1. Una fe popular
La infancia y la adolescencia en la Italia de la posguerra
«He asimilado la fe desde pequeño, con naturalidad, sin muchos razonamientos: la fe es algo enraizado en la profundidad de nuestro corazón, porque nuestros padres nos la han transmitido con la leche materna y la ternura». Así ha respondido usted, Eminencia, hace unos años a quien le preguntaba por su primer encuentro con el hecho cristiano. ¿Qué recuerdo tiene de esos años?
Todavía hoy habitan dentro de mí como un período de alegría y dulzura, aunque en un contexto de grandes dificultades. Nací en 1941, en Malgrate, cerca de Lecco, y mis primeros recuerdos están ligados a la guerra. Vivíamos (mi padre, mi madre, mi hermano mayor y yo) en un apartamento de treinta y cinco metros cuadrados, en una antigua corte de una gran villa noble, en una especie de corrala en la que estábamos diez familias, con los servicios en común. La villa señorial había sido ocupada, en primer lugar por los alemanes, después por los republicanos de Saló y al final por los americanos. Era muy pequeño pero hay un episodio que se me ha quedado grabado en la memoria: un día los alemanes decidieron de improviso cambiar la contraseña –que era indispensable conocer para poder entrar en la casa–, y hubo un momento de pánico porque mi padre era camionero y a menudo volvía tarde a casa. Era necesario avisarle, porque los alemanes no dudaban en disparar a quien se acercase a la casa y no diese la contraseña. Entonces, en un clima de gran tensión, algunos parientes y amigos se colocaron en diferentes puntos a la entrada del pueblo, esperando poder verle e informarle.
Junto a estos momentos de miedo, estaba también el telón de fondo constante de la pobreza y de la precariedad, sobre todo durante la vida como evacuados en los últimos meses de guerra. Cuando después volvimos a Malgrate, recuerdo que un grupo de militares estadounidenses habían acampado en la villa señorial. Fue entonces cuando vi, por primera vez en mi vida, el chocolate, porque los americanos todas las semanas nos regalaban a los niños una tableta. Mi madre la cogía, la ponía aparte para mi hermano y para mí y nos decía: «Esto lo guardamos para la merienda; no se come antes de las cuatro». Nos daba una onza cada día. Pero yo no resistía e iba a robar algún pedacito antes. Y cada vez que lo hacía me gritaban, pero yo lo volvía a hacer. Más aún, me parecía que el reto de lo prohibido hiciese que el chocolate fuese todavía mejor... Un día, en vez de una bofetada, me dolieron las palabras llenas de amargura de mi madre: «¿cómo es posible que no entiendas?...». Me hirió su mirada triste y llena de dolor por lo que había hecho. Y desde entonces ya no osé coger chocolate a escondidas. Fue una bella lección de vida: en efecto, lo que te cambia no es el castigo por haber infringido una regla, sino la percepción de haber faltado a un amor.
Las dificultades y la pobreza ¿no se han convertido nunca en un obstáculo para la fe?
En absoluto. La fe era un elemento constitutivo de la vida, y marcaba sus ritmos cotidianos. No había solución de continuidad entre lo que uno vivía en privado y la dimensión pública que, en aquel tiempo, coincidía ampliamente con la parroquia. No es una casualidad que la idea de dedicarme a Dios, de ser sacerdote, haya nacido en mí ya cuando tenía diez años, en cuarto de primaria. Una idea que ha echado raíces, pero que ha quedado enterrada durante bastante tiempo. La fe sencilla y sólida que aprendí de mi madre llegó a ser algo que atravesaba todo, desde los amigos al colegio, desde casa al centro parroquial. Así fue hasta secundaria: me matriculé en secundaria por voluntad de mi padre, Carlo, para el que era una cuestión de honor que sus hijos estudiasen. Tuve que hacer un test muy selectivo porque en general, una vez que se acababa la primaria, casi todos los chicos iban a trabajar, algunos iban a las escuelas profesionales y poquísimos se matriculaban en secundaria. Ese año fui el único de mi pueblo que hizo y superó el examen de admisión. En efecto, era muy raro que el hijo de un obrero continuase estudiando; si he tenido esta fortuna se lo debo a la tenacidad de mi padre.
En Lecco descubrí un mundo más amplio que el que acabo de describir, una realidad en la que me he sentido un poco solo. Digamos que, más allá de las relaciones normales con los compañeros de clase, el hijo de un camionero no era considerado igual que los otros, que en general provenían de familias de la burguesía. Existía una sutil marginación. En aquellos años descubrí el lado tímido y un poco ansioso de mi carácter.
No es fácil imaginarse un Angelo Scola tímido. Siempre he sabido que usted, desde niño, ha sido muy exuberante e indisciplinado. ¿Es verdad que le han expulsado varias veces del colegio?
Era un chaval muy vivaz. Años más tarde he sabido que la maestra de primaria había hecho una especie de pacto con mi madre: «Querida señora Regina» –le dijo– «no soy capaz de que su hijo aguante en clase toda la semana, así que hagamos de manera que, de vez en cuando, se quede en casa con usted». Funcionaba así: yo iba al colegio todas las mañanas pero, frecuentemente, una vez a la semana, al comienzo de la clase, la maestra me expulsaba. También porque, decía, mis notas eran buenas y no hacía falta que me quedase en clase...
¿Podemos decir que el temperamento inquieto no perjudicaba la seriedad?
Si queremos podemos decirlo así. Lo que me urge subrayar es que, entre los dos elementos constitutivos de la infancia, el asombro ante las cosas y el empeño por comprender su sentido, nunca he percibido ningún tipo de separación. Y esto gracias al tejido de fe que constituía el modo sencillo y natural con el que nos abríamos de par en par a la realidad.
Otro mundo respecto al actual, un mundo que ha desaparecido definitivamente...
Si consideramos el catolicismo italiano, tenemos que decir que el proceso de alejamiento de la mentalidad común respecto a la fe cristiana ya se había iniciado entonces. Siempre me ha impresionado, y he querido retomarlo en la homilía del día de mi toma de posesión como arzobispo de Milán, lo que había escrito Giovanni Battista Montini, entonces joven sacerdote, en el lejano 1934: «Cristo es un desconocido, un olvidado, un ausente en gran parte de la cultura italiana». Las élites intelectuales de nuestro país, desde la unidad de Italia, han estado lejos y han sido casi siempre hostiles al hecho cristiano que, sin embargo, permanecía bien establecido entre el pueblo. Su acción no había sido capaz de mellar ese ethos que ofrecía el elemento unificador real de la vida cotidiana e impregnaba las costumbres, los valores y las ideas de la gran mayoría de la gente. Era un hecho vivido también por los que no tenían plena conciencia de ello.
Todo esto comienza a cambiar con la afirmación del movimiento obrero, en su doble componente socialista y comunista: con la idea marxista de justicia social comienza a disminuir el peso de la Iglesia, pero es interesante notar que, en el ámbito de las costumbres, de la afectividad y de las relaciones sociales, continuaba valiendo el principio cristiano. Un ejemplo de ello es la reacción muy crítica por parte de los militantes del Partido Comunista Italiano respecto a la relación extraconyugal de Palmiro Togliatti con Nilde Iotti. En los años cincuenta el vínculo familiar era reconocido unánimemente como algo que no podía ser puesto en discusión, independientemente de las convicciones políticas de cada uno. Al mismo tiempo, era cada vez más evidente que esto no podía bastar y que, antes o después, también las costumbres populares habrían desaparecido ante la ausencia de una fuerte convicción personal. Con el bum económico se difundió un modo nuevo de pensar y de vivir fundado en la lógica de la ganancia y en el consumismo, mientras que el cristianismo se reducía a gestos formales y a principios abstractos. El catecismo se convertía en algo que había que aprender de memoria, un torneo de nociones como los concursos Veritas, en los que vencían los mejores, pero la doctrina ya no tenía nexo con la vida.
De este modo comienza a desmoronarse la fe sólida del pueblo, y este proceso conducirá inexorablemente al indiferentismo religioso, a la neta disminución de los católicos practicantes y al abandono de la Iglesia, todos ellos fenómenos que conocemos muy bien en nuestros días.
¿Cómo ha reaccionado la Iglesia ante esta nueva situación?
La respuesta debe considerar diferentes planos. Desde el punto de vista institucional, la Iglesia reacciona con la creación de la Conferencia Episcopal Italiana, es decir, un organismo propio de dirección, dotado de una cierta autonomía respecto a la Santa Sede. Es importante recordar que, hasta entonces, la Iglesia en Italia dependía totalmente, también desde el punto de vista organizativo, del Vaticano. Por ejemplo, el nombramiento de los obispos era realizado directamente por la congregación a ello dedicada en la Santa Sede, sin pasar por la nunciatura como acontecía en muchos países y también hoy en Italia.
Tras un período inicial, que no fue fácil porque estuvo marcado por tensiones internas, la Conferencia Episcopal Italiana se dotó de un estatuto a mediados de los años sesenta. Más tarde, desde el punto de vista de los contenidos, inventó el llamado «trípode», fundado sobre la liturgia, la catequesis y la caridad, tres elementos que deben caracterizar toda comunidad eclesial. De hecho es una mezcla de doctrina y moral con la que se intenta dar un nuevo impulso al catolicismo italiano.
Encontramos, en fin, un tercer nivel en el que actúan algunas figuras muy significativas a la hora de relanzar la presencia cristiana en la sociedad. Se trata de personalidades de perfil eclesial, intelectual y político de gran espesor como el alcalde de Florencia Giorgio La Pira, el político y después sacerdote Giuseppe Dossetti, el rector de la Universidad Católica Giuseppe Lazzati, pero también los «pura sangre» de la Democracia Cristiana, Amintore Fanfani y Aldo Moro. Una vez que se constató la decadencia de la mentalidad y de las costumbres enraizadas en la tradición católica, a la hora de influir en la sociedad y de mantener lo que antes era un hecho espontáneo de pueblo, la Iglesia italiana se apoya más en la política.
Pero también se dieron figuras como don Primo Mazzolari y don Lorenzo Milani, que en aquella época fueron marginadas y miradas con desconfianza en la Iglesia italiana. Hoy son redescubiertas, y esta rehabilitación es muy importante en virtud de algunos elementos proféticos contenidos en su propuesta. Sin embargo, a pesar de la difusión de sus escritos y del hecho de que muchos les siguieron, no generaron una realidad orgánica de pueblo.
¿Podemos decir que el concilio Vaticano II ha representado un factor de choque para el catolicismo italiano?
A partir de la mitad de los años sesenta, el concilio Vaticano II es siempre citado y blandido como una bandera. Todos se refieren al Concilio, pero los documentos más importantes, como por ejemplo la constitución dogmática Dei Verbum, no son adecuadamente estudiados ni asimilados. Podría decir que de la potencia de innovación del Concilio se llevó a cabo sustancialmente solo una reforma, la litúrgica. Se habla de una nueva propuesta pedagógica, se ponen las bases para redactar nuevos catecismos, pero en su conjunto la recepción del Vaticano II en Italia es algo parcial, reservada a especialistas. Ciertamente se renueva la liturgia, se da espacio a la Palabra de Dios, se retoma la catequesis, nace Cáritas; todo ello es importante. Pero no se da una recuperación de la conciencia de fe por parte del pueblo. Doctrina y moral no bastan para volver a dar vigor al hecho cristiano.
Bien lo había comprendido Pablo VI, un papa grande y santo, que será canonizado el 14 de octubre. Siguiendo la estela de su ministerio episcopal en Milán, se hizo portavoz de una reforma que «ama y no odia, no inventa sino que desarrolla, no se detiene sino que continúa», como había dicho en una homilía de 1958. Todavía hoy siento un gran agradecimiento y admiración cuando releo sus extraordinarios discursos y homilías como arzobispo de Milán. Para Montini reformar la Iglesia significa restaurar su esplendor original «en la mentalidad y en las costumbres». Pablo VI mostró un gran coraje cuando tuvo que afrontar la contestación que, como bien sabemos, caracterizó la época del posconcilio. Es emblemático el caso de la Humanae Vitae. Las polémicas encendidas, que explotaron tras su publicación en 1968, giraban todas en torno a la cuestión de la píldora anticonceptiva, mientras que se obvió la enseñanza principal de la encíclica, es decir, la afirmación sobre que los dos aspectos del acto sexual de los cónyuges —el unitivo y el procreativo— no pueden ser separados arbitrariamente. Además Pablo VI intuyó con gran claridad que el uso de los anticonceptivos químicos habría modificado radicalmente la concepción y la práctica de la relación hombre-mujer.
Sin embargo es un hecho que la indicación de Humanae Vitae es ampliamente contradicha en la práctica por los fieles...
A este respecto quiero recordar una observación muy pertinente del obispo Carlo Colombo, el célebre teólogo milanés que fue uno de los colaboradores principales de Pablo VI en la redacción de la encíclica. Veinte años después, constatando cuánto las indicaciones de Humanae Vitae eran, en gran parte, desatendidas, afirmó «que comprendía con cuánta razón san Pablo advertía a los primeros cristianos, y advertiría a los cristianos de hoy, que no juzgasen, que dejasen el último juicio a Dios». La constatación de la fragilidad y del pecado no mella la verdad de la enseñanza, sino que nos reclama la necesidad de la misericordia y de la conversión.
Nos acaba de describir un proceso histórico que ha tenido lugar entre los años cincuenta y sesenta. Pero en el plano personal ¿cuál...