Desde Santurce a Bizancio
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Desde Santurce a Bizancio

El poder nacionalizador de las palabras

  1. 536 páginas
  2. Spanish
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  4. Disponible en iOS y Android
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Desde Santurce a Bizancio

El poder nacionalizador de las palabras

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Un siglo después de que Sabino Arana inventase los términos Bizkaia, Gipuzkoa y Araba, ya han alcanzado la oficialidad. Pero la ingeniería palabrera sólo es una parte de la más amplia utilización de las lenguas como instrumentos de la llamada construcción nacional. La manipulación lingüística no es ni un fenómeno nacido en nuestros días ni exclusivamente español. Muy al contrario, la tragicómica utilización de la lengua como instrumento opresor y modelador de las naciones cuenta con ilustres antecedentes en todo lugar y época, sobre todo a partir de que el acceso de las masas a la toma de decisiones políticas convirtiera al Pueblo y la Nación en objetos de adoración. Junto al sorprendente relato de la ingeniería lingüística practicada por toda Europa, en estas páginas se procede al desmenuzamiento del caso español, brillante e incesante aportación a la historia universal de la estupidez. "Este libro es la crónica despiadada, inflamatoria y cáustica de hasta qué extremos de estolidez pueden llegar los delirios nacionalistas". (Amando de Miguel).

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Información

Año
2012
ISBN
9788499207995
Edición
1
Categoría
Social Sciences

II

El tiempo pasa y las circunstancias cambian, pero los problemas y obsesiones relatados en los capítulos anteriores están lejos de desaparecer.
El explosivo puzzle exsoviético, Yugoslavia con sus recientes guerras nacionalistas que parecen salidas de otra época, Irlanda con su todavía viva guerra de religión cinco siglos después de la matanza de san Bartolomé, y todos los demás casos señalados tuvieron como causas remotas o inmediatas conquistas, invasiones, guerras, arrebatos patrióticos, venganzas nacionales, regímenes totalitarios, circunstancias todas ellas en las que la mesura, la justicia, el raciocinio, el conocimiento y la humanidad brillaron por su ausencia.
Aunque parezcan acontecimientos lejanos en el tiempo y en el espacio, no conviene olvidar que muchos de ellos, y no de los menos graves, ocurrieron hace sólo una o dos generaciones, cuando no en nuestros mismos días. Y en la civilizadísima Europa.
Las mismas técnicas de nacionalización —la opresión lingüística, la manipulación educativa, la presión social, la modificación de la toponimia y del nombre de las personas, e incluso la eliminación física de los opositores— han venido siendo utilizadas por los separatismos españoles desde hace treinta años sin oposición digna de mención, y en demasiadas ocasiones con la colaboración de los partidos de ámbito nacional. Aunque, evidentemente, las circunstancias no son las mismas, pues ni ha habido una guerra ni invasiones ni se ha deportado a la fuerza a millones de personas, el esquema de acción es idéntico.
Es obvia la respuesta de quienes no quieren comprender: Franco. Porque el régimen franquista es la excusa imprescriptible, incluso cuando ya ha transcurrido desde su desaparición tanto tiempo de régimen democrático como su duración. Es curioso que los usufructuarios de la gran excusa no parezcan tener inconveniente en compararse con una dictadura y en refugiarse bajo su sombra para poder actuar con impunidad. Al menos el régimen franquista tuvo la explicación de haber nacido de una guerra civil y de no permitir el pluralismo político, pero los adalides de nuestros nacionalismos se consideran legitimados, quizá creyendo que haber salido de las urnas otorga poder ilimitado, para aplicar medidas coercitivas tan antidemocráticas y totalitarias como las de cualquier régimen dictatorial, además de que su desquiciada política lingüística e identitaria deja en pañales a la del Franquismo. Paralelamente, su inacabable recurso a dicho régimen como gran herida que hay que cicatrizar no deja de demostrar su incapacidad como gobernantes, puesto que ya son casi cuarenta los años de régimen democrático transcurridos desde la muerte de Franco y nuestros separatistas, siempre apretando el acelerador de la normalización lingüística, siguen sin restaurar la normalidad prefranquista que dicen que se perdió. Y, finalmente, el desgastado argumento del «y tú más» sólo sirve para admitir la parte de culpa que a cada uno corresponde. Porque cuando a nuestros separatistas se les afean sus desmanes siempre tienen a mano una excusa para echar balones fuera atribuyendo los mismos males a una época u otra de la eternamente fascista historia de España. El Franquismo es el momento más aprovechado, como es natural, pero si no les valiera ése no tardarían en encontrar, en cualquier lugar y época, otro régimen al que culpar de la opresión nacional, la conquista, la invasión, la desnacionalización e incluso el genocidio: Primo de Rivera, Cánovas, Isabel II, Felipe V, los Reyes Católicos o Recaredo.

El complejo de Astérix

Desde el rebrote de los separatismos en tiempos de la Transición como reacción a casi cuatro décadas de silencio tras su derrota en 1939, una de las patologías más influyentes en la vida política española ha sido la llamada construcción nacional, masiva campaña de ingeniería social cuyas nefastas consecuencias casi nadie se atreve a denunciar. Y menos que nadie, los políticos. Para ello, siguiendo las enseñanzas de Orwell cuando señaló que «quien controla el pasado, controla el futuro», las dos herramientas fundamentales han sido la sustitución de la historia de verdad por una de ficción y la conversión de la lengua en un medio de incomunicación.
Por lo que se refiere a la manipulación histórica, se basa en lo que podría llamarse «complejo de conquista». Sin una conquista «española», más cercana o más lejana en la historia, los separatismos no podrían existir. Sin el agravio histórico que habría que solucionar mediante la secesión, toda la construcción ideológica de los separatistas se desplomaría. Muy conscientes de ello, los usufructuarios de este mito llevan dedicando, desde el nacimiento del Estado de las Autonomías, buena parte de los recursos económicos regionales a políticas adoctrinadoras planeadas para recoger la cosecha secesionista en la generación que ya está aquí, recién programada por la LOGSE y las consejerías de educación autonómicas.
Porque Goscinny y Uderzo se equivocaron. Aquel boscoso rincón de Armórica que imaginaron para su aldea de irreductibles galos estaba lejos de ser el más apropiado como modelo de un pueblo libre agredido por el imperialismo. Si hubiesen echado un vistazo por encima de los Pirineos no habrían tardado en darse cuenta de que en esta sufrida piel de toro se puede alardear de ser los campeones del mundo en materia de invasiones y opresiones. El caso más llamativo —aunque sólo sea por la afición a denunciar su opresiva situación mediante tiros en la nuca— quizá sea el de los inconquistables vascos, ese pueblo milenario que disfrutó de su independencia originaria bajo los fueros tan sabiamente otorgados por Túbal hasta que fue sometido por sucesivas oleadas de invasores españoles. Primero fueron los leoneses a pesar de la tunda que recibieron en Arrigorriaga a manos del hijo del duende Culebro, el célebre Jaun Zuría. Sin embargo, la corona castellana no cejaría en el empeño de inmiscuirse en tierras vascongadas, lo que provocó la participación de los vascos en las cosas de España, pero, eso sí, a título de mercenarios a sueldo, nunca como españoles de pleno derecho, pues no en vano conservaron su independencia hasta que se la arrebató Espartero en 1839 al vencer su ejército español al ejército vasco de Carlos María Isidro. Pero no quedó la cosa ahí, pues los españoles volvieron a las andanadas poco después. Los restos de independencia que les quedaban los barrió Cánovas en 1876 al vencer de nuevo con su ejército español al ejército vasco de Carlos VII. Tras una breve recuperación de la independencia —en fecha y circunstancias desconocidas, porque el problema que plantea tanto conflicto es que si la independencia se perdió tantas veces, ¿cuándo se recuperó? No parece que sin haberla recuperado sea posible volver a perderla; pero sobre este importante punto el dogma nacionalista guarda silencio—, volvieron los irreductibles vascos a perderla, esta vez en 1937 ante las bayonetas del ejército español, en concreto de las Brigadas Navarras de Beorlegui y Solchaga. Porque la Guerra Civil, según el catecismo nacionalista, fue una guerra entre españoles y vascos. El motivo por el que la entrada de las tropas franquistas en Madrid, Sevilla u Oviedo no fue una invasión de un ejército extranjero y, en cambio, en Bilbao sí, es un misterio que sigue sin ser resuelto. Desde entonces, los heroicos gudaris no se dan respiro en su empeño de recuperar la independencia tubálica, para lo cual llevan causadas, en viril combate por la espalda, casi mil bajas al ejército invasor. Todas esas fechas, todas esas guerras, todos esos conflictos son intercambiables, como los comodines de la baraja, especialmente la Primera Guerra Carlista y la Guerra Civil. Porque lo mismo sirve 1839 como base de la argumentación jurídica contra el Estado que 1937 como justificación de la lucha armada contra las fuerzas de ocupación. En esto consiste el conflicto (trascendental palabra), el eterno conflicto que no se les cae de los labios a los nacionalistas para justificar sus aspiraciones e incluso para exculpar a los terroristas. Porque los culpables de los asesinatos no son los asesinos, sino el conflicto. Y los culpables del conflicto son los españoles desde que la nación vasca fuera ocupada por España, y esa guerra entre naciones es el conflicto que los heroicos gudaris se ven obligados a resolver con bombas y tiros en la nuca en contra de su voluntad, pues son hombres de paz, pero la opresión española no les deja otra salida.
Junto a la irreductible aldea vasca está la no menos irreductible aldea catalana, conquistada por los españoles el 11 de septiembre de 1714, aquella sangrienta fecha que, cual la caída de Troya o el hundimiento de la Atlántida, ha pasado a los anales sobre todo por la inflamada proclama con la que Rafael Casanova arengó a los barceloneses, envuelto en la bandera estelada, para que acudieran a los baluartes a defender con su vida la independencia de Cataluña.
Otro interesante asunto invasivo tuvo lugar por tierras de Nafarroa cuando a Fernando el Católico se le ocurrió echar de Pamplona a la dinastía francesa de los Foix-Albret. Los navarros defendiéronse bravamente al grito de ¡Gora Euskadi askatuta!, pero se vieron finalmente superados por los invasores castellanos, entre los que se destacaron los guipuzcoanos, que imploraron a la reina de España la incorporación a su escudo provincial de los cañones capturados en la batalla de Velate, gracia que fue concedida y que perduró en el escudo de Guipúzcoa durante medio milenio hasta que fue eliminada en 1979 por los peneuvistas, esos defensores de las tradiciones vascas, para así legar a las generaciones venideras un pasado como Sabino manda.
También están los célticosuevos, voluntariosos reivindicadores de esencias galaicas milenarias inventadas anteayer. Hasta ahora, para sus argumentos antiespañoles lo mismo les han servido los castros de la Edad del Hierro que el Regnum Sueborum de Andeca y Sisegutia o la conquista de los inevitables Reyes Católicos. En el primer caso, el invasor se apareció bajo la forma de romano imperialista, primer avatar del centralismo español. En el segundo, fue el español Leovigildo el que arrebató la libertad a los gallegos a pesar de la resistencia del dirigente independentista Malarico. En el caso de Isabel y Fernando todo argumento sobra, pues su sola mención ya evidencia que la razón estaba del otro lado. Ahora se ha añadido el argumento espartaquista, pero no de los de Rosa Luxemburg, sino de los de Kirk Douglas: ahí está, para demostrarlo, el estupefaciente video electoral imitando la famosa escena de la película de Kubrick en la que todos los esclavos se identifican como Espartaco para evitar su captura por los romanos. ¡Eu son Anxo Quintana!89.
Pero no acaba aquí la competición por ver quién es más Astérix que nadie. Ahí está Al-Andalus, esa vieja nación musulmana nacida del plebiscito celebrado a orillas del Guadalete y después sometida a sangre y fuego por los cristianos norteños. Desde entonces gimen los andaluces bajo la opresión española. Quizá debiera la Junta de Andalucía reclamar a Ajuria Enea el resarcimiento de tantos siglos de opresión provocados por Diego López de Haro y posteriores Señores de Vizcaya por su principal participación en la conquista de Al-Andalus desde las Navas de Tolosa en adelante.
Luego están los canarios, invadidos por los godos peninsulares, naturalmente, aunque llame la atención que ninguno de los defensores de la canariedad de la Nación Canaria, tambien definida en sus textos doctrinales como Nación Archipielágica y Atlántica, tenga precisamente pinta de guanche.
Si bien no suele recordarse, también se padece la asterixitis por tierras levantinas, pues no deja de haber quienes explican que el Reino de Valencia, hasta entonces independiente, fue vencido y conquistado por España en la batalla de Almansa en 1707.
También en 1707, en concreto en los Decretos de Nueva Planta de junio de aquel año, establecen algunos maños la pérdida de la soberanía nacional ante los cañones españoles, soberanía que ansían recuperar mediante la restauración de los fueros de Aragón. No deja de ser curiosa esta obsesión por los fueros de tantos que, sin duda, se encolerizarían con quien dudase de su acendrada fe progresista. Habrá que dejar de lado el detalle de que no se puede hablar de soberanía nacional de los aragoneses en 1707 (ni de los catalanes en 1714 ni de los vascos en 1839 ni de los castellanos en 1521) puesto que el soberano en aquel momento era Felipe V y porque todavía tendría que pasar casi un siglo para que el concepto de soberanía nacional sustituyese a la de la persona reinante, en concreto la de aquel rey francés que en 1793 perdió a un tiempo soberanía y cabeza. Y, por otro lado, no puede dejar de admirarse la innovación que representaría la restauración foral: devolución de la soberanía a quien la posee por derecho divino, abolición del sufragio universal, reinstauración de la esclavitud, refundación de la Santa Inquisición, devolución de los privilegios a la aristocracia, revocación de la igualdad de los ciudadanos ante la ley, etc.
Más al Norte, algunos asturianos, antaño orgullosos de que Asturias es España, y lo demás, tierra conquistada, ahora están descubriendo, gracias a la impagable labor de la intelectualidad local, que son un pueblo celta conquistado por los castellanos que les impusieron su lengua e intentaron extirpar la suya autóctona, es de suponer que de origen igualmente celta, antes llamada bable (para ser exactos, bables, en plural, pues son más de uno) y ahora llamada asturianu, que es más académico.
Muy parecido es el caso de sus vecinos cántabros, recién llegados al conocimiento de haber sido igualmente conquistados. A esta concienciación ha ayudado la astracanada de las Guerras Cántabras que se celebra desde hace unos pocos años en el Valle de Buelna, en la que ha participado alguna vez Miguel Ángel Revilla disfrazado de Asuranceturix y que ha sido declarada recientemente Fiesta de Interés Turístico. No ha sido pequeña la polvareda levantada con ocasión de la propuesta de erigir una estatua de Marco Vipsanio Agripa, pues los conquistados locales —sabedores de que sus genes provienen directa y exclusivamente de Laro y Corocotta, como lo demuestra, entre otras cosas, la lengua que hablan, sin duda céltica— lo han considerado un agravio insoportable90.
Lo único que parece sacarse en limpio de toda esta colorida historia de invasores e invadidos es que no habrá más remedio que admitir que los odiados castellanos, esos españoles irremediables, culpables de todo mal y blanco de todas las recriminaciones91, lejos de ser los seres despreciables que presentan todas las mitologías separatistas, han demostrado ser unos fabulosos superhombres, capaces de vencer una vez tras otra, aun siendo minoría en el conjunto de la población nacional, a todo el que se les ha puesto por delante. Aunque ni esto está del todo claro, pues aparte de los leoneses ansiosos de separarse de la imperialista Valladolid, también por tierras de la vieja Castilla han empezado a aparecer quienes sostienen que los castellanos fueron las primeras víctimas del imperialismo español y adornan las calles de Aranda de Duero con pegatinas que rezan «España = Fascismo» y las de la ciudad de Santa Teresa con pintadas de «¡Españoles, fuera de Ávila!».
¿Dónde queda, pues, España?

De rivalidades, insultos, odios y agravios

La agitación del victimismo, construido mediante la manipulación necia a la vez que malvada del pasado, produce afiliaciones en el campo nacionalista de todo tipo de personas, tanto autóctonas como recién llegadas, que pasan a formar parte de la nación oprimida por el mero hecho de compartir el programa de unos partidos políticos. Y la acusación de la conquista se complementa con la del insulto, pues los nacionalistas vascos y catalanes hacen recaer la culpa de su desafecto hacia España en el maltrato verbal recibido de los españoles durante siglos, quizá como consecuencia de su supuesta posición de dominadores.
Los más leídos echan en cara a Sánchez Albornoz haber escrito que los vascos son españoles sin romanizar —lo cual no tiene por qué interpretarse como ofensivo, pues también quedaron sin romanizar alemanes, suecos o daneses y no parece probable que lo tengan por demérito— y a Pi y Margall haber dicho de los vascos que eran unos retrógrados que avanzaban al revés de los tiempos. Pero los argumentos más repetidos por quienes evidentemente no tienen noticia de lo que escribió Swift sobre el acento irlandés92, ni de lo que se rió Shakespeare del modo de hablar inglés de escoceses, galeses e irlandeses93, son las frecuentes menciones en la literatura española de los siglos de oro a la curiosa forma de hablar de algunos vascos, como las palabras que Bernal Díaz del Castillo puso en labios de Hernán Cortés acerca de «la habla revesada» de los vizcaínos o, sobre todo, algunos personajes cervantinos como el quijotesco Sancho de Azpeitia, el Vizcaíno fingido o el que en La Gran Sultana pretendió enseñar a hablar a un elefante dándole lecciones en vascuence. Por otro lado están las agrias líneas de Quevedo contra los catalanes de 1640 o, más recientemente, las palabras poco amables que Galdós dedicó al vascuence en varios de sus escritos. Y al mismo tiempo se olvidan de las palabras del Quijote describiendo a Barcelona como «archivo de la cortesía, albergue de los extranjeros, hospital de los pob...

Índice

  1. Cover
  2. Titel
  3. Impressum
  4. ÍNDICE
  5. Agradecimientos
  6. Prólogo de Amando de Miguel
  7. Nota previa
  8. PARTE I
  9. PARTE II
  10. Bibliografía