos. No, tenían los mismos límites que todos, pero habían tenido un encuentro que les había transformado.
Es lo que afirma Emmanuel Carrère en su libro Il Regno a propósito de la reacción que suscitaban los primeros cristianos: «Al principio nadie entiende sus razones [...]. Luego alguno empieza a ver claro, empieza a ver para qué sirve: cuánta alegría, cuánta fuerza, cuánta intensidad gana la vida por esa conducta aparentemente insensata. Y entonces no tiene más que un único deseo: hacer lo mismo que ellos»5.
Probablemente, testimoniaban una capacidad de quererse los unos a los otros, una capacidad de compartir..., tal como se lee en los Hechos de los Apóstoles.
Esta es precisamente la cuestión. Cuando era profesor de Religión en un colegio de Madrid, les repetía con frecuencia a mis alumnos: «Cristo debería interesaros justamente para que las cosas más bellas de la vida puedan durar». Enamorarse es una de ellas. Pero el ímpetu que tiene uno cuando se enamora, muchas veces no se mantiene con el tiempo. ¿Quién puede hacer que dure? Amar a la persona que se ha deseado tanto, amarla verdaderamente sin someterla a uno mismo, a las propias pretensiones, se revela como una empresa imposible. Y lo que sucede con el amor sucede con el resto de la vida: con el trabajo, con las relaciones personales, con todo. Las cosas no duran, y no somos capaces de frenar esta situación. ¿Qué es lo que permite que las experiencias más bellas de la vida puedan durar? Hemos de reconocer que todos nuestros esfuerzos, nuestros intentos, no son suficientes. Hay una frase de T.S. Eliot que me gusta mucho: «¿Dónde está la vida que hemos perdido viviendo?»6. De hecho, uno tiene con frecuencia la sensación de que pierde la vida viviendo. Es como si no consiguiésemos evitar que lo que empieza de forma fresca, atractiva, se convierta con el tiempo en rutina y se agote, perdiendo su fascinación. Se necesita algo distinto de nosotros, más grande. Esto es Cristo presente para el hombre.
¿Qué significa entonces vivir la experiencia cristiana en un contexto como el de la sociedad occidental, marcada por la secularización?
Como he observado anteriormente, diría ante todo que el contexto de la secularización en el que todos nos hallamos inmersos hace que paradójicamente nos resulte más fácil captar y vivir aquello en lo que consiste la experiencia cristiana. De hecho, precisamente en este contexto, por contraste, se puede percibir con más claridad, allí donde sucede, esa intensidad humana, esa capacidad mayor de afecto y de libertad, esa posibilidad de afrontar con esperanza incluso circunstancias adversas, de usar la razón de forma no reducida, que nace del acontecimiento cristiano. Han desaparecido ideales e ideologías, se han desmoronado valores y evidencias que nos han acomunado durante siglos, pero el corazón del hombre sigue deseando: por ello la secularización puede transformarse verdaderamente en una gran ocasión de testimonio para nosotros los cristianos.
¿Cómo definiría el fenómeno de la secularización? ¿Qué significa vivir en un contexto secularizado?
La secularización es un fenómeno muy complejo cuyos efectos podemos constatar todos: mucho de lo que el cristianismo había contribuido a construir está desapareciendo. Para comprenderlo es necesario remontarse a los umbrales de la modernidad: gran parte de la sociedad de entonces, si no toda, estaba de algún modo permeada y determinada por la fe cristiana. Pero la ruptura de la unidad de los cristianos con la Reforma protestante creó las condiciones para las llamadas «guerras de religión». Si ya no se compartía la religión, ¿qué quedaba como posible aglutinante? La razón. El título de una conocida obra de Kant, La religión dentro de los límites de la mera razón, permite comprender bien (a posteriori) cuál era la dirección que se había emprendido. En una famosa intervención en Subiaco, el entonces cardenal Ratzinger explicaba de forma muy sintética cuál fue la intuición de la Ilustración: «En la época de la Ilustración [...] en la contraposición de las confesiones y en la crisis correspondiente de la imagen de Dios, se intentó mantener los valores esenciales de la moral por encima de las contradicciones y buscar una evidencia que los hiciese independientes de las múltiples divisiones e incertezas de las diferentes filosofías y confesiones. Se quiso de este modo asegurar las bases de la convivencia y, más en general, las bases de la humanidad. En aquella época pareció posible, pues las grandes convicciones de fondo surgidas del cristianismo en gran parte resistían y parecían innegables»7. El reconocimiento común de estos valores permitió superar las divisiones y las oposiciones derivadas del enfrentamiento entre las religiones, pero separándolos de ellas.
Es decir, ¿se intentó separar los valores de su origen?
Sí, el intento de la Ilustración fue en cierto sentido preservar el fruto de la experiencia histórica precedente, pero sin los vínculos con la historia determinada y concreta en la que dicho fruto se había originado. Es interesantísimo leer a este respecto una frase de Kant que lo aclara perfectamente: «De hecho, se puede creer tranquilamente que, si el Evangelio no hubiese enseñado primero las leyes éticas universales en su pureza integral, la razón no las habría conocido en su plenitud». Por tanto, Kant reconoce que el Evangelio es el origen de ciertos valores. Pero añade a continuación: «Aunque ahora, dado que ya existen, cada uno puede estar convencido de su adecuación y validez mediante la mera razón»8. He aquí el punto neurálgico. Los valores esenciales que habían sido dados a conocer por el Evangelio, podían ahora gozar de una evidencia autónoma: no se necesitaba más que la razón para reconocerlos, pues parecían innegables. Sin embargo, también este intento ilustrado —al igual que cualquier otro intento humano— ha tenido que vérselas con la historia.
¿Qué ha sucedido desde entonces, desde la Ilustración hasta hoy? ¿Han resistido estas grandes convicciones a los cambios de la historia? Como conclusión de su argumentación, Ratzinger afirma: «La búsqueda de una certeza tranquilizadora, que nadie pueda contestar independientemente de todas las diferencias, ha fracasado»9. Esos valores, que antes eran compartidos y reconocidos por todos, hoy ya no lo son. Es lo que he llamado el «desmoronamiento de las evidencias». Pensemos en el valor de la persona, que sufre restricciones de diverso tipo (en cuanto a la libertad de expresión y de asociación, al derec...

Índice

  1. CUATRO DÍAS DE PREGUNTAS SIN RED
  2. 1. ENCONTRAR A DIOS HOY
  3. 2. LA LOSA DEL MAL Y LA MISERICORDIA
  4. 3. UN EXEGETA ENTRE LOS CEREZOS DE EXTREMADURA
  5. 4. EL MOVIMIENTO «QUE SE PERCIBE» Y EL MOVIMIENTO «REAL»
  6. 5. EN COMPAÑÍA DE LOS PAPAS