La ventaja de mirar insistentemente una lata de sopa
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La ventaja de mirar insistentemente una lata de sopa

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La ventaja de mirar insistentemente una lata de sopa

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"Warhol me obligaba a hacer un ejercicio que me rescataba, me recuperaba de los efectos más nocivos de la digitalización. La lata de sopa Campbell se convertía en una especie de corrección de la mirada del homo videns: el hombre al que el abuso de la pantalla ha mutado antropológicamente, el hombre que mira y ya no ve".Partiendo de la contemplación de la obra del famosísimo artista neoyorquino en una reciente exposición, el periodista Fernando de Haro sugiere al lector un acercamiento al mundo en que vivimos, del que casi no comprendemos nada, y en el que las viejas leyes y automatismos que servían para explicarlo casi todo van desapareciendo.De Haro aborda temas que han ido acompañándole durante su actividad profesional, como las crisis económicas recientes, el cristianismo, la democracia y la cultura, siempre en el tono de quien se reconoce humilde ante el conocimiento, permitiendo que la curiosidad del lector se dispare ante la necesidad de mirar para comprender.

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Información

Año
2020
ISBN
9788413393469
Edición
1
Capítulo IV - Democracia: ellos también son nosotros
Septiembre es un mes dulce en Madrid. Pasados los rigores del verano, la luz y la temperatura invitan a la conversación en la calle. Quizá, por eso, al encontrarme en el centro de la capital con Tom Burns, uno de los más finos articulistas y ensayistas que tenemos en España, me detuve a comentar con calma el artículo que había publicado en Expansión sobre el cierre de la Cámara de los Comunes, a la vuelta de las vacaciones del verano de 2019. Tom Burns sostenía que el enfrentamiento entre el primer ministro Británico Johnson y el Parlamento de Westminster era una prueba más de cómo el progreso en materia de democracia y de soberanía no es lineal. Las conquistas alcanzadas en un determinado momento pueden perderse. El relato liberal ascendente y optimista sobre la democracia liberal parte de la Gloriosa Revolución inglesa de 1688 y de la Constitución de los Estados Unidos, que da por consolidadas las fórmulas para hacer efectivo el contrato entre gobernantes y gobernados. Ahora esa historia se interrumpía.
Tom sostenía que el fondo de la cuestión del Brexit era una discusión sin fin sobre la representación del pueblo soberano y sobre la soberanía, que parecía zanjada. «Por un lado hay un claro mandato popular para abandonar la Unión Europea (UE), y por otro hay una asamblea representativa que se opone a un Brexit en el que no se definan los términos de un acuerdo con la UE», explicaba esos días en The Atlantic Yascha Mounk, autor del libro The People versus Democracy (Harvard University Press, 2018).
Mounk señalaba que «Johnson se presenta como el campeón que va a realizar la voluntad popular a cualquier precio, voluntad de la que se considera intérprete». La partida estaba llena de trampas porque el referéndum no especificaba cómo debía ser la salida de la UE. Pero en medio del ruido esta cuestión se despreciaba. El caso es que, en el Reino Unido, como en algunos otros países de Europa, hemos visto últimamente un enfrentamiento entre la supuesta voluntad del pueblo expresada a través de la democracia directa y la voluntad de la mayoría, encarnada en los parlamentarios. El Parlamento Británico, argumentaba Johnson y muchos otros, no debería impedir que se materialice lo que el pueblo soberano ha decidido. El Parlamento era el problema. La evidencia del valor de la democracia representativa como fórmula para encauzar la soberanía popular, uno de los grandes fundamentos de nuestros sistemas constitucionales, se pone en cuestión.
El «soberanismo» del pueblo británico, frente a su parlamento, es solo una de las muchas reacciones de quien revindica, en estos tiempos de globalización, una vuelta al «poder popular» y a las atribuciones propias de los Estados tal y como quedaron definidas en la Paz de Westfalia. Esto último sería necesario para que la política recuperara su dignidad y la gente pudiera tener el protagonismo que le es propio. De un lado se reclama poder para el pueblo, de otro se exige con nostalgia una soberanía plena de los Estados. La añoranza de una soberanía «como la de antes», anterior a la curvatura del espacio de la que hablábamos en el primer capítulo, lleva a acariciar a algunos la teoría de una especie de conspiración neoliberal. Las corporaciones y los grandes poderes económicos mundiales habrían llevado a cabo un plan alimentado por su codicia para suprimir barreras comerciales, para impulsar la libre circulación de mercancías y capitales. El mundo del dinero contra la gente.
Es un dato que la soberanía de los Estados ha quedado muy diluida, como ya hemos comentado en páginas anteriores. Es también un hecho que la globalización, en muchas ocasiones, es una fuente de injusticia. Y es evidente que es necesario recuperar instancias políticas con capacidad de regular, ordenar y controlar unos mercados que no resuelven todos los problemas y a veces los crean. Pero es también un dato que la apertura comercial genera más riqueza que el proteccionismo, y que las libertades de circulación de capitales, mercancías y personas, convenientemente ordenadas, generan más prosperidad para las personas. Las viejas fórmulas de soberanía ya no funcionan, habrá que inventar otras nuevas. Y en este campo los proyectos de integración regional (como el de la UE) son parte de la solución, no del problema.
No solucionamos nada anclados en la nostalgia de la vieja soberanía estatal, como tampoco solucionamos nada pensado que la soberanía popular se expresa mejor a través de la democracia directa.
La democracia directa, materializada en referendos ganados por dos o tres puntos porcentuales, es la mejor fórmula para que las mencionadas fake news, la desinformación y los poderes que están detrás acaben imponiendo su voluntad.
El concepto de soberanía popular que manejamos, probablemente, es una idea secularizada por el racionalismo de la soberanía de Dios. Pero el modo en el que esa soberanía debe expresarse, concretarse y materializarse ha sido aquilatado desde las revoluciones liberales hasta las Constituciones que se elaboraron después de la Segunda Guerra Mundial. Para evitar la absolutización del soberano, ahora el pueblo, la regla de la mayoría no es la única regla. Se exigen mayorías reforzadas, se estima el peso de las minorías, se refuerza el valor deliberativo de los parlamentos, se limita la capacidad de gobernar por decreto, se fortalecen los Tribunales Constitucionales… en fin, una larga historia de progresos democráticos que, de pronto, parecen ser inútiles.
Es posible que la soberanía fuera un fruto positivo de la secularización. Pero ahora asistimos a una teologización de la soberanía que le atribuye caracteres religiosos.
En cualquier caso, el lúcido subrayado de Tom Burns sobre el final de la línea ascendente es un clave para entender el desarrollo del populismo, la crisis de la democracia y el vigor del nacionalismo.
Populismo y valor del otro
En nuestro intento de comprender las numerosas expresiones políticas que se oponen a los valores ilustrados y a la democracia, tal y como la hemos entendido desde la segunda postguerra mundial en Europa y desde la Transición en España, hemos reutilizado la denominación «populismos». Seguramente llevaba razón Joseba Arregui cuando en un lúcido artículo publicado con el título «Infantilismo, arcaísmo, sueño de omnipotencia» (El Mundo, 14-2-2019), aseguraba que «los intelectuales andan buscando la piedra angular que permita entender de forma unitaria y conjunta lo que sucede. Nadie parece dispuesto a renunciar a encontrar alguna clave fundamental que permita acercarse a los complejos problemas del presente. A esa necesidad responde el recurso a términos que parecen evidentes, que no necesitan demasiadas explicaciones y que renuncian a los matices para no perder capacidad explicativa». Un buen ejemplo de esos términos es populismo. «Parece ser la fuente de todos los problemas, capaz de explicar todo lo malo que está sucediendo en las sociedades occidentales, el veneno que está pudriendo el tejido social y política de las sociedades modernas», señalaba Arregui. Nos sirve para describir a Trump, a Putin, a las nuevas derechas de Francia, Italia y Alemania, a las nuevas izquierdas de Portugal, España y Grecia. Por eso el exconsejero del Gobierno Vasco avisaba que «sin negar que todos tengan algo en común, se puede afirmar que cada caso responde a situaciones concretas diferentes y que lo que se gana en capacidad explicativa aplicando a todos ellos el término populismo, se pierde en capacidad de análisis de las situaciones concretas».
Aceptemos que perdemos mucho con la generalización. Populismo es un saco en el que están los que quieren «eliminar la distancia de la representación» propia de toda democracia auténtica. Es «la traducción política de un infantilismo cultural que viene acompañado casi necesariamente de arcaísmos, y que minusvalora la perdurabilidad de las instituciones y su peso histórico» decía el propio Arregui. Ante este fenómeno, cierta ceguera tecnocrática y liberal, especialmente difundida en España, atribuye su origen a los sufrimientos económicos causados por la crisis. Nada menos cierto, a juzgar por lo que dicen los estudios sociólogos solventes.
En julio de 2018, el prestigioso Pew Research hacía público un informe sobre las razones del auge del populismo en Europa. La inmensa mayoría de los votantes de los partidos populistas en Alemania y en Francia reconocía que la economía atravesaba un buen momento. Es la nostalgia la que mantenía alta la intención de voto de los que cuestionaban el orden institucional. El 62% de los partidarios del Frente Nacional pensaba que hace cincuenta años se vivía mejor en sus país. El 44% de los partidarios de Alternativa por Alemania pensaba lo mismo. La causa es una profunda incomodidad con el tiempo presente, una queja, un malestar muy de fondo del que se culpa al inmigrante, a la casta política, a los burócratas de Bruselas. La nostalgia de la que hablábamos en páginas precedentes. Es la dinámica que domina buena parte de la vida política del planeta. Es el signo de los tiempos en esta edad de la ira.
Los populismos tienen que ver con una globalización en la que la soberanía, lo hemos visto en el capítulo uno, ya no se puede concebir como antes de la mundialización de los mercados. Los Estados ya no son soberanos. Hay resentimiento ante esa impotencia. La mundialización erosiona, cuando no destruye, el proceso circular que ha animado siempre la relación entre las cuestiones de sentido (la religión) y la cultura. La religiosidad, la nación, el proyecto utópico ideológicamente utilizado, reaparece con fuerza.
La experiencia que dio lugar al relato del Génesis y su valor político quizás sea, por contraste, una buena referencia para comprender el origen del populismo. «Todo era bueno», afirma con insistencia el primer capítulo de la Biblia. Estas tres palabras se han quedado sepultadas y recluidas en el mundo espiritual sin que se perciba la gran carga de juicio histórico y social que las acompaña. La apuesta por soluciones políticas de queja (antipolítica), en las que lo importante es la ruptura, tienen mucho que ver con una visión negativa del mundo propia del gnosticismo y del maniqueísmo. El populismo, más que una expresión sentimental, es una forma más de racionalismo, ese «racionalismo moderno que culmina en Hegel, una filosofía que justifica lo negativo, lo considera necesario en el marco de la totalidad de la naturaleza y de la historia». La cita es del artículo de Massimo Borghesi, «Augusto del Noce, un pensamiento no maniqueo» (30 Días, 10-11-2009).
La vida, el tiempo y la sociedad, no son buenas, están sometidas al choque violento del dios bueno y del dios malo. Eso dirían los viejos maniqueos. El avance del adversario ideológico, del extranjero, del otro, es percibido como una prueba clara de que el mundo, tal y como debe ser vivido, no tiene un orden último. Eso sugieren los nuevos maniqueos. No todo es bueno y por eso está bloqueado el reconocimiento en deseos y necesidades con el que piensa diferente. Hay que alcanzar, a través del conocimiento, de la dictadura del proletariado, de los nuevos partidos, de la nueva nación, una nueva fase, el nuevo reino. Del maniqueísmo gnóstico se pasa a la religión política.
Ignacio Gómez de Liaño, al que tuve el gusto de entrevistar con motivo de la publicación de su libro Democracia, islam, nacionalismo (Deliberar, 2018), en un esfuerzo por comprender lo que nos pasa rescata a Enrich Voëgelin. Este politólogo alemán refugiado en la Estados Unidos, subrayó en su momento el hilo que une el gnosticismo maniqueo del siglo II con las grandes religiones políticas del siglo XIX y XX. El marxismo no es sino una forma de gnosticismo. Quizás podríamos decir lo mismo de la antipolítica, del nacionalismo o del secesionismo. Como todo ha dejado de ser bueno es necesario alcanzar una utopía que esté más allá del mundo presente (recuperación de la pureza nacional perdida en un mundo globalizado, recentralización, muro ante la inmigración, etc.). No todo es bueno, y por eso, la idea de la realidad acaba estando por encima de la realidad misma.
No todo es bueno y, por tanto, la vida política y social están regidas por una dialéctica en la que el bien debe de salir del mal, la luz de las tinieblas. Hay que alcanzar una síntesis abstracta en la que el otro polo, el opuesto, quede destruido. La negación, lo malo, se considera como una herramienta para alcanzar lo bueno. Todos gnósticos y maniqueos, todos marxistas aunque formalmente liberales, todos confiando en nuevas formas de religión política aunque rabiosamente laicos.
La democracia, supone, por el contrario, asumir que no hay dos imperios, el del dios bueno y el del dios malo. El progreso y la síntesis no se alcanzan por la negación de uno de los polos enfrentados sino por una superación en la que los opuestos vienen afirmados, rescatados en todo lo que tienen de verdadero.
En las teologías políticas del populismo se pueden ver las huellas del nihilismo que promueven la dinámica del chivo expiatorio e identidades conflictivas. La política vuelve a aparecer como una herramienta capaz de casi todo. La relación con el Estado, de nuevo, se torna religiosa.
El populismo seguramente avanza porque hay una sociedad civil enclenque; una mentalidad estatalita; una clase empresarial demasiado obsesionada por el corto plazo y poco dispuesta a contribuir con el bien común y una intelectualidad generalmente poco libre y poco creativa y demasiado dispuesta a enarbolar la bandera de la confrontación que otros ponen en sus manos.
Quizás eso permita entender por qué entre la nueva generación, la técnicamente mejor formada, haya una gran facilidad para comprar productos ideológicos de baja calidad, soluciones milagrosas faltas de realismo o discursos de victimización.
El populismo probablemente sea el síntoma más claro de que el consenso sobre qué sea la democracia ha desaparecido. «Durante décadas ha existido un consenso sobre lo que es la democracia, pero ese consenso se ha perdido». Estas palabras de Kazuo Ishiguro, tras conocer que había sido galardonado con el Premio Nobel de Literatura de 2017, quizás sean las más oportunas para comprender de qué estamos hablando. Ishiguro, que sitúa en el mismo plano la amenaza de los nacionalismos y de los populismos, apunta que «el mundo no tiene ninguna seguridad sobre sus valores».
Todo esto se nos ha venido encima mientras conmemoramos el treinta aniversario de la caída del Muro de Berlín, momento saludado por algunos como el fin de la historia. Hace treinta años pensamos que la caída del comunismo en los países del Este ...

Índice

  1. índice
  2. Introducción - La utilidad de las preguntas torpes e ingenuas
  3. Capítulo I - Un mundo curvado
  4. Capítulo II - El arranque del XXI: crisis económica, terrorismo y refugiados
  5. Capítulo III - Un mundo postsecular
  6. Capítulo IV - Democracia: ellos también son nosotros
  7. Postdata