El rapto de Europa
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El rapto de Europa

Una interpretación histórica de nuestro tiempo

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El rapto de Europa

Una interpretación histórica de nuestro tiempo

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El rapto de Europa, obra cumbre del jurista, filósofo e historiador de las ideas políticas Luis Díez del Corral, constituye uno de los más importantes proyectos de interpretación histórica sobre Europa elaborados en el siglo XX, además de un lúcido diagnóstico profético de la incertidumbre que se ha ido apoderando en las últimas décadas de este singular continente. Muestra de ello es que haya sido traducido a algunas de las principales lenguas, tales como el francés, el inglés, el alemán, el italiano, el holandés y el japonés.Partiendo de la imagen mitológica de la doncella siria arrebatada por el dios Zeus, el profesor Diez del Corral expone, de forma magistral, cuál es la esencia de esta Europa que, por una parte "raptó" al mundo, a través de la extensión "universal" de sus valores y su cultura, pero que, a su vez "fue raptada", en la medida en que su propia esencia es fruto de un proceso de aprendizaje, integración y desarrollo de diversas tradiciones y culturas.La colección Raíces de Europa, que se publica en colaboración con el Instituto de Estudios Europeos de la Universidad CEU San Pablo, rescata este gran clásico por su extraordinario valor para ofrecer claves interpretativas sobre el momento social y político actual de Europa. Como señala el profesor Benigno Pendás en el prólogo de la edición, "su relectura, descubre nuevos y atractivos enfoques, matices y perspectivas, como es propio de los clásicos que dejan huella frente a esa `espuma` de los días, como diría Boris Vian, propia de las ocurrencias efímeras que proliferan sin sentido en el mundo posmoderno".

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Información

Año
2018
ISBN
9788490558539
Categoría
Historia

1. EUROPA Y LA HISTORIA UNIVERSAL

«... habiendo y debiendo ser los historiadores puntuales, verdaderos y no nada apasionados, y que ni el interés ni el miedo, el rencor ni la afición, no les hagan torcer del camino de la verdad, cuya madre es la historia, émula del tiempo, depósito de las acciones, testigo de lo pasado, ejemplo y aviso de lo presente, advertencia de lo por venir».
(Cervantes: Don Quijote de la Mancha, I, cap. IX).

La superioridad europea al comienzo de la edad contemporánea

Europa entra en la época contemporánea con una gran seguridad en sí misma, convencida de su preeminencia sobre los demás pueblos y culturas por el cumplimiento en su historia de un destino universal de la humanidad. El máximo pontífice de la época, nudo gordiano entre la moderna y la contemporánea, Hegel, escribía: «El mundo está explorado, circunnavegado, y para los europeos es una esfera. Lo que todavía no ha sido dominado por ellos es que no merece la pena o no está destinado a ser dominado». «Europa —añade Hegel [53]—, la parte del mundo del espíritu, del espíritu unido en sí mismo y que se ha dedicado a la realización y conexión infinita de la cultura, pero manteniéndose, al mismo tiempo, firme y sustancial».
Europa se veía a sí misma, a través de la grandiosa concepción hegeliana, como una de esas imágenes del Todopoderoso con la esfera terráquea en la mano: vigorosa e infalible. La metáfora no es exagerada. El filósofo teutón había construido su filosofía de la historia universal en el sentido de una teodicea, como manifestación progresiva de Dios en la historia, la cual venía a culminar en los días de Hegel, consagrando de esta suerte, de manera inapelable, la preeminencia europea. Si el planeta se encontraba dominado por los occidentales, no era por mero título de conquista, de apropiación, sino por otros más profundos, por una razón más decisiva: la suprema y absoluta. «Damos por supuesto, como verdad —afirma Hegel [54]—, que en los acontecimientos de los pueblos domina un fin último, que en la historia universal hay una razón —no la razón de un sujeto particular, sino la razón divina y absoluta—. La demostración de esta verdad es el tratado de la historia universal misma, imagen y acto de la razón». Su filosofía de la historia universal demostraba que esa razón divina y absoluta y, por consecuencia, ese fin último de los pueblos, se revelaba en grado eximio en el último capítulo de la historia del Occidente europeo.
La historia universal quedaba, en consecuencia, articulada y esencialmente subordinada por el destino concreto de Europa. La filosofía de la historia en Occidente ha estado fundada en la creencia cristiana. A partir de San Agustín hasta Hegel, con ciertas excepciones, se ha vertebrado la historia universal desde arriba, por los pasos de Dios en la historia; las acciones por las cuales Dios se revela son los capítulos decisivos. Pero la actitud secularizadora y racionalista del filósofo alemán introduce radicales modificaciones en la concepción histórico-teológica cristiana, no sólo por lo que se refiere a la vertiente teológica, sino también por lo que toca a la vertiente puramente histórica. Antes de él —desde San Agustín hasta Bossuet, por lo menos—, el fin de la historia trasciende la historia. Está siempre en un más allá, en el reino de Dios. Con Hegel, el reino de Dios, secularizado, es decir, el reinado de la razón, se realiza en la historia, en la historia concreta de la Europa de su tiempo. La cristiandad occidental antes tenía sólo la preeminencia del que va por el buen camino, hacia una meta que está más allá de la historia humana. En los días de Hegel, la preeminencia de la Europa cristiana consiste en algo más positivo: ha dado realidad histórica, máximamente, al reinado divino de la razón.
Puesta así Europa en tan alta cumbre, las historias de los distintos pueblos de la tierra se tendían rendidas escalonadamente a sus pies. En especial la historia de los pueblos del Extremo Oriente. Voltaire había protestado en su nombre contra la conciencia de superioridad del historiador cristiano. ¿Cómo considerar que el pequeño pueblo judío, con su modesta historia, fuese el ombligo del mundo, al lado de los vastísimos y antiquísimos imperios del Asia? [55]. Frente al unitarismo teológico- histórico de Bossuet, Voltaire postula un cierto pluralismo historicista. Pero es la suya una postura táctica y provisional, de protesta contra una hegemonía, como ocurre con la mayor parte de los pluralismos historicistas europeos. Voltaire se rebela contra el privilegio histórico de los hebreos, y en el fondo de su admiración por la China hay un «Sancte Confucie, ora pro nobis».
Tal visión pluralista sería superada en cuanto avanzara el proceso de secularización de la cultura occidental y desapareciera el tinte confesional de la concepción teológica y unitarista de la historia, constituyéndose la doctrina del progreso con Turgot y Condorcet. «Les Chinois —escribe Turgot [56]— ont été fixés tres tôt; ils sont devenus comme ces arbres dont on a coupé la tige et qui poussent des branches près de la terre. Ils ne sortent jamais de la médiocrité». Trátase de formas de vida desenvueltas, de una civilización delicada, mas sin empuje, que ha asegurado a los imperios orientales una existencia sin riesgos, ininterrumpida, pero que por ello —como afirma Condorcet [57]— «a deshonoré si longtemps l’Asie». La postura optimista de la Ilustración tenía que postular la preeminencia decidida de Europa y el aventajamiento espontáneo y acelerado de su posición sobre las de los otros pueblos de la tierra. «Le peuple —sostiene Turgot [58]— qui eut le premier un peu plus de lumière devint promptement supérieur à ses voisins: chaque progrès donnait plus de facilités pour un autre. Ainsi, la marche d’une nation s’accélérait de jour en jour, tant que d’autres restaient dans leur médiocrité fixée par des circonstances particulières».
Esta diferencia entre el nivel histórico de Europa y el de las grandes civilizaciones del Extremo Oriente se encuentra más acusada en Hegel mediante la aplicación de categorías metafísicas. «Pronto vemos a China —escribe el filósofo [59]— elevarse al estado en que hoy se encuentra. Pues como la antítesis entre el ser objetivo y el movimiento subjetivo hacia este ser falta todavía, la variabilidad es imposible, y lo estático, que reaparece eternamente, reemplaza a lo que llamaríamos lo histórico». La diferencia entre la historia de Europa y la del Extremo Oriente no consiste en que ésta haya sido menos fecunda, menos creadora, sino en algo mucho más radical: en el rigor de los términos, no es historia. Sentenciosamente proclamará Hegel: «Los estados del Oriente están muertos y permanecen en pie porque están ligados a la naturaleza».
Por eso, en sus Lecciones sobre Filosofía de la Historia Universal, los capítulos sobre China y la India anteceden a los de Egipto y los pueblos del Oriente Medio; no por razones cronológicas, por deficientes conocimientos históricos o por cualquier razón de orden positivo, sino porque el acontecer de los pueblos orientales forma un primer estrato, prehistórico, cuasinatural, del verdadero acontecer histórico. En definitiva, el ámbito de la historia universal seguía siendo para Hegel el mismo que para San Agustín. Habíase ampliado ciertamente el conocimiento de los pueblos del Extremo Oriente; pero estos, más que un primer piso, constituían la plataforma subterránea, la cimentación del edificio de la historia universal. El edificio de ésta aflora a partir del Indo. Citando a lord Elphinstone, Hegel escribe [60] que «el europeo que pasa de Persia a la India advierte un enorme contraste; mientras en el primer país se siente todavía como en su patria, encontrándose con espíritus europeos y virtudes y pasiones humanas, tropieza, tan pronto como traspasa el Indo, con el mayor contraste en todos los detalles».
No se trata de meras apreciaciones de viajeros, sino de una diferencia radical que Hegel advierte en la historia persa respecto a la india y china, consistente justamente en la caducidad de aquélla. La perdurabilidad, la perennidad en sus rasgos esenciales a través de los milenios de las civilizaciones del Extremo Oriente, es la prueba decisiva de su interna inferioridad, de su carácter infrahistórico. «La duración, como tal, no constituye una preeminencia sobre la rosa que se marchita; más bien es inferior a la rosa, y aún más al animal y al hombre. El Imperio persa ha podido sucumbir porque en él existía el principio del espíritu libre frente a lo natural, el principio de la independencia del espíritu».
El espíritu es libertad, manifiéstase en el cambio, en la mutabilidad histórica. «Los persas son el primer pueblo histórico; Persia es el primer imperio que ha sucumbido» [61]. El que inició el dramático camino que Europa remata. Y la gran superioridad de ésta consiste en haber sumado más caducidad y, por tanto, más novedad histórica que los otros pueblos. La dialéctica negativo-positiva del espíritu se ha consumado sobre nuestro continente.

Culminación y quietismo

También el otro gran filósofo de la historia de la primera mitad del siglo XIX, Augusto Comte, veía una diferencia fundamental entre el desarrollo histórico de Europa y los de los otros pueblos, diferencia consistente en su dinamicidad, en su transitoriedad histórica. Comte exige en su Cours de philosophie positive que la atención del historiador se concentre en la evolución histórica de «l’élite ou l’avant-garde de l’humanité», representada por los pueblos de la Europa occidental, debiendo quedar constantemente enderezadas a su esclarecimiento todas las observaciones colaterales relativas a progresiones históricas más imperfectas y menos avanzadas.
En la carrera histórica de los tres estados la civilización occidental aventaja decisivamente a las demás y, en consecuencia, Comte se declara enemigo del «inopportun étalage d’une érudition stérile et mal dirigée, qui tend aujourd’hui à entraver l’étude des populations qui, telles que celles de l’Inde, de la Chine, etc., n’ont pu exercer sur notre passé aucune véritable influence» [62]. El pensador francés ignora más radicalmente que Hegel las aportaciones que a la historia universal han significado el budismo, el islamismo o el mundo bizantino, e identifica historia universal e historia europea con el rigor simple y coherente tan característico en él. Frente a las tendencias pluralistas de Voltaire y algunos otros historiadores, Augusto Comte se muestra resuelto partidario de la concepción filosófico-histórica unitarista, tal como la debida al «génie du grand Bossuet», el cual —puntualiza Comte— «me paraît avoir d’avance senti instinctivement les conditions logiques imposées par la nature du sujet, lorsqu’il a spontanément circonscrit son appréciation historique á l’unique examen d’une série homogène et continué, et néanmoins justement qualifiée d’universelle; restriction éminemment judicieuse, qui lui a été si étrangement reprochée par tant d’esprits antiphilosophiques, et vers laquelle nous ramène aujourd’hui essentiellement l’analyse approfondie de la marche intelectuelle propre à de telles études» [63].Así, pues, la historia de Europa constituye para Comte «une série homogène et continue» y, sin embargo, «universelle». La razón de tal primacía es decisiva, esencial en el orden del espíritu como pensaba Hegel: en Europa ha llegado a su formulación el «esprit positif». Un «esprit positif» que es su patrimonio exclusivo, y que debe desenvolverse conservando cada nacionalidad su organización temporal separada, pero sometidas todas a un común poder espiritual, «contribuyendo, bajo la dirección de una clase especulativa homogénea, a una idéntica tarea, con un afán de activo patriotismo europeo, no de un estéril cosmopolitismo». Este patriotismo no significa egoísmo, sino la culminación de la historia universal, centrada esencialmente por el eje del desarrollo histórico de Europa, la cual dispone —tanto en la concepción de Hegel como en la de Comte— de un indiscutible y esencial título de supremacía sobre los demás continentes en el orden del espíritu; es decir, para ambos pensadores, en el orden de la máxima realidad histórica.
Europa, en buena medida, podría descansar de tanto esfuerzo creador. Verdad es que la historia no había terminado, y que había que continuar caminando, pero ya no por escarpada ladera, sino por una meseta amplia, elevada y segura: la meseta del «esprit positif», del Estado nacional, del saber absoluto de la filosofía. No cabe dar un paso hacia atrás, porque, si bien cada una de las etapas históricas implica, según Hegel, un derrumbamiento, la historia, en su conjunto, consiste en un continuo progreso irreversible. No es posible desandar el proceso de manifestación divina en que la historia consiste. Tampoco es posible retroceder en la ley de los tres estados: pasar del espíritu positivo al metafísico, o de éste al teológico. En el gran film descriptivo de la historia universal, con proseguido y unitario argumento, dirigido por los dos grandes pensadores, no cabe dar marcha hacia atrás.
Y tampoco propiamente hacia adelante, si nos atenemos al sentido profundo de ambas concepciones. «Nuestra revolución filosófica —escribía Heine [64]— ha terminado; Hegel ha cerrado el gran círculo». La síntesis del progreso humano que traza Comte es también, como la de Hegel, un «sistema cerrado». Expresamente repudia la noción de progreso indefinido pergeñada en el siglo XVIII [65]. La ley de la historia, para Comte, tiene tres estados, y ninguno más, y se estaba llegando ya al último y definitivo. «Cette révolution générale de l’esprit humain —afirma Comte— est aujourd’hui presque entièrement accomplie: il ne reste plus, comme je l’ai expliqué, qu’à compléter la philosophie positive en y comprenant l’étude des phénomènes sociaux, et ensuite à la résumer en un seul corps de doctrine homogène. Quand ce double travail sera suffisamment avancé, le triomphe définitif de la philosophie positive aura lieu spontanément, et rétablira l’ordre dans la société». Un orden éste total, inalterable, que no puede disolverse, como el medieval, por obra del espíritu crítico, porque en su seno ha desaparecido...

Índice

  1. PRÓLOGO
  2. PRÓLOGO A LA EDICIÓN DE 1974
  3. 1. EUROPA Y LA HISTORIA UNIVERSAL
  4. 2. ¿DECADENCIA O RAPTO?
  5. 3. EUROPA DESDE ESPAÑA
  6. 4. ESCENARIO Y ARGUMENTO ECUMÉNICOS
  7. 5. LA EXPROPIACIÓN DE UNA CIUDAD CAMPESINA
  8. 6. SECULARIZACIÓN Y DINAMISMO HISTÓRICO
  9. 7. LA ENAJENACIÓN DEL ARTE
  10. 8. NACIÓN, NACIONALISMO Y SUPERNACIÓN
  11. 9. EUROPA, APRENDIZ DE BRUJO
  12. EPÍLOGO
  13. FOTOGRAFÍAS DE LUIS DÍEZ DEL CORRAL