El fin de una época
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El fin de una época

Artículos 1905-1906

  1. 344 páginas
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El fin de una época

Artículos 1905-1906

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G.K. Chesterton, autor de novelas como El hombre que fue jueves y creador del famoso detective Padre Brown, fue ante todo un periodista que escribió miles de artículos para distintos medios.Su colaboración más longeva --de 1905 hasta su muerte en 1936-- fue en el semanario gráfico Illustrated London News. En sus artículos, que eran verdaderos ensayos, habló de sus contemporáneos con una visión que hoy sigue resultando fresca y reveladora. Ya escribiera de educación, prisiones, elecciones, moda, turismo, teatro, ritos sociales o historia, hizo siempre gala de un tono combativo, pero alegre y burlón. Apostó por el hombre común frente al experto; por la tradición y la costumbre arraigada frente a la moda caprichosa y pasajera; por la alegría de un mundo material que se nos dona y tiene un significado positivo frente al pesimismo filosófico que todo niega o duda.Este volumen, realizado en colaboración con el Club Chesterton de la Universidad San Pablo CEU, es el primero de una serie que pondrá a disposición de los lectores, en estos tiempos de desconcierto y asfixia, el vigor y la cordura chestertonianos, que resuenan hoy como un grito del sentido común, tan silenciado por un ambiente cultural que hace dudar de las realidades más cotidianas.

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Información

Año
2019
ISBN
9788490558829
Edición
1
Artículos
(1905-1906)
Año 1905
14 de octubre, 1905
Cosas serias en época de vacaciones en Londres
No sé por qué los periodistas llaman a esta época del año la estación boba; es la única época del año en la que hay tiempo para la sabiduría. Es algo que se puede ver con una simple ojeada a estos documentos extraordinarios, los periódicos. Mientras dura la temporada parlamentaria, las cosas más triviales y pasajeras pasan por importantes. Vemos grandes titulares a propósito de la votación para abastecer a los guardacostas de comida para gatos o sobre la disputa en la Cámara a propósito de los emolumentos del mayordomo del cónsul en Port Said. Las trivialidades, en una palabra, se convierten en algo tremendo hasta que comienza la estación boba, o la estación sabia. Entonces, por primera vez, tenemos un momento para pensar, ese tiempo de reflexión que tienen los campesinos y los bárbaros, un momento en el que se escribieron La Ilíada y el Libro de Job. De hecho, pocos lo hemos hecho. Pero el hecho de que la estación boba es realmente la estación seria se ve claramente en los periódicos. En la estación boba perdemos de sopetón el interés por las frivolidades. De repente, desaparece nuestro interés por las nimiedades del guardacostas y del cónsul de Port Said y, de repente, nos interesamos por los temas sobre los que los columnistas puede que no digan más que tonterías, pero que no son nada tontos. En esta estación comenzamos a debatir sobre «La decadencia de la vida familiar» o sobre «Qué va mal» o la autoridad de la Biblia, o «¿Somos creyentes?» Todos estos temas, importantes y eternos, solo se tratan en la estación boba. El resto del año somos frívolos e irresponsables; ahora, durante unos meses, nos tornamos serios. Mientras los portavoces parlamentarios piden nuestros votos, lo único que pensamos es si votamos o no; cuando nos dejan en paz durante un rato tenemos tiempo para preguntarnos «¿Somos creyentes?». En la temporada normal siempre estamos dando vueltas a lo mismo: «¿Ha fracasado el gobierno?». Únicamente en la estación boba tenemos ecuanimidad para preguntarnos «¿Es el matrimonio un fracaso?». Efectivamente, es en esta época fugaz cuando de verdad tenemos tiempo para pensar en todo lo que no es fugaz. Las vacaciones son un tiempo para orientar nuestras mentes a todas las cuestiones serias y permanentes presentes en todas las civilizaciones. Las vacaciones son la única época en la que no nos dejamos arrastrar por cualquier ocurrencia fortuita ni nos quedamos atontados ante los llamativos carteles de las calles. Las vacaciones son la única época en que podemos juzgar con parsimonia y sinceridad como filósofos. La temporada boba es la única temporada en la que no somos bobos.
El carácter solemne de las vacaciones queda implícito en el propio nombre6: el día sagrado es el que se ha consagrado. En la práctica se ve que las vacaciones ofrecen numerosas ocasiones para que salga a la luz el aspecto más serio del hombre. El resto del año nos dedicamos a cuestiones pasajeras y vanas, como escribir artículos o pensar en el envoltorio del jabón. Ahora, nos lanzamos a las cosas más eternas, como los deportes en el campo, la caza en los montes. Un trabajador pasa el resto del año en lo más reciente y cambiable, los suburbios. Y, ¿qué hace en sus vacaciones? Marcha corriendo a lo más antiguo e inmutable, el mar.
Estoy absolutamente convencido de una cosa: las vacaciones más ociosas son las mejores. Estar ociosos nos permite diluirnos en la vida ordinaria del lugar en el que estamos; no haciendo nada se hace todo. El ambiente del lugar no encuentra resistencia y nos llena, mientras los demás se han atiborrado con guías turísticas y el anodino viento de la cultura. Pero sobre todo, renuncien —renuncien vehementemente— a ver los sitios de interés. Si se opone vehementemente a visitar el castillo de Edimburgo tendrá su recompensa, un placer reservado a una minoría: verá Edimburgo. Si se niega a comprobar la existencia de la Morgue, la Madeleine y el Louvre, los jardines de Luxemburgo y las Tullerías, la Torre Eiffel y la tumba de Napoleón, en la calma de tal sagrada claridad verá de repente París. En nombre de todo lo sagrado, esto no es lo que llamamos paradoja; es un fragmento de una guía sensata nunca escrita. Y si quieren que dé razones, las daré.
Hay una razón muy clara y lógica de por qué no hay necesidad de visitar los lugares interesantes en el extranjero y es, sencillamente, que en toda Europa los lugares interesantes son exactamente iguales. Todos dan testimonio de la gran civilización romana o de la gran civilización medieval, que fueron casi iguales en todas partes. Las cosas más maravillosas que hay que ver en Colonia son precisamente las que no hay necesidad de ir a Colonia para verlas. Lo más grande de París es exactamente el tipo de cosa que se puede ver en Smithfield. Las maravillas del mundo son iguales en todas partes, al menos en Europa. Las maravillas están a nuestro alcance. Un trabajador de Lambeth no tiene derecho a ignorar que en el siglo XIII hubo un florecimiento del arte cristiano, pues solo con mirar al otro lado del río puede ver las piedras vivas de la Edad Media apuntando a las estrellas. Un palurdo cavando patatas en Sussex no tiene derecho a ignorar que el esqueleto de Europa son las calzadas romanas. En un valle francés, lo que no necesitamos ver es el campamento romano porque tenemos los mismos campamentos en Inglaterra. En una ciudad alemana no necesitamos ver la catedral porque tenemos catedrales en Inglaterra. Precisamente lo que no tenemos en Inglaterra es un café con terraza. Precisamente lo que no tenemos es Inglaterra en una cervecería con terraza. Lo que de verdad es una maravilla y un encanto para la vista es la vida ordinaria de la gente en un país extranjero. Lo que nos asombra de Francia o Alemania es la vida cotidiana. Ya conocemos sobradamente lo extraordinario. Nos lo explican con detalle los insoportables cicerones de la Abadía de Westminster y de la Torre de Londres. El hombre que se niega a levantarse de la silla en una terraza parisina para ver el Museo de Cluny está rindiendo el homenaje más grande al pueblo francés. Ocurre igual con los extranjeros en Inglaterra. Un francés no tiene que considerar la Abadía de Westminster como un ejemplo de arquitectura inglesa. No es un ejemplo de arquitectura inglesa. Pero una calesa sí es un ejemplo de arquitectura inglesa. La calesa es producto del encanto peculiar de nuestras ciudades inglesas. Por alguna razón misteriosa, nunca ha sido domesticada. Es símbolo de una comodidad osada típicamente inglesa. Es algo que debe atraer peregrinos de todas partes. El inglés inteligente pasará el día entero en un café; el francés inteligente, en una calesa.
La calesa, como ya he dicho, es un símbolo admirable del espíritu genuino de la sociedad inglesa. El mal principal de la sociedad inglesa es que nuestro amor a la libertad, algo noble en sí mismo, tiende a dar preeminencia y poder a los ricos; pues la libertad implica viajes y los viajes, dinero. Romper ventanas es un ideal grande y benévolo; pero en la práctica el hombre que rompe más ventanas es el que puede pagarlas. De aquí procede la gran fuerza del individualismo aristocrático de la vida inglesa; individualismo aristocrático cuyo símbolo mayor es la calesa. La principal rareza de la clase alta inglesa es la combinación de un gran valor personal con un lujo personal absurdo. Un ejército extranjero los conquistaría tan solo con robar sus neceseres. No les preocupa su vida, pero se preocupan por su modo de vida. Esta mezcla de valor y comodidad, presente en muchas instituciones inglesas, se aprecia también en la calesa. Comparada con los demás vehículos, en especial los extranjeros, es a la vez más suntuosa y más insegura. En ella puede matarse un hombre, pero se matará cómodamente. Podrá salir despedido, pero no se bajará por voluntad propia.
El otro día, recorriendo el río en un barco regular, un hombre que estaba cerca dijo, señalando las fachadas de los magníficos edificios a ambas orillas (pasábamos entre Westminster y Lambeth): «Todo esto está pensado para impresionar a los extranjeros». ¿Por qué habría de impresionarse un extranjero? ¿Acaso no ha visto nunca antes un edificio alto? ¿Acaso los franceses y los alemanes viven en chozas de barro? ¿No hay abadías ni palacios episcopales en sus países? No, si se quiere impresionar a los extranjeros, aférrese con frenesí a la calesa. Que nunca le vean en otro vehículo. Condúzcala en el jardín de su casa; cuando vaya a la iglesia, condúzcala hasta el interior. Cuando el ejército inglés marche sobre el campo de batalla, hagan que cada soldado conduzca una calesa; el enemigo huirá apresuradamente.
Me apena profundamente que el Sr. Max Beerbohm diga que Londres no le parece ni bonito ni romántico. Londres no solo está repleto de encanto, sino además de un encanto especialmente delicado y anticuado. Las demás ciudades cantan y bullen con la técnica moderna, sobre todos las que llamamos decadentes. Roma resulta elegante y americana comparada con Londres. Florencia, comparada con Londres, es como Chicago. Las ciudades italianas más antiguas resuenan con los timbres de los coches eléctricos y destacan como lugares saludables. Solo nuestro Londres conserva sus fascinantes calles principales sinuosas. Solo Londres conserva su somnoliento autobús. ¡Adorable soñadora, susurrando desde sus torres los últimos secretos de la Edad Media! Alguien dijo eso mismo de Oxford (si creen que no sé quién fue, lo dijo Matthew Arnold); pero en realidad solo se aplica a Londres y para nada a Oxford. Si de verdad quiere llenar sus oídos y su alma con los cantos e imágenes del pasado, suba al metro en la estación Victoria y vaya hasta, pongamos por ejemplo, Mansion House. Cierre los ojos y escuche con reverencia los nombres: St. James’s Park, peregrinos con cayados y veneras7, Westminster Bridge, santos y reyes ingleses...,. Charing Cross —el rey Eduardo8—, The Temple, la caída de esa orden orgullosa y misteriosa de los Templarios..., Blackfriars, ¡una fila de capuchas negras! Lo suplico por favor: no destruyan Londres. Es una ruina sagrada.
21 de octubre, 1905
Fanatismo en los suburbios
Puede que en este momento las dos personas más importantes de nuestra civilización sean las dos ancianas que defendieron su morada con espadas desenvainadas. Son un portento, en el sentido auténtico de la palabra, que no es meramente una maravilla, sino un aviso; son un signo celeste del apocalipsis de Londres. Al principio, uno se siente dispuesto a considerar este asunto con la imaginación: dejar la imaginación desbocada según se le ocurra a uno. Uno piensa en las ancianas reclutando una banda de alegres y desesperadas solteronas, amazonas con espada, haciendo incursiones desde las montañas para atacar ciudades que quedan ardiendo a su paso atroz. Se las ve de vuelta en sus cuevas para celebrar una juerga entre oro y sangre, pidiendo el té con voz estentórea mientras arrojan sus machetes al suelo y se quitan cuidadosamente los guantes. Sin embargo, prefiero contemplar la simplicidad del hecho. Me gusta imaginarme a estas amables y respetables ancianas modernas reunidas en el salón de su casa, el juego de té y las pastas sobre la mesa, el daguerrotipo del primo Eustace y un grabado coloreado de la reina Victoria en las paredes, la librería ordenada con ejemplares como Enquire Within, The Lamp-Lighter, un álbum de páginas rosadas y en las manos dos enormes y brillantes sables, decididas a masacrar a sus semejantes. Mirarían, imagino, las espadas con una pizca de incomodidad. Seguro que se parecían a aquellas vírgenes mártires que pueden verse en las ilustraciones de los libros antiguos, vírgenes mártires que portaban un hacha gigantesca o un potro del tormento en miniatura o una parrilla portátil sobre la que asaron a la santa en un momento de su vida. Pero en estos casos los santos llevan las armas de sus enemigos. Esto fue, sin duda, una de las revoluciones más audaces y pintorescas del cristianismo, la idea de que las cosas usadas contra una persona pasaban a formar parte de ella: no solo besaban la vara de castigo, sino que la usaban como bastón. Supongo que cuando una lanza candente atraviesa el cuerpo de un hombre acaba siendo de su propiedad. La tortura acabó convertida en ornamento; como si pudiéramos hacer un motivo decorativo para papel pintado a base de horcas y látigos. Si lo aplicáramos a las personas que mueren actualmente sería aún mucho más extraño. A un hombre que muriera de fiebre tifoidea en Camberwell, por ejemplo, habría que representarlo (en el arte cristiano) abrazando una enorme cañería con un agujero. O si un hombre saliera despedido de la calesa, se le representaría (en el arte cristiano) con una calesa en la mano, como si la calesa no pudiera llevarlo a él. Sería muy difícil con los escaladores que hubieran tenido un desenlace fatal. Resultaría agotador sostener un glaciar en una mano allá donde uno fuera, o andar con un precipicio bajo el brazo para siempre. Pero este fructífero tema de un martirologio moderno me desvía del tema inicial, las solteronas de las espadas. Ellas, repito, no son mártires portando los instrumentos de su tortura. Todo lo contrario, son las perseguidoras. Según creo, persiguieron a un policía (algo muy divertido) y le quitaron el casco.
No soy irrespetuoso con estas dos ancianas porque no es irrespetuoso estar encantado. Todos estamos encantados con nuestras esposas, lo que no impide que también sintamos por ellas una especie de pavor sagrado. Las ancianas, según creo, eran muy devotas, cosa que está muy bien. Y en cuanto al asunto del policía, mi sorpresa no es por la contundencia desplegada contra con su cabeza. Deberíamos procurar siempre asombrarnos ante lo permanente, no ante lo excepcional. Debería asombrarnos el sol, no el eclipse. Debería sorprendernos menos el terremoto y más la tierra. Y según el mismo principio filosófico me atrevo a decir, con total sinceridad, que no me asombra más la impaciencia de la anciana al quitarle el casco del policía, que la paciencia de todos los demás por dejárselo puesto. El hecho de que haya en el mundo millones de hombres cuerdos y sanos que no han quitado el sombrero a ningún policía me sobrecoge en una ola de misterio, como los numerosos misterios del mar. Las dos ancianas eran, supongo, lo que llamamos crudamente, pero por necesidad, locas. Pero esto no impide que merezcan una reflexión más honda. Por el contrario, los locos son en ocasiones más representativos que los cuerdos porque tienen una desnudez de pensamiento que muestra muchas cosas que los cuerdos conocen y ocultan. Hace falta un hombre muy cuerdo parar enseñar a los locos. Pero debe ser un loco sin remedio aquel a quien los locos no puedan enseñar.
Las ancianas de las espadas son igual de interesantes que Agapemone9, pero mucho más respetables, y pido perdón a las pobres señoras por la comparación. La similitud radica en el hecho de que ambos son prueba del estallido violento de las cosas elementales en los suburbios. Es ley inexorable de toda sociedad exagerar aquello que se quiere suprimir. Las ciudades modernas, especialmente los barrios residenciales de las ciudades modernas, están diseñados estricta y cuidadosamente para ser racionales y seculares; por tanto, en cualquier momento, arderán con las formas más absurdas de superstición. Los hombres de tierras más felices vivirán tranquilamente con su fe y descubrirán sus cabezas al cielo en señal de respeto, como a un viejo amigo. En Clapton habrá carreteras rectas y conversaciones correctas y una ignorancia total de los misterios. Por tanto, en Clapton10 se podrá encontrar a un hombre gritando a plena luz del día que él es dios, que él creó las estrellas, convirtiendo el pecado manifiesto en un sacramento. Se enseñará a todos los hombres que la guerra y la revolución son males peores que el sometimiento y la esclavitud, que un puñetazo es indigno de un caballero y una cruzada es una canallada. Por tanto, las armas que no empuñen los ciudadanos las descubrirán y blandirán los locos y cuando los hombres hayan dejado de llevar espadas, las mujeres empezarán a blandirlas. Pues la verdad es que las cosas eternas se están rebelando contra las temporales. Los dioses se están rebelando contra los hombres.
Debemos estar preparados para un aumento de incidentes de este tipo, incidentes de barrios bajos, de un estilo violento y absurdo. No nos debe sorprender el hecho de que dos mujeres londinenses lleven espadas grandes. Antes de que se olvide este asunto veremos banqueros empuñando hachas, curas lanzando jabalinas, institutrices fajadas con cuchillos grandes y mujeres de la limpieza solucionando las cuestiones de honor con estoques. Los argumentos con que los científicos pretenden demostrar que los hombres deben hacerse más mecánicos o pacíficos siempre ignoran un factor importante, los propios homb...

Índice

  1. ÍNDICE
  2. Presentación de la obra
  3. Artículos
  4. Índice de nombres
  5. Índice temático