Seguir hoy a Cristo
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Seguir hoy a Cristo

Vida sacerdotal y consejos evangélicos

  1. 116 páginas
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Seguir hoy a Cristo

Vida sacerdotal y consejos evangélicos

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Información del libro

En nuestro tiempo no es corriente oír hablar de obediencia, pobreza y castidad y, sin embargo, son algo decisivo para la vida cristiana en cuanto tal, pues los "consejos evangélicos" indican la forma en la que la libertad del creyente se compromete en el seguimiento de Cristo. Para vivir plenamente su vocación y misión, un cristiano no necesita más que renovar cada día el encuentro con Cristo, reconocer su presencia en la Iglesia y en todas las circunstancias, adhiriéndose a esa "dulce presencia" con toda su humanidad.El presente volumen, cuyo origen son unos ejercicios espirituales dirigidos a sacerdotes, se ofrece como un instrumento válido de reflexión para todo cristiano —cualquiera que sea su estado de vida— sobre los consejos evangélicos, permitiéndole profundizar en la amistad con Cristo que, a través de los miembros de su Iglesia, se dilata en el mundo.

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Información

Año
2020
ISBN
9788490558713
Capítulo III
La virginidad como forma de la caridad en la vida del presbítero
1. Tras las huellas de Cristo Esposo
La obediencia del sacerdote es pedagogía y expresión de la fe que llega a ser forma de vida. Solo en la obediencia de la fe es posible un ejercicio fecundo del ministerio, en relación filial con el obispo y en comunión con los fieles, comenzando por el presbiterio. Cuando la Iglesia pide al presbítero vivir la pobreza evangélica, no está ofreciéndole una recomendación moral genérica, sino que le está pidiendo que ponga en Dios la única esperanza de su vida; no en un Dios genérico, sino en el Dios que ha venido y permanece en la carne. Por ello, en el trabajo pastoral y en la vida espiritual, no pongo mi confianza en las circunstancias, sino en Cristo que está presente y me alcanza en la circunstancia a la que me ha conducido mi misión.
En la tradición latina, la Iglesia pide al presbítero el celibato. Obviamente una elección de este tipo marca radicalmente la figura del presbítero en su vida espiritual y en su acción pastoral. Porque ciertamente no es lo mismo casarse que no casarse… Cuando se recuerda, y con razón, la significativa recuperación que el Concilio Vaticano II ha llevado a cabo de la vocación a la santidad de todos los bautizados, cualquiera que sea su estado de vida, con esto no se quiere difuminar el significado de las diferentes formas vocacionales. No es lo mismo tener mujer que no tenerla, no es ciertamente lo mismo engendrar en la carne hijos o renunciar a ello por el reino de los cielos.
A este respecto, quiero tomar como punto de partida un texto de Benedicto XVI. En la exhortación Sacramentum caritatis se dice:
El hecho de que Cristo mismo, sacerdote para siempre, viviera su misión hasta el sacrificio de la cruz en estado de virginidad es el punto de referencia seguro para entender el sentido de la tradición de la Iglesia latina a este respecto. Así pues, no basta con comprender el celibato sacerdotal en términos meramente funcionales. En realidad, representa una especial configuración con el estilo de vida del propio Cristo. Dicha opción es ante todo esponsal; es una identificación con el corazón de Cristo Esposo que da la vida por su Esposa64.
Este texto contiene elementos de gran valor. El celibato del sacerdote se refiere concretamente a la eunuquía de Cristo. Por tanto, constituye parte de la forma de su misión. No puede ser interpretada como una elección de tipo funcional. La referencia a la dimensión esponsal de Cristo es decisiva a la hora de comprender el significado del celibato en la vida del sacerdote. La referencia a la esponsalidad implica referirse a la virtud teologal de la caridad, al amor en su capacidad de replasmar lo humano. La esponsalidad dice, en este nivel, que el amor toma todo de nosotros. Por tanto, no se puede comprender el sentido del celibato más que a la luz de la caridad, del amor de Dios revelado en Cristo. La dimensión esponsal nos dice siempre que el amor no nos aferra genéricamente, sino que asume en nosotros la estructura antropológica fundamental de los afectos, de la relación y de la diferencia sexual en la que cada uno de nosotros está situado.
En este sentido, la virginidad (tanto de los consagrados como de los presbíteros, ya que desde este punto de vista poseen el mismo valor), resulta ser la modalidad con la que el amor se inscribe en la carne, mostrando su carácter totalizador.
Al querer verificar el modo en el que cada uno de nosotros vive esta llamada particular, tenemos que preguntarnos cómo esta dimensión vivida por Jesús, dimensión que indica su misma forma de existencia, puede efectivamente pasar a nuestra humanidad, cómo puede inscribirse en nuestra carne.
Tampoco podemos esconder el hecho de que esta condición, que caracteriza la vida consagrada y el sacerdocio ministerial, en la tradición latina, está expuesta a críticas y también a ironías que no pueden dejarnos indiferentes. La fragilidad, a veces puesta de manifiesto sin piedad por los medios de comunicación, parece ser una objeción a la verdad misma del celibato, incluso a su sentido.
Además, tenemos que reconocer que vivir esta dimensión de nuestra vocación requiere una experiencia cristiana intensa y renovada. No se es célibe de una vez para siempre. Es más, es propio de la naturaleza de la sexualidad mantener hasta el final a la libertad en movimiento como responsabilidad y energía de adhesión. El estar situados en la diferencia sexual es condición dramática que requiere una apropiación permanente y siempre nueva de este dato en la unidad del propio sujeto personal.
Por último, no podemos desconocer el hecho de que hoy, quizá más que en pasado, el celibato representa uno de los motivos más frecuentes de abandono de la vocación sacerdotal y religiosa.
En efecto, el mundo de los afectos representa generalmente una de esas dimensiones antropológicas en las que más se percibe que estamos inmersos en un cambio de época. La denominada “revolución sexual” de los años 60 ha producido una profunda transformación de costumbres en la cultura y la sociedad, que ahora somos más capaces de percibir en su difusión capilar.
Vivimos en una época de analfabetismo afectivo y de desorden emotivo en las relaciones. No es una casualidad que la inestabilidad afectiva aparezca no solo en el celibato, sino también en la fidelidad al vínculo matrimonial. Pues, en el fondo, el sacrificio de la fidelidad matrimonial es de la misma naturaleza que el sacrificio del celibato, como nos enseña Jesús en el fragmento del evangelio según san Mateo sobre la eunuquía (cf. Mt 19,1-12).
El celibato, cuando no es vivido con autenticidad, es fuente de aridez. El papa Francisco, en un discurso a seminaristas y novicios y novicias casi al comienzo de su pontificado, había afrontado de forma sugerente la relación entre celibato y fecundidad respecto a la crisis vocacional:
El voto de castidad y el voto de celibato no terminan en el momento del voto, van adelante… Un camino que madura, madura, madura hacia la paternidad pastoral, hacia la maternidad pastoral, y cuando un sacerdote no es padre de su comunidad, cuando una religiosa no es madre de todos aquellos con los que trabaja, se vuelve triste. Este es el problema. Por eso os digo: la raíz de la tristeza en la vida pastoral está precisamente en la falta de paternidad y maternidad, que viene de vivir mal esta consagración, que, en cambio, nos debe llevar a la fecundidad. No se puede pensar en un sacerdote o en una religiosa que no sean fecundos: ¡esto no es católico!65.
En efecto, generar es propio del adulto. Llegar a ser padres y madres es, por tanto, algo constitutivo de la persona. Por esta razón, la capacidad de generar también concierne a los sacerdotes y consagrados. Todo esto indica el hecho de que la experiencia del celibato por el reino de los cielos debe asumir, en el itinerario de la consagración, los elementos constitutivos de lo humano, para transfigurarlos por la potencia del reino de Dios que viene.
2. La caridad como revelación de lo humano
Por esta razón, retengo necesario que, ante todo, volvamos a considerar los elementos esenciales de la palabra caridad, que describe el contenido último del encuentro con Cristo, aquel que nos revela definitivamente el sentido de lo humano. Una expresión clara a este respecto la encontramos en san Juan Pablo II, al comienzo de su pontificado, en la Redemptor hominis:
El hombre no puede vivir sin amor. Él permanece para sí mismo un ser incomprensible, su vida está privada de sentido si no se le revela el amor, si no se encuentra con el amor, si no lo experimenta y lo hace propio, si no participa en él vivamente. Por esto precisamente, Cristo Redentor, como se ha dicho anteriormente, revela plenamente el hombre al mismo hombre66.
Benedicto XVI nos ha ayudado mucho a comprender cómo esta palabra es capaz de interceptar lo humano al mostrar que la caridad articula el agapé, como amor oblativo, y el eros, amor de deseo y posesión. En sentido contrario a gran parte de la tradición protestante, que opone radicalmente el amor como agapé al amor como deseo (eros), Benedicto XVI muestra que el mismo deseo de posesión y felicidad que vive, de manera inextirpable, en el corazón de los hombres, solo se cumple en la gratuidad, en la charis. No es verdad –como decía Nietzsche– que la caridad ha introducido veneno en el eros. En realidad, el amor de deseo necesita cumplirse en el agapé: «el momento del agapé se inserta en el eros inicial; de otro modo, se desvirtúa y pierde también su propia naturaleza»67.
El siervo de Dios mons. Luigi Giussani, en la tercera parte de ¿Se puede vivir así?68, explica muy bien que la presencia de Cristo en nuestra vida se atestigua, ante todo, como una gratuidad sin confines y sin cálculo, privada de todo cálculo personal, como afirmación amorosa de lo humano, del otro, del tú, amado en su destino. Este es el movimiento íntimo del Misterio hacia nosotros en cada instante. Nuestra tarea principal es tener conciencia de este movimiento. No se tiene conciencia del instante, si no se es consciente de esto.
Dios ama, actúa como gratuidad. Pero no comprendemos verdaderamente esta acción, si no nos damos cuenta, como dice san Juan, de que Dios es en sí mismo amor. A este punto, la caridad no es solo uno de los atributos del Misterio, sino que nos indica su naturaleza última. Juan, que había encontrado a Jesús a orillas del Jordán, le había seguido, había visto sus milagros, le había contemplado transfigurado en el monte y conmovido ante la viuda de Naín, que le había visto predicar y decir cosas que nadie jamás había dicho, que le había visto lavarles los pies a cada uno de ellos con un gesto de humildad y servicio que había provocado asombro en todos, que le había visto derrumbarse en la angustia del huerto de los olivos, morir de aquella manera, y que le había visto de nuevo resucitado; este muchacho, absolutamente aferrado por este hecho, determinado en cada instante de su vida por la memoria de estos hechos, puede llegar a decir: Dios ama y, aún más, «Dios es amor», Deus caritas est (1Jn 4,8.16).
a. Caridad como don de uno mismo
Don Giusanni indica dos dimensiones de esta donación. Ante todo, la caridad es donar. Dice don Giussani:
Dios, ¿qué te da? A sí mismo, es decir, el Ser. El Ser, porque sin Él nada de lo que existe habría sido creado: “Sin mí no podéis hacer nada” (Jn 15,5). (…) Dios da el ser al hombre: da al hombre ser, da al hombre ser más, crecer; da al hombre ser completamente él mismo, crecer hasta su plenitud, es decir, da al hombre el ser feliz69.
Aquí retomamos una de las observaciones fundamentales de don Giussani, presentes ya en El sentido religioso: don de uno mismo quiere decir darse cuenta de que la existencia posee un carácter inexorablemente receptivo, somos porque somos queridos. Existo porque el misterio me hace existir, aquí y ahora. Antes no existía, ahora existo: soy dado, donado a mí mismo. La conciencia de un hombre no es adulta, es decir, críticamente consciente, si no es conciencia de que en cada instante no nos hacemos a nosotros mismos70.
Pero en esta perspectiva se encuentra también el hecho de que Dios haciéndome participar de su ser, me hace participar de sí como mi destino; por esto, no solo me dona ser, sino ser como deseo de cumplimiento, de felicidad. Entonces, la conciencia de uno mismo consiste siempre en la conciencia de ser queridos, es decir, amados, afirmados hasta el propio destino de cumplimiento.
Segundo paso: donar como per-donar. Este cumplimiento no solo no podemos dárnoslo por nosotros mismos, sino que además lo olvidamos, lo traicionamos, nos ponemos en contra. Dice de nuevo don Giussani:
Se ha dado a mí dándome su ser: “Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza”. Y más tarde, cuando el hombre menos se lo esperaba, cuando no podía ni soñarlo, cuando ya no se lo esperaba, cuando ya no pensaba en Aquel de quien había recibido el ser, éste vuelve a entrar en la vida del hombre para salvarla, vuelve a darse a sí mismo muriendo por el hombre. Se da por entero, don de sí mismo total, hasta llegar a: “Nadie ama tanto a sus amigos como quien da la vida por ellos” (Jn 15,13). Don total71.
El don de sí se manifiesta radicalmente en el hecho de que el ser entra en nuestra vida, la cual subsiste en Él, y nos perdona, muriendo por nosotros. Don de sí hasta el final. Es aquí donde vemos que nos dona ser hasta llegar al cumplimiento: ha venido para que tengan vida y la tengan en abundancia (cf. Jn 10); Dios ha amado tanto al mundo que le ha dado a su Hijo para que el mundo se salve por medio de Él (cf. Jn 3).
Dos observaciones importantes. Don Giussani subraya con insistencia que «Cristo nos da más de lo que era necesario para salvarnos: donde abundó el delito, sobreabunda la gratuidad. Hizo más de lo que era necesario para salvarnos»72. Esta es una característica importantísima porque nos habla de la naturaleza de la acción de Dios. Veamos lo que dice el evangelio de Juan: hay cinco mil hombres y solo cinco panes y dos peces. El milagro, como podemos ver, no tiene medida: es una multiplicación sin límites, basta para todos y sobra (cf. Jn 6, 1-15). Pensemos también en la parábola del sembrador (cf. Mt 13,1-23; Mc 4,1-20 y Lc 8,4-5), impresiona considerar la acción que se lleva a cabo: se echa la semilla por todas partes, en el camino, entre zarzas, en terreno bueno… ¡no se calcula, sin medida! Pensemos en la pesca milagrosa: otro don que se multiplica (cf. Lc 5,4-11). Pero esto llega a ser una evidencia sobre todo para san Pablo cuando, pensando en el misterio de la muerte de Cristo ante el pecado del hombre, exclama: dónde abundó el pecado, ha sobreabundado la gracia, la charis, la gratuidad (cf. Rom 5,20).
Segunda observació...

Índice

  1. ÍNDICE
  2. Prólogo
  3. A modo de introducción
  4. Capítulo I
  5. Capítulo II
  6. Capítulo III
  7. La virginidad como forma de la caridad en la vida del presbítero