Padres e hijos
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Padres e hijos

La relación que nos constituye

  1. 224 páginas
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Padres e hijos

La relación que nos constituye

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Madres, padres e hijos. No hay nada más antiguo ni nada más desconocido que esta relación.¿Qué significa ser padres? Este libro no da consejos, no prescribe normas ni comportamientos. Describe una identidad. No se "hace" de padre o madre, se "es" padre o madre. El problema de ser personas, de ser hombres y mujeres verdaderos."Todo lo que yo soy -y por tanto cómo me trato a mí mismo, cómo trato los sentimientos, cómo trato a mi hijo, cómo trato mi trabajo, a mis amigos, el mundo, la realidad y la vida- lo irradio sobre mi hijo, que absorbiendo mi imagen, por así decir, aprende quién es, aprende su propia identidad".Lejos de ceder a la tentación de afrontar el problema desde el intelectualismo o el psicologísmo, y menos aún desde el tecnicismo, este libro revela una experiencia, describe la vida de los padres y los hijos, sus problemas, sus inquietudes, sus esperanzas.

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Información

Año
2006
ISBN
9788490552155
Edición
1

Segunda parte*
«LA PREGUNTA ES LA PIEDAD DEL PENSAMIENTO».
SEMINARIOS

* En esta segunda parte se publican, bajo su forma original de diálogo, las transcripciones de algunos seminarios que Vittoria Maioli Sanese (en el texto V.M.S.) dirigió en varias localidades italianas. La cita es de Martin Heidegger.

1. EL PADRE PROTECTOR*

Pregunta. El hecho de que mi hija pueda encontrar en la familia (la canguro o los abuelos) o fuera de casa, personas y realidades sociales distintas de las que yo querría para ella, me genera mucha ansiedad. Soy un padre asustado y llego incluso a desear quedarme en casa para jugar con ella, en lugar de ir al parque, donde puede encontrar a alguna otra persona.
V.M.S. Una posición como la suya es absolutamente irracional, para usted, padre, incluso antes que para la niña (cada hijo se queda con el padre que le toca y su hija crece con un padre así, no cabe duda). ¡Es irracional porque usted nunca conseguirá tener bajo control a todo el mundo! La ansiedad que siente cierra la apertura que caracteriza al adulto y que se puede sintetizar así: «Afronto todo, conozco todo, intervengo en todo, porque preparo con mis hijos, construyo para mis hijos un mundo en el que puedan vivir». La ansiedad es una actitud de cerrazón, mientras que la postura del padre es una postura de constructividad. El padre no teme nada. Por definición, el sentimiento de los padres es un sentimiento que no conoce el miedo, porque el padre conoce la realidad, la mira, sabe qué es la vida. Cuando el hijo nace, el padre contempla también su muerte, porque sabe que morirá: no tiene miedo. Tener miedo es un sentimiento inútil. No quiero un padre que no tema, sino uno que sea tan consciente de la realidad que diga: «Tengo miedo de todo, pero no doy a este miedo el poder de determinar mi acción». La acción hacia el hijo, la dedicación al crecimiento del hijo, no puede tener como criterio el temor. Cuando uno dice: «Prefiero quedarme en casa que salir y llevar a mi hija al parque porque de este modo estoy más tranquilo», se deja determinar totalmente, en las opciones que toma, por el temor. Y de este modo todo desaparece: el deseo, las ganas, el gusto de la vida.
Pregunta. Para evitar achacar mis preocupaciones a mi hijo, mi ansiedad por todo lo que le rodea, me esfuerzo en «dejarle hacer» todo, en «mandarle» a todas partes, pero me siento muy mal. Con 12 años, por ejemplo, fue a Inglaterra con el colegio. Para mí esos quince días fueron un sacrificio inmenso, pero acepté que hiciese esa experiencia. Hay quien me ha dicho que exagero y que si lo tengo que pasar así de mal, sería mejor que no le dejara ir...
V.M.S. El miedo que sentimos es un gran indicador. Su actitud permisiva es tan falsa como actuar movido por el miedo: son las dos caras de la misma moneda. Lo que le digo puede parecer paradójico, pero el criterio que nos lleva a dejar hacer todo al niño, para vencer así nuestro propio miedo, es idéntico al de no dejarle hacer nada por temor. Es lo mismo. En cualquier caso, hay un aspecto educativo en esto, porque —más allá de los motivos por los que usted le ha dejado ir a Inglaterra— su hijo ha estado fuera quince días y no se ha muerto. Ha sobrevivido, ha estado bien, ha vuelto entero, ha sido una buena experiencia. La próxima vez tendrá menos miedo porque además no es usted, cuando su hijo se marcha, quien puede determinar lo que puede sucederle. El problema es vencer la propia ansiedad pensando que de todas maneras no somos nosotros quienes determinamos todo. No está dicho que si se quedara con nosotros correría menos peligro y no le sucedería nada. Sencillamente, uno reza una oración y le encomienda, porque no es nuestra presencia lo que le protege de lo que eventualmente podría sucederle. Yo tengo una hija que en tercero de primaria se fue durante una semana a un campamento scout donde ni siquiera era posible llamar por teléfono. Se subió a un autobús un domingo por la mañana y se fue. Está claro que cuando el autobús dio la vuelta a la esquina se me encogió el corazón. Pero, desde un determinado punto de vista, fue una semana sumamente relajante, de espera, de ganas de volver a verla. Cuando volvió a ir, al año siguiente, ni siquiera se me encogió el corazón.
Pregunta. Sé muy bien que no puedo proteger a mi hijo como quisiera. Podría sucederle algo terrible incluso estando yo presente. Pero si estoy con él y le veo, puedo entender qué es lo que le hace falta. E incluso ahora —que ya tiene 14 años— vivo sus vacaciones fuera de casa como una semana que no es precisamente relajante.
V.M.S. El sentimiento de protección no es un sentimiento adecuado en un padre. Ciertamente, cuando los hijos son pequeños, es necesario protegerles. Sin embargo, a medida que van creciendo, a medida que aumenta la reflexión sobre el hecho de ser padres, se comprende que la protección total es una utopía. El punto más serio en la relación padres-hijos es la cuestión de la imagen. Todo lo que yo soy —por lo tanto, cómo me trato a mí mismo, cómo trato los sentimientos, cómo trato a mi hijo, cómo trato mi trabajo, cómo trato a mis amigos, cómo trato el mundo, la realidad, la vida— se irradia en el hijo, el cual, absorbiendo —por decirlo así— mi imagen, aprende quién es, aprende su identidad. La estructura psicológica del crecimiento es, fundamentalmente, «aprender la propia identidad». Los sentimientos que experimentamos, que son con los que nos movemos, pasan al hijo y se convierten en parte de su identidad. Si funcionamos como padres protectores, es como si le definiéramos «tú eres uno al que hay que proteger». Tenéis que tener presente —incluso cuando tenéis en brazos al pequeño recién nacido— la imagen del hombre que será. Porque cada respiro, cada instante construirá la persona adulta. Entonces, decirle «querido hijo, tú eres uno a quien hay que proteger» es una mentira. Basta con que entre en el primer curso de primaria de un colegio para que entienda que no hay nadie que le proteja. Si aprende de sí mismo que es uno al que hay que proteger, irá constantemente buscando protección. Soy un poco severa con los miedos de los padres. No se trata de que el padre no deba sentir miedo, sino de que éste no puede convertirse en el criterio para vivir. El padre no debe tener miedo de tener miedo y no debe dar al miedo el poder de elección. Porque de lo contrario pasaría al hijo una visión del mundo como enemigo al que hay que temer: y ésta no es —creo— la concepción de la realidad que queremos para nosotros y para nuestros hijos. Por consiguiente, cuando un padre se encuentra dentro de este miedo, debe vencerlo, con pequeños pasos, pero debe vencerlo. O dice que lo que él piensa es verdad (y, por tanto, «querido hijo, es verdad que el mundo es enemigo, no te quiere, está lleno de peligros, de monstruos y cosas por el estilo») o bien, aun sabiendo que tiene estos temores, es consciente de que la realidad es buena. Hay que estar muy atentos a las mentiras. Todo lo que nuestros hijos son, es lo que han recibido.
Pregunta. Mi hijo de 16 años quería ir al centro con un chico un poco buscabroncas, conocido ya por haber participado en una pelea y que a mí no me hacía ninguna gracia. Mi marido le echó un largo rapapolvo, mientras que yo creo que lo justo habría sido sólo advertirle del riesgo con el que se podía encontrar, exhortándole a comportarse bien. Claramente, no podemos atarle y querría saber si la respuesta adecuada podría ser: «A mí ese chico no me gusta, pero me fío de ti; si para ti es importante, ve, pero compórtate como Dios manda, si no la próxima vez no te dejo salir».
V.M.S. Es siempre algo embarazoso para mí cuando un padre me pregunta qué es lo que sería correcto hacer, porque la pregunta sobre el comportamiento, sobre lo que hay que decir, lo que hay que hacer, lo que no hay que hacer, nunca es «lo correcto». El problema no es «hacer lo que es correcto» sino «ser verdaderos». Perdone, si le parezco agresiva, pero ¿por qué dice «lo justo»? ¿Quizá está usando la palabra «justo» como sinónimo de «verdadero»? ¿O en el sentido de «dar confianza»? En cualquier caso, percibir la confianza del otro siempre hace bien: tanto a los adultos como a los niños, a los 80 años igual que a los 5. Cuando sentimos que otro se fía de nosotros, es como si te acariciaran el corazón. Es una linfa vital para el crecimiento. Dar confianza o sentir que confiamos siempre va bien. Sin embargo, yo no sé qué es lo que sería justo decir a un hijo. Os digo lo que yo diría. «Yo creo que ese amigo no te conviene: no quiero que vayas con él. Te quedas en casa. No vas. Con él no sales. Y además, ¿después del tema de la riña? ¡Ni hablar! ¿Quieres estar con ese amigo? Le invitas a casa, veis una película juntos. Estoy yo también, os hago buñuelos, os preparo la merienda, pero no vas por ahí, al centro, con ese amigo que hace quince días provocó una pelea. ¡Ni hablar! No me pidas cosas imposibles. Antes de pedirme algo, piénsalo bien. Razona un poco con tu cabeza: ¿cómo puedes pedirme cosas sin pensar, poniéndome en una situación embarazosa porque te tengo que decir que sí o que no? ¿Con 16 años me pides permiso para salir con un chico que se mete en peleas? ¿Mi hijo? ¡Te quedas en casa!».
Pregunta. Perdone si la interrumpo, pero hace algunos días nuestro hijo fue al centro con cinco o seis amigos. Cuatro de ellos entraron en «Mensajes musicales», mi hijo y otro no tenían ganas de entrar y se quedaron fuera. Llegaron un italiano y tres albaneses: les llevaron a él y a su amigo a una callejuela, les robaron el teléfono, el chaquetón y el dinero. Mi hijo volvió a casa trastornado —claramente— y no quería volver a salir. Yo no me enfadé, pero le dije: «Que esto te sirva de lección: ¡cuando estés por ahí y te sientas amenazado, entra en una tienda, haz algo, no te separes nunca de los amigos, porque desgraciadamente se dan estas situaciones!». No tengo la fuerza de decirle que deje de ir al centro. No sé si la actitud es correcta.
Pregunta. Mi hijo también está saliendo con personas que a mí no me gustan. Oí por casualidad, por el auricular del teléfono, que uno de ellos le pedía que llevara cigarrillos y esa vez conseguí que no fuera. Pero él dice que si se lo impido lo hará a escondidas, por tanto, prefiero ceder antes que obligarle a decirme mentiras.

V.M.S. Aquí habría que replantear todos los temas. Yo creo que ante una experiencia de ese tipo (el robo) no basta lo que usted le ha dicho a su hijo. No es suficiente porque no basta el razonamiento. ¡Creo que un chico se pilla un buen susto! Y, en este caso, también es necesario ayudarle, consolarle, llenarle de cuidados, precisamente porque le han herido. No físicamente, pero está herido por un suceso serio a causa del cual ha pasado miedo. Le han herido psicológicamente; incluso habrá tenido miedo de volver a casa. Yo habría dado énfasis a la gravedad del suceso, porque estas circunstancias de la vida, más que para ellos, son circunstancias para los padres. Me entran ganas de decir: ¿la vida os ofrece una circunstancia tan importante para reconsiderar vuestra mirada sobre la vida y vosotros no la aprovecháis? Que el mundo es malo, que él tiene que estar atento, que a cada paso puede encontrarse con los «albaneses» o con otros, que, que, que...
¿Todo esto, no lo sabe ya? ¿No se lo habéis repetido mil veces? Esa circunstancia no es sólo para él, para que aprenda a ser más prudente o aprenda mejor lo que es el mundo; es una circunstancia para vosotros. «Tesoro mío, todo lo que ha sucedido me confirma que cuando yo te pido algo (te pido quedarte en casa, te pido no ir con aquel chico, etc.) debo tener más fuerza para pedirte que me obedezcas. De vez en cuando me olvido: tú insistes y yo cedo». Está claro que también puedo decirle: «Debes superar el miedo, salir de todas formas». Pero esto viene solo, no crea problemas: pasada la primera semana, en que tendrá un poco de miedo a salir de casa, todo volverá a la normalidad, será como antes. Éste es un aspecto. Pero a un chico de 16 años también se le puede decir: «Y tú, ¿qué has pensado de esa gente? ¿Qué piensas de ellos? ¿Son unos desgraciados? ¿Por qué?». Esta reflexión le introduce en el ámbito de la experiencia: ese suceso se tiene que convertir en una experiencia eficaz y fuerte, que le pide dar un juicio. A un chico de 16 años, estas cosas se las explicaría diciendo: «Ves, cariño, la vida es así: en cada momento sucede algo. Y este algo que sucede en cada momento entra a formar parte de tu vida, de tu persona, de tu ser. Para siempre. En la vida se está con esta atención: cada acontecimiento te toca y se convierte en tuyo, y te hace crecer. ¡Cada acontecimiento! ¿Hace falta que alguien te amenace con un cuchillo para que te des cuenta de esto? Se te confía cada momento de tu vida. Y que te haga crecer o te destruya depende de cómo tú lo elaboras, del juicio que das, de lo que es para ti. Yo quiero que te haga crecer. Yo quiero un hijo profundo, que en la vida se haga cargo de lo que le sucede. No te olvides de esas tres personas. Di un Avemaría por ellos todas las noches. Han entrado dentro de tu vida de ese modo, no puedes olvidarlo. Pero no olvidarlo significa pedir su bien. No simplemente decir: «Son unos desgraciados que me han hecho pasar miedo». Yo le habría dicho esto. He aprovechado esta pregunta para subrayar lo que significa hacer experiencia de algo tan fuerte. Son experiencias fuertes las de la adolescencia. Por este motivo decía antes que me parece que estáis un poco cohibidos con respecto a vuestros hijos, porque les dais grandes explicaciones educativas, les hacéis grandes sermones y luego dejáis solos sus pensamientos, sus juicios, sus sentimientos. En cambio, un padre acepta los pensamientos, los sentimientos, encamina el juicio en la edad de la adolescencia. La relación llega a ser de este modo sugestiva, porque les ofrecéis algo verdadero. Pensad cuán sugestivo es, cuán verdadero, decirle a un hijo: «Di un Avemaría por esos chicos». ¡Pensad cómo le introducís a un sentido más profundo de la vida! Que existen los desgraciados, ya lo sabe. Que hay que estar atentos, que hay que ser prudentes, lo sabe. Lo que nos olvidamos de transmitir es la verdad de los sentimientos y de las cosas, cómo hay que estar dentro de las situaciones, cómo se expresa dentro de las circunstancias el sentimiento de una humanidad más libre. Más libre y que juzgue menos, que tenga más piedad de lo humano, sea más comprensiva de toda la realidad, más razonable: «Querido hijo, te das cuenta de qué vida pueden haber llevado éstos para estar tan desesperados que la toman con un chico de 16 años para que les dé la cazadora?».
Hay que comprender los sentimientos positivos de la vida. Hay que educar a las cosas grandes, al sentimiento de la libertad, al sentimiento de la dignidad de la persona, al hecho de que nadie es desgraciado. Somos todos iguales. «Es como tú; ese chico que te puso el cuchillo en el cuello es como tú». En el seno de la familia es posible una mirada totalmente verdadera sobre la persona. Nosotros decimos que nuestro hijo, precisamente porque es nuestro hijo, es el más guapo del mundo, sea cual sea su comportamiento. Si nuestro hijo se convirtiera en un desgraciado, lo amaríamos mil veces más para ayudarle a dejar de ser un desgraciado. ¿Por qué no educar a un hijo en esta posición? Los sentimientos que tenemos dentro no tienen ningún valor si no se convierten en energía de contenido educativo, en algo a lo que educamos a nuestros hijos.
Pregunta. Lo que ha descrito es un método para relacionarse con los hijos que vale siempre, a cualquier edad. Puede llevar a juicios más o menos explícitos, según la edad del niño, pero nunca debe faltar. Lo que no se aclara, no se dice, no se explica, se esfuma como una sombra...
V.M.S. Son cosas que hay que decir, aclarar y explicar en esta óptica, no en términos justicieros o legalistas. Es algo tremendo ver a niños de 8-9 años que ya lo juzgan todo y a todos. Es como si ya no guardaran la distancia respecto del adulto; como si estuvieran al mismo nivel de los adultos, dominando el juego del juicio, del pensamiento respecto de los padres que son cada vez más súcubos de sus hijos. Es algo tremendo que ya no haya un niño que sea hijo. ¡Me angustia esta ausencia del hijo! Hay muchos niños, muchos chicos, muchos adolescentes, pero ya no hay hijos. Hay muchos pequeños jefecillos. ¿Qué significa educar a ser hijos? ¿Qué es lo que quiero para mi hijo? ¿«Te respeto»? ¿«Te doy confianza»? ¡No! Quiero para ti algo verdadero. Educar a ser hijos: exigir una obediencia y ayudar en el sacrificio de la obediencia. En la preadolescencia y en la adolescencia esto es algo indispensable, pero hay que empezar pronto. No es una cuestión de moralina, es una preocupación para que el hijo aprenda cómo se está frente a toda la realidad, a entender y a amar a los demás.
Pregunta. Mi hija M., de 14 años, siempre me dice: «Mamá, no empieces con tus discuuursos». Según ella, siempre soy muy —cómo lo diría— ascética. El otro día fui a recogerla a la escuela y allí delante había un chiquillo de su edad que pedía limosna. Entonces, dije: «M., ¡piensa lo afortunada que eres! Tú puedes volver a casa con tu mamá, mientras que él debe estar ahí pidiendo limosna. ¡Y no es que seas más buena que él!». «Mamá, por favooor, no empieces con estos discursos, ya sabes que a mí estos discursos no me gustan. Házselos a I., que estará contento». Sé que ella es una que ve las cosas, que observa, pero cada vez que alguien intenta hacerle reflexionar sobre las cosas, se cuadra.
V.M.S. Si en el coche con usted hubiera estado yo, ¿qué me habría dicho? A usted ese chiquillo le daba aquella impresión: ¿cómo me lo habría dicho y qué me habría dicho?
Pregunta. Habría dicho: «¡Qué afortunados somos!».
V.M.S. O sea, que me habría dicho eso.
Pregunta. Sí, sucede que a veces digo: «Te pasas el día quejándote; nunca estás contenta» y cosas parecidas, pero aquella vez lo había dicho realmente porque me había impresionado. Había visto dos veces a ese niño, al pasar, y me habían entrado ganas de cogerle y llevarle a casa para que comiera un plato de sopa, para que jugara a un juego normal, para que hiciese una vida de niño.
V.M.S. Piense qué distinto hubiera sido, si usted hubiera dicho: «M., ¿sabes que, cuando veo a este chico, me pasa por la cabeza que de vez en cuando podría llevarle a casa a comer?». Quizá soy demasiado puntillosa, pero detrás de la descripción de su conversación con M. se adivinaba el objetivo tortuoso de hacer reflexionar a su hija.
Pregunta. ¿Y es un error?
V.M.S. ¡Siempre!
Pregunta. Pero yo no quería hacerla reflexionar; sólo quería que se parase a pensar un momento, como yo, sobre algo que me había impresionado. Como decía usted antes: las circunstancias de la vida que te tocan. Una cosa sencilla también puede ser ocasión para...
V.M.S. Entonces el lenguaje debería ser distinto: porque un determinado lenguaje transmite una preocupación educativa, una reflexión moralista. Es verdad que lo normal es que los chicos de 14-15 años, apenas abrimos la boca, se rebelen.
Pregunta. Pero entonces, cuando usted hablaba antes de hacer pasar un juicio sobre las cosas de la vida, ¿a qué se refería? El hecho de que la señora ayude a su hija a mirar a la cara una realidad, como la triste realidad de los chavalillos que piden limosna en los semáforos, ¿no es un modo de educarla a juzgar?
V.M.S. La situación del chico al que le robaron y estaba asustado era una situación emotiva, de necesidad, de pregunta, de petición, de espera. Aquí, en cambio, al salir de la escuela, tenemos a una madre que se conmueve por un chiquillo que no tiene nada que ver con ella. ¿Por qué no se conmueve por ella, por su hija?
Pregunta. ¡Pero es que estos niños no se dan cuenta de nada! Me hace pensar en G., 8 años, que cuando intento hacer este tipo de discursos, me hace callar. No se da cuenta de nada, va por ahí con la cabeza en las nubes. ¿No debería percatarse del chavalillo? Cuando sirvo en la mesa siempre dice: «Oh, ¡qué asco! ¡No lo quiero!». Y yo siempre saco el tema de los niños pobres.
V.M.S. No os entiendo. ¡Que mi hijo diga «qué asco» refiriéndose a lo que yo he preparado, de eso ni hablar, por ninguna razón del mundo! Puede decir: «A mí no me gusta», «No tengo hambre», «Tengo dolor de tripa», pero no «qué asco» frente a lo que yo he preparado. ¡Qué niños pobres ni qué ocho cuartos! En la familia, el vínculo más profundo, más verdadero y absoluto, es el vínculo de honor: tú honras el trabajo de tu madre, no dices «¡qué asco!». En la estructura familiar, el vínculo del honor es el sentimiento más importante, de hierro, de acero. ¡Se honra! Se honra al padre, se honra a la madre, se honra la dignidad del hijo, se honra el matrimonio, se honra la casa. Es el sentimiento que más se debe transmitir. Después de dos noches de quejas, yo, a la terce...

Índice

  1. Prólogo a la edición española
  2. Introducción
  3. Prólogo
  4. Primera parte: EL PENSAMIENTO DE LA VIDA
  5. Segunda parte: «LA PREGUNTA ES LA PIEDAD DEL PENSAMIENTO». SEMINARIOS
  6. Epílogo. En el tiempo
  7. Conclusión