Mitología materialista de la ciencia
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Mitología materialista de la ciencia

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Mitología materialista de la ciencia

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Información del libro

La tesis central de este libro es que la lectura materialista de la ciencia posee en nuestro tiempo los rasgos característicos de una mitología. Se trata de una representación deformada de la ciencia, en la que se intenta hacer pasar por resultados científicos lo que no son más que interpretaciones particulares de los mismos. De este modo ---identificada con "lo que dice la ciencia"--- la imagen materialista del mundo se sustrae a la reflexión crítica, y llegan a situarse en un lugar blindado y preeminente en la conciencia colectiva de nuestras sociedades occidentales. Esta situación es muy lamentable, pero no se le podrá poner remedio mientras que no se adquiera una conciencia clara de la diferencia entre los contenidos reales de las ciencias y la mitología materialista en la que estamos inmersos. Para contribuir a esta toma de conciencia, el presente libro analiza la diferencia entre los resultados científicos y la interpretación de los mismos en tres temas clave: la teoría de la evolución, las neurociencias y la cosmología.

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Información

Año
2017
ISBN
9788499208459
Capítulo 1

DARWINISMO Y ATEÍSMO

«Después de Darwin, la hipótesis de un ser superior que ha diseñado el mundo deja de sostenerse».
Richard Dawkins [11]
«La teología natural, como un concepto viable, murió el 24 de Noviembre de 1859».
Ernst Walter Mayr [12]

1. Introducción

Puesto que queremos reflexionar acerca de la red de mitos que el pensamiento materialista ha tejido en torno a la ciencia, lo más conveniente es iniciar nuestra andadura ocupándonos de la biología actual, y más concretamente de la teoría (neo)darwinista de la evolución [13], que es el marco que hoy en día unifica y da un sentido global a las distintas disciplinas biológicas. Y digo que conviene empezar por aquí debido a que los principales difusores de la supuesta incompatibilidad entre Dios y la ciencia en su mayor parte provienen del ámbito de la biología, o al menos se apoyan muy especialmente en él [14]. Se trata, por tanto, de coger el toro por los cuernos.
El escenario mítico que tenemos que considerar en este capítulo podría esbozarse así: La teoría de la evolución ha mostrado que los indicios de diseño en la naturaleza no constituyen otra cosa que meras apariencias. En realidad, el «diseño» natural resulta siempre de una combinación de «azar» y «mecanismo ciego». De manera que, por un lado, desaparecen las huellas de la actuación de una mente creadora que se derivaban tradicionalmente del orden natural (al obtenerse este orden por un procedimiento «mecánico»), y, por otro, la importante presencia del azar, y el brevísimo periodo que ocupa la especie humana en la historia evolutiva nos están indicando que no hay ninguna intención ni finalidad en todo el proceso del desarrollo de la vida, y menos que nada una finalidad «antrópica». Lo que la teoría de la evolución nos presenta, a partir de Darwin, es el escenario de un mundo que se autoorganiza a partir del caos material primigenio, y lo hace sin seguir ninguna dirección, sin perseguir ningún objetivo, y sin ser guiado de ninguna manera. El hecho de que en este proceso hayan aparecido seres inteligentes como nosotros, es pura casualidad, y si se volviera desplegar la historia de la vida, el azar se encargaría de que los resultados fueran completamente diferentes. Por tanto, la teoría de la evolución resulta incompatible con la idea de un Dios que crea el mundo otorgándole un orden racional y tendente a unos fines, entre los que se incluye la existencia de seres inteligentes y capaces de entrar en relación con él. También es incompatible con la idea de un Creador bueno, ya que el proceso evolutivo es cruel, y el mundo de la vida rebosa sufrimiento. Luego es preciso concluir que la materia desorganizada es la realidad primera, y el orden racional —¡y la mente!— no tienen otro estatuto que el de derivados de esa materia inerte originaria.
Pues bien, lo que voy a tratar de explicar en este capítulo es que la imagen del mundo esbozada en el párrafo anterior no es el contenido de la teoría (neo)darwinista de la evolución, sino más bien una lectura particular de dicha teoría. Una lectura entre otras posibles [15]. Y de ahí que, al mezclar e identificar ambas cosas —teoría científica y lectura filosófica (problemática, por lo demás)—, se haya generado un mito del que conviene tomar conciencia.
En realidad, el núcleo de este asunto podría delinearse en pocas páginas [16], pero el marco más amplio que supone un capítulo nos permitirá obtener una panorámica de los temas principales relacionados con la interpretación teísta y atea de la historia de la vida en nuestro planeta.
En cualquier caso, debemos empezar repasando algunos argumentos «raíces» del mito de la teoría de la evolución como soporte de una imagen materialista del mundo. Esto lo haremos en el próximo apartado. Seguidamente [3. apartado], pasaremos a esbozar algunas interpretaciones del evolucionismo que puede adoptar un filósofo teísta. El hecho de que estas interpretaciones sean compatibles con el contenido científico de la teoría sintética de la evolución nos mostrará con más claridad aún el carácter filosófico de la lectura materialista. Por último, cerraremos el capítulo prestando atención [4. apartado] a la trampa que supone para el teísta el rechazar la teoría científica de la evolución por causa del mito que la envuelve actualmente.
Sin embargo, y antes que nada, es necesario que explicitemos algunos de los términos más importantes que vamos a emplear a lo largo de todo el capítulo. Se trata de los siguientes:
—«Evolucionismo»: Por evolucionismo entiendo la tesis de que, a lo largo de una historia de miles de millones de años, se ha ido dando una sucesión de especies vivas en nuestro planeta. De manera que las especies que lo pueblan actualmente derivan del algún modo de otras especies anteriores, hasta remontarse a una, o varias formas vivas iniciales, seguramente unicelulares (o tal vez incluso más sencillas que todos los tipos de células que se conocen hoy día).
—«Darwinismo»: Por darwinismo entiendo la propuesta de que el único (o el principal) mecanismo que ha guiado la historia de la evolución de la vida es el de la selección natural sobre variaciones aleatorias. Dicho de un modo algo más extenso: los descendientes de cada ser vivo presentan variaciones aleatorias respecto a su(s) progenitor(es) en algunos rasgos estructurales hereditarios, y algunas variaciones resultan útiles para la supervivencia del individuo que las posee, o de su especie; los individuos cuya estructura presenta tales ventajas, tienden a dejar más descendencia que los otros, y así, los cambios se van acumulando, y dando lugar a la historia de la vida.
—«Teísmo»: Como ya he indicado en la introducción del libro, entiendo por teísmo, de modo general, una imagen del mundo según la cual la realidad fundamental no es la materia inerte sino una inteligencia creadora. Es decir, se trata de un planteamiento que considera que la inteligencia no es sólo un atributo particular del hombre, o de algunos tipos de seres vivos, sino que este atributo constituye el reflejo de una mente fundante de la naturaleza. —«Ateísmo»: Por ateísmo entiendo justo la cosmovisión opuesta, es decir, la que postula que la inteligencia es tan sólo un derivado, y que la materia inerte constituye la realidad fundamental. En lo que sigue, por tanto, consideraré «ateísmo» y «materialismo» como sinónimos.
Hasta aquí las definiciones. No son lo que se dice muy matizadas, pero valdrán como soporte del estudio que vamos a realizar en los próximos apartados.

2. Raíces del mito del darwinismo como teoría atea

Cuando se afirma que la ciencia ha dejado sin soporte racional a la idea de Dios, lo más probable es que el que profiere tales afirmaciones esté haciéndose eco de alguna de las «autoridades» del darwinismo ateo de nuestro tiempo. Entre ellas destacan, por su virulencia antirreligiosa, el biólogo Richard Dawkins y el filósofo Daniel Dennett. Pero no se trata de casos aislados. Otros autores de indudable (y merecido) prestigio entre los biólogos, que no han hecho del debate sobre Dios una cuestión de vida o muerte, cuando se refieren a este tema, adoptan posiciones consistentes con las de los anteriores. Podemos mencionar entre ellos al genetista Richard Lewontin, el fundador de la sociobiología Edward O. Wilson y el paleontólogo Stephen Jay Gould, aunque no son los únicos ni mucho menos.
Quizás algún lector se sorprenda al ver mencionado a Gould aquí. Pues es famosa la propuesta conciliatoria de ciencia y religión de este autor; una propuesta que resume en el lema de que ciencia y religión son dos «magisterios que no se solapan» [17]. A primera vista, semejante propuesta concede a la religión una dignidad pareja a la de la ciencia: se trataría de dos magisterios, es decir, de dos instancias que enseñan al hombre algo valioso. Ahora bien, si el lector desciende a los detalles de esta conciliación, no tardará en darse cuenta de que se trata de una propuesta inaceptable para el teísta:
«La ausencia de conflicto entre la ciencia y la religión surge de la ausencia de superposición entre sus respectivos dominios de experiencia profesional; siendo el de la ciencia la constitución empírica del universo y el de la religión la búsqueda de valores éticos adecuados y sentido espiritual para nuestras vidas» [18].
La división es tajante, y, si se acepta, no deja desde luego espacio a conflicto alguno. Pero nótese que la paz entre ciencia y religión se compra al precio de conceder que la religión no tiene nada que decir sobre el modo de ser real del universo. Y esto muy difícilmente podrá ser compatible con la teología [19]. Al menos con la teología cristiana. Pues la teología habla también del universo y del hombre. Del universo nos dice al menos tres cosas: que es contingente (como la criatura que es), que es plenamente racional, y que ha sido creado en función de ciertos fines, entre los que se incluye el que lleguen a existir seres racionales y capaces de entrar en una relación de conocimiento y amor con su Creador [20]. Y del hombre se afirma entre otras cosas su libertad, necesaria para que pueda obrar moralmente, y optar así por amar a Dios o rechazarlo. Por tanto, si un modelo científico pretendiera estar describiendo un universo autosuficiente, o bien si se negara la racionalidad del cosmos como un todo (rechazando la posibilidad de una ciencia cosmológica), o bien, por poner otro ejemplo, si un estudio afirmara que la libertad humana no es más que una ficción, cualquiera de estos posicionamientos en cuestiones científicas tendría que verse como opuesto a la teología cristiana. Semejantes tesis resultarían quizás compatibles con alguna visión filosófica de Dios, pero no lo serían con el Dios de la religión, que es el que realmente nos interesa.
Y, de hecho, aunque Gould se declaraba agnóstico, en más de una ocasión manifestó su increencia, y lo hizo en términos que dejaban pocas dudas acerca de la conexión de la misma con su imagen del mundo como estudioso de la biología. Sobre este particular resultan particularmente reveladores algunos de los ensayos recogidos en su temprana colección: «Desde Darwin. Reflexiones sobre historia natural» [21]. Por ejemplo, el titulado «El retraso de Darwin», se ocupa de la cuestión de los más de veinte años que mediaron entre el hallazgo de la idea de evolución por selección natural y la publicación de la misma por Darwin. En él, Gould sostiene que la causa de este retraso se halla en la plena consciencia de Darwin de las implicaciones filosóficas materialistas de su teoría. Una posición que Gould asumirá como propia a lo largo de toda su vida:
«[Darwin había adoptado] el materialismo filosófico, el postulado de que la materia es la base de toda existencia y de que todos los fenómenos mentales y espirituales son sus productos secundarios. No existía idea alguna que pudiera resultar más demoledora para las más enraizadas tradiciones del pensamiento occidental que la afirmación de que la mente —por compleja y poderosa que fuera— era producto del cerebro. [...]
Darwin aplicaba resueltamente su teoría materialista de la evolución a todos los fenómenos de la vida, incluyendo lo que él llamaba ‘la propia ciudadela’, la mente humana. Y si la mente carece de existencia real más allá del cerebro, ¿puede acaso ser Dios otra cosa más que una ilusión inventada por otra ilusión?» [22]
Podemos darnos cuenta de la persistencia de este modo de ver las cosas por parte de Gould, si comparamos por ejemplo las frases anteriores con estas otras, tomadas de una entrevista concedida a la televisión en 1998:
«—Entrevistador: [...] dice que la idea un diálogo ciencia-religión es “dulce” pero inútil. ¿Por qué es dulce?
Gould: Porque conforta a mucha gente. Creo que la noción de que todos nos encontramos en el seno de Abraham o en el amor envolvente de Dios es... mire, la vida es dura, y si usted puede engañarse a sí mismo pensando que hay un cierto sentido cálido y difuso en todo esto, pues tal cosa es enormemente reconfortante. Pero yo creo que esto no es más que una historia que nosotros nos contamos» [23].
De manera que la paz entre el magisterio religioso y el científico, se alcanzaría en el fondo al precio de conceder que Dios es una ilusión (de la que nos ha despertado Darwin), si bien una ilusión que puede emplearse como metáfora, o imagen poética, para ser situada en la base del programa religioso de búsqueda de valores éticos. ¿Hará falta explicar lo inaceptable de esta propuesta para un creyente sincero? [24]
Y si este es el planteamiento más amistoso hacia la religión que podemos encontrar entre las autoridades del darwinismo ateo, no hará falta decir mucho sobre el rechazo hostil hacia el teísmo por parte de un Dawkins, o un Dennett, o la legión de sus epígonos y seguidores. El mensaje que nos llega de estas fuentes, se puede resumir en pocas frases: El descubrimiento de la evol...

Índice

  1. INTRODUCCIÓN
  2. Capítulo 1. DARWINISMO Y ATEÍSMO
  3. Capítulo 2. CEREBRO, MENTE Y LIBERTAD
  4. Capítulo 3. TEÍSMO, MATERIALISMO Y COSMOLOGÍA
  5. Capítulo 4. REFLEXIONES FINALES
  6. REFERENCIAS