Y yo, ¿qué soy?
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Y yo, ¿qué soy?

Entre psicología y educación

  1. 118 páginas
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Y yo, ¿qué soy?

Entre psicología y educación

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Y yo, ¿qué soy? es una sugerente reflexión sobre la relación entre psicología y educación llevada a cabo por el médico, psicólogo y educador Giancarlo Cesana, con una amplia experiencia en ambos campos.Su punto de partida es un hecho que acaeció al autor hace años: "Algunas estudiantes de magisterio (...) me pidieron que realizáramos un seminario sobre los resultados de un estudio. Al comenzar el seminario, les lancé esta pregunta: ¿Podéis decirme qué diferencia hay entre educación y psicología?. Silencio. (...) En otras ocasiones, incluso recientemente, he vuelto a plantear la misma pregunta a otros estudiantes del mismo ámbito, constatando el mismo grado de incertidumbre (...). Es más, si en el desconocimiento fuera lícito identificar una tendencia, la concepción emergente y prevalente haría de la educación una especie de psicología menor".¿Por qué habitualmente el fracaso escolar termina en manos de un psicólogo? ¿Por qué con frecuencia son los psicólogos los que dirigen la coordinación de la actividad educativa? Frente a una mentalidad en la que comúnmente la educación ha quedado subsumida a la psicología, Cesana sostiene que "la educación es algo más que psicología; tiene un carácter menos científico pero más necesario, que comporta un mayor riesgo, pues implica un compromiso inevitable con otros, con su destino y sus expectativas. (...) En la educación hay necesidad, por tanto, de algo más".

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Información

Año
2018
ISBN
9788490558560
Edición
1
Categoría
Psicología

Capítulo tercero
PARA QUÉ SIRVE LA PSICOLOGÍA

Y mientras François quitaba los alfileres de las impostas, arrancaba telas,
corría cortinas, el día de verano que iba descubriendo parecía al menos tan muerto, tan remoto como una momia milenaria.
Marcel Proust,
A la sombra de las muchachas en flor [14]
El lector debe tener paciencia. Este capítulo, en su intento de aunar brevedad y divulgación sin caer en la superficialidad, puede resultar arduo de seguir. A pesar de ello, me ha parecido indispensable proporcionar, sobre todo para los no expertos, algunas nociones de psicología que, habiendo conquistado de forma sistemática la mentalidad común, tienen un peso determinante en las relaciones educativas.
El método de aproximación a los trastornos mentales más destacado es el denominado Diagnostic and Statistical Manual of Mental Disorders (DSM), es decir, el Manual Diagnóstico y Estadístico de los Trastornos Mentales, compendio que intenta clasificar los trastornos mentales en términos relevantes incluso desde el punto de vista estadístico, es decir, según la probabilidad de aparición de las alteraciones psíquicas asociadas a los síntomas. Con ese objeto, los autores del manual utilizan un método de identificación de los trastornos mentales denominado «sindrómico» o «ateórico». Mientras que una enfermedad se define a partir de un conjunto de síntomas que responden a una causa definida, un síndrome es un conjunto de síntomas relacionados entre sí pero que responden a diferentes causas. Por ejemplo: la neumonía es una enfermedad que se caracteriza por fiebre y dificultad respiratoria provocada por una infección vírica o bacteriana; la insuficiencia respiratoria es un síndrome caracterizado por dificultades respiratorias provocadas por una infección bacteriana (es decir, una neumonía), o por una disfunción del corazón, o por una lesión traumática del pulmón, o por un cáncer, o por exposición a sustancias tóxicas..., etcétera. Una clasificación «sindrómica» de los trastornos mentales es por tanto una ordenación de los mismos que prescinde de sus causas. Tanto en psicología como en psiquiatría existen diversas corrientes de pensamiento según las causas de los trastornos mentales: algunos consideran que se deben a alteraciones orgánicas, como sucede en las enfermedades de las que se ocupa la medicina general; otros estiman que los trastornos mentales los producen factores puramente internos a la misma psique, sin un sustrato biológico identificable. Otros incluso piensan que, ante todo, son culpa de la sociedad. Y por último, otros —y son mayoría— consideran que los trastornos mentales son la mezcla de la interacción de todos los factores anteriormente mencionados, que se combinan según formas complejas y a menudo inextricables. El DSM pretende ser neutro, no se pronuncia a favor de una escuela de pensamiento u otra. Las considera a todas ellas o, si se prefiere, no considera a ninguna. Pretende ser para las enfermedades mentales el equivalente a lo que la clasificación internacional de enfermedades (ICD - International Classification of Diseases) es para las enfermedades orgánicas, cuya aparición está claramente determinada por una alteración biológica.
Como se puede entender de forma intuitiva, la tarea de los autores del DSM es ardua y fácilmente criticable, puesto que es difícil clasificar fenómenos prescindiendo de sus causas o, más bien, prescindiendo del nexo de dependencia que los fenómenos tienen con la realidad. Además, dado que se sabe poco de las causas de los trastornos psiquiátricos (al igual que se sabe poco —aunque se discute mucho— de la interacción entre lo psíquico y lo orgánico), un modelo de clasificación de los trastornos mentales, como especifica el título del manual, que se asemeje al de las enfermedades orgánicas podría ser arbitrario y confuso. ¿Qué se entiende pues por «trastornos mentales»?
Que el DSM no haya tenido una vida fácil se comprende bien a partir del hecho de que desde su primera edición (DSM-I) en 1952 —edición de la American Psychiatric Association (APA)— se hayan publicado posteriormente otras 6 con diferencias nada triviales entre sí. El DSM-I era un librito de poco más de 100 páginas, que contenía algo más de 100 diagnósticos de trastornos mentales. El DSM-II (1968) incrementó los diagnósticos a 182, y el DSM-III, solo doce años después, a 265. A estos les siguieron el DSM-III-R (revisado) en 1987; el DSM-IV en 1994 y el DSM-IV-TR (texto revisado) en el 2000, que incluye 370 trastornos mentales. En 2013 se publicó el DSM V con un número prácticamente similar de trastornos y con el cometido adicional de secundar la undécima revisión de la ICD por parte de la OMS.
Las críticas al DSM son numerosas: el número de trastornos mentales incluidos es excesivo, e incorpora experiencias dolorosas «normales», como por ejemplo, el luto; las fronteras entre enfermedades son a menudo sutiles; las enfermedades se catalogan en base al conjunto de sus síntomas, prescindiendo de una explicación unitaria entre ellos, debilitando de esta forma la utilidad de los diagnósticos respecto a la finalidad del tratamiento. Por otra parte, incluso los estudios estadísticos —hacia los que el DSM está especialmente orientado— manifiestan escasa credibilidad, en el sentido de que hay casos para los que el DSM establece una misma clasificación, mientras que los médicos llegan a conclusiones diferentes.
Como dijo Kurt Lewin, psicólogo social, «nada es tan peligroso como una teoría no reconocida como tal» [15]. En efecto, en la clasificación del DSM la ausencia de teoría es en sí misma una teoría, que asume como «ciencia» la convergencia de valoraciones de los miembros de las comisiones preparatorias de las diferentes ediciones del manual diagnóstico. Dichas comisiones, con objeto de ser adecuadamente representativas, se han ido ampliando significativamente hasta involucrar a un grupo amplio y diversificado de profesionales de la salud mental junto a profesionales de otros ámbitos, pertenecientes a minorías sociales, culturales y étnicas. Las comisiones, que algunos han definido más como un «elemento sociopolítico» [16] que científico, han venido utilizando como fundamento experimental la psicometría —los tests psicológicos, también muy discutidos como instrumentos de diagnóstico— y como criterio de clasificación la mayor inclusividad posible, para no dejarse nada (o casi nada) fuera. El resultado global del DSM se ha considerado incluso como una especie de «imperialismo del diagnóstico, porque valora prácticamente todo como posible signo de enfermedad psiquiátrica» [17]: además del ya mencionado luto, también el insomnio, la preocupación, la intranquilidad, la embriaguez, la persecución del consenso, el temor ante las críticas, el rencor...
Es un hecho que el DSM ha ganado terreno, y la mayor parte de las compañías aseguradoras americanas organiza sus indemnizaciones en base a las categorías del manual. La difusión de la mentalidad subyacente ha contribuido al hecho de que la psicología esté ocupando un espacio desmesurado en nuestra sociedad, especialmente en el sector educativo. Por ejemplo: la Mental Health Foundation [18] de Londres afirma que un niño de cada diez sufre trastornos mentales: depresión, ansiedad y trastornos del comportamiento [19]. En Estados Unidos se ha generalizado (y desde allí al resto del mundo) el reconocimiento del síndrome «attention/deficit hyperactivity disorder» (ADHD) [20] caracterizado por falta de atención, impulsividad e hiperactividad persistentes durante al menos 6 meses (antes de los 7 años). El síndrome presenta grandes variaciones en su difusión; lo que puede indicar que el diagnóstico dista mucho de ser fiable. En los primeros años 2000, en Estados Unidos estaba diagnosticado en porcentajes que variaban entre el 3% y el 17% de los niños en edad escolar. En consecuencia, casi cuatro millones de niños americanos consumían Ritalín —un estimulante análogo a las anfetaminas— y fármacos similares, cuya producción, desde 1990, había aumentado entre el 730% y el 2500% [21]. Según los datos proporcionados por los Centers for Disease Control and Prevention [22] —las fuentes más fiables sobre sanidad pública en Estados Unidos— la incidencia del ADHD se ha «estabilizado» con una variación consistente y fluctuante entre el 6,3% y el 15,5% según cada Estado. El número de niños o adolescentes que consumen al menos un medicamento psiquiátrico es de casi un 9% en los Estados Unidos, de manera que se estima que el gasto en este tipo de fármacos es el mayor en relación al gasto en cualquier otro tipo de fármacos: ciertamente, por encima del gasto en antibióticos [23].

1. El cerebro como «lugar» de enfermedad

Es precisamente el uso del DSM lo que anima a investigadores, médicos, pacientes e incluso familiares alarmados, a intentar comprender qué es lo que hay detrás de las descripciones del manual, cuáles son los nexos entre los síntomas, para así poder localizar en los trastornos psiquiátricos la(s) causa(s) a corregir. La aproximación a la comprensión de los trastornos mentales es, de hecho, experimental, aunque no se produzca en un laboratorio aséptico, sino en la ambigüedad de la realidad y ante el drama de la enfermedad. El fin de la medicina —y si la enfermedad psiquiátrica es tal enfermedad, su tratamiento debe ser un tratamiento médico (ya sea de naturaleza orgánica o de naturaleza psicológica)— «no es la victoria fría del diagnóstico preciso, sino el alivio del sufrimiento, tanto del cuerpo como de la mente» [24]. Su validez se verifica en última instancia en su eficacia. Si un tratamiento funciona, hace falta entender el porqué y no excluirlo a priori al no poder explicarlo. Y viceversa: si un procedimiento no es eficaz, hay que ponerlo en discusión, y no continuar aplicándolo indiscriminadamente para ver si al final termina funcionando en algún caso. Una aproximación de este tipo resulta particularmente importante en las enfermedades psiquiátricas, donde —como hemos visto— queda aún mucho por conocer.
Comencemos con lo que se sabe sobre el sistema nervioso desde un punto de vista orgánico, es decir, cómo es, desde un punto de vista meramente biológico, el funcionamiento de la «máquina» que produce pensamientos, emociones y control de las actividades vitales, voluntarias e involuntarias. El sistema nervioso funciona mediante impulsos eléctricos, denominados potenciales de acción. Las membranas de las células nerviosas —las neuronas— tienen entre sus paredes interna y externa una diferencia de potencial que, si se invierte, genera un impulso que se propaga a través de las terminaciones de las propias células. Estas se denominan axones —células relativamente rectas y a veces bastante largas (incluso más de un metro entre la médula espinal y los dedos de los pies)— o dendritas, que son más cortas y ramificadas. Las dendritas poseen la función de recepción de los impulsos transportados por los axones, o de las variaciones del ambiente externo que, por ejemplo, originan las sensaciones. El impulso externo se transmite a otras neuronas, glándulas o músculos, mediante la liberación de sustancias químicas —los neurotransmisores— que pueden a su vez generar y propagar el impulso o inhibirlo. Los neurotransmisores están contenidos en pequeñas vesículas en el interior de las células; una vez liberados, o se adhieren a los receptores de la membrana de la célula contigua, o son capturados de nuevo por la célula emisora, o bien son destruidos por otras sustancias activas presentes en el ambiente extracelular. Las denominaciones de los neurotransmisores más conocidos son: adrenalina y noradrenalina (de los que ya hemos hablado y que son conocidos habitualmente como estimulantes), la dopamina, cuya carencia se constata en la enfermedad de Parkinson, y la serotonina, de importancia en la depresión.
El pensamiento y las emociones se asocian al intercambio de impulsos y a la producción de neurotransmisores. El modo en que todos estos fenómenos eléctricos y bioquímicos producen un sí o un no, un llanto o una sonrisa, es prácticamente imposible de definir. A través de técnicas y de instrumental altamente complejo, como la resonancia magnética nuclear, se ha constatado que hay áreas del cerebro asociadas a determinadas funciones cognitivas, motoras, sensoriales y afectivas; pero lo que sucede en tales áreas, que permitiría explicar las actitudes y las expresiones humanas, eso nadie lo sabe de forma inequívoca. Los investigadores mismos reconocen que localización no significa explicación. Por ejemplo, se sabe que en el ojo hay células que perciben los colores y que estas percepciones, a través de los potenciales de acción y los neurotransmisores, son conducidas a áreas definidas del cerebro; se sabe también que desde esas áreas se envían impulsos a otras áreas que incorporan contenidos emocionales a la percepción, o que hacen que el pie presione el acelerador cuando el semáforo se pone en verde. Pero se desconoce qué mecanismos, contemplando un cielo azul, producen alegría en una persona, melancolía en otra y, en una tercera persona, el encerrarse en casa a oscuras. Si conjeturamos una explicación, hace falta recurrir a la teoría psicológica y a considerar pensamientos, sentimientos y recuerdos, e «incorporarles» electricidad y química, siempre en términos algo arbitrarios. Cada cierto tiempo aparece alguien que declara haber descubierto el centro nervioso o la sustancia que permite amar, desear o desechar, pero en poco tiempo se deja de hablar de ello. El mismo discurso vale para la genética, que emerge como el mito de la ciencia de hoy en día. A pesar de que diversas enfermedades mentales, sobre todo las más graves, se presentan caracterizadas por un factor hereditario y marcadas biológicamente por alteraciones cerebrales, los psiquiatras están fuertemente divididos ante el reconocimiento de sus causas orgánicas. El hecho de que los fármacos funcionen, al menos parcialmente, ratifica la atención que se le presta a la componente biológica en el origen de las enfermedades mentales. Pero como se puede constatar en la historia de la psiquiatría, el tratamiento de las enfermedades mentales, sobre todo de las más graves, es siempre sumamente difícil, incluso a menudo infructuoso. En términos que pueden parecer algo toscos, pero que nos permiten hacernos una idea de lo que se hacía a caballo entre los siglos XIX y XX, el método terapéutico más empleado era parecido a darle un golpe al televisor cuando no funcionaba: baños de hielo, inducción de estados comatosos, electroshock y cosas por el estilo. Al no saber qué hacer, se buscaba sacudir el cerebro (o todo el organismo), con la esperanza de que este, de esa manera, pudiera recuperar una funcionalidad normal (o casi). Y alguna vez sí que sucedía esto. Yo mismo, hace treinta años, presencié cómo un paciente con delirio místico, agudo y violento, quedaba «como nuevo», tranquilo y razonable, mediante electroshock (aunque recayó posteriormente).
No fue hasta los años cincuenta cuando aparecen los primeros psicofármacos, de la clorpromazina a la benzodiazepina, tanto para los pacientes graves como para otros sujetos sin síntomas severos pero agitados de formas diferentes por las contrariedades de la vida. Se estima que actualmente, en Italia, entre el 15% y el 20% de la población consume psicofármacos. La estimación es algo aleatoria porque muchos de los psicofármacos menores se consumen sin receta o escapan al control del Servizio Sanitario Nazionale (SSN) [25]. Según los informes de la Agencia Italiana del Fármaco (AIFA), el gasto en medicamentos para el sistema nervioso central es el tercer gasto más importante, tras el que se realiza en fármacos cardiovasculares y gastrointestinales. Los fármacos prescritos en el ámbito del SSN para los trastornos más graves afectan aproximadamente al 6-7% de la población [26]. La manera de tratar las enfermedades mentales es ahora menos bárbara y más eficaz. Se han desarrollado nuevos medicamentos con eficacia más específica y potente, capaces de tranquilizar a los pacientes con mayores trastornos, activando incluso a los que sufren depresión y son incapaces de salir de la cama. Los psicofármacos están entre los medicamentos más usados en absoluto; pero, como ya he mencionado, no son curativos, tan solo alivian el trastorno o la enfermedad mental, atenuando sus consecuencias negativas, como la ya citada ansiedad, o el insomnio, o la depresión, o el delirio. El trastorno continúa estando ahí, al acecho, listo para desencadenarse nuevamente cuando el consumo del fármaco cese, o cuando suceda algo —dentro o fuera de la psique— contra lo que el fármaco demuestra no ser eficaz. Los psicofármacos potentes tienen además efectos secundarios considerables; a veces se ve a personas con el rostro como desencajado, con la vista perdida, con movimientos rígidos, como de autómata, o balanceándose de pie. Los enfermos tienen también dificultad para tomar los psicofármacos según las dosis recomendadas. Se considera que el porcentaje de pacientes que no siguen las pautas varía entre el 20% y el 50%, aumentando hasta el 60%, e incluso el 80%, entre los deprimidos y los psicóticos. La variabilidad de estos porcentajes resulta elocuente respecto al conocimiento efectivo sobre el uso de los psicofármacos y de su utilidad práctica.
Para entender qué es un psicofármaco, tomemos en consideración al más conocido de ellos, el Prozac. El principio químico es la fluoxetina. En el 2000 se estimaba que entonces lo consumían ya más de cuarenta millones de pacientes en el mundo. En Europa, algunas estimaciones consideran que hoy en día lo consume el 10% de la población: más de setenta millones de individuos. Cito ahora textualmente el prospecto del mismo (las ‘instrucciones de uso’ que contiene el envase del fármaco): «Los efectos antidepresivos, antiobsesivos compulsivos y antibulímicos de la fluoxetina se presume que están ligados a la inhibición de la recaptación de la serotonina por parte de las neuronas del sistema nervioso central (SNC)». De forma que «se presume» que un único mecanismo biológico, bastante simple, que aumenta la presencia de un neurotransmisor, permita tener efectos correctores sobre síntomas de naturaleza muy diversa, que van desde la grave depresión del humo...

Índice

  1. PREFACIO
  2. PUNTO DE PARTIDA
  3. Capítulo primero «MI» EDUCACIÓN
  4. Capítulo segundo «MI» PSICOLOGÍA
  5. Capítulo tercero PARA QUÉ SIRVE LA PSICOLOGÍA
  6. Capítulo cuarto PARA QUÉ SIRVE LA EDUCACIÓN
  7. En conclusión: Y YO, ¿QUÉ SOY?