Capítulo 1
CRISIS DE LAS PRUEBAS DE LA EXISTENCIA DE DIOS, SOCAVAMIENTO Y SUBJETIVIZACIÓN DEL CONCEPTO DE DIOS Y ATEÍSMO
1. La cuestión de Dios como pregunta de la filosofía
y no sólo de la fe religiosa
La pregunta por Dios, por «aquello, por encima de lo cual nada mayor puede ser pensado», no es una cuestión marginal, sino que pertenece al núcleo de la lucha humana por la verdad y, por lo tanto, de la filosofía, que se denomina amor por la sabiduría y que como tal es, ante todo, búsqueda amorosa de la verdad más alta. Por ello, la búsqueda del conocimiento de Dios no es sólo un asunto de la religión y de la fe. Todos saben –y los creyentes profesan– que la razón natural, la filosofía, posee considerables límites relativos a su capacidad para el conocimiento de Dios y que las preguntas más profundas que conciernen a Dios –sobre todo, las relativas a su ser personal y trino o único, cuya respuesta divide al Islam del Cristianismo, pero también la pregunta decisiva sobre su intervención en la Historia y, más que cualquier otra cosa, la contemplación directa de Dios– se encuentran más allá de las fronteras del conocimiento meramente racional-filosófico de Dios. El conocimiento filosófico y la razón puramente humana no pueden poner a prueba el valor veritativo de la noticia de que Dios haya hablado con Moisés o con un profeta –aunque la razón pueda encontrar fundamentos a favor o en contra de esta creencia– y no podemos reconocer la verdad de tales asertos sobre Dios sin dar el paso de la fe. Y cuando como cristiano creo en la encarnación de Dios –y, por lo tanto, que el Dios eterno, cuya naturaleza divina jamás puede cambiar, ha tomado naturaleza humana en el tiempo– o en la redención por Jesucristo, así como en los caminos –determinados por Dios– de la participación del hombre en la salvación por medio del bautismo y de los otros sacramentos, todos estos contenidos de fe quedan más allá de las fronteras del mero conocimiento racional-filosófico. Los misterios específicos del Cristianismo, como la encarnación de Dios y la Santísima Trinidad (o su rechazo en otras religiones), se encuentran más lejos del conocimiento natural-filosófico de Dios que otros atributos de Dios, en los que los judíos o los musulmanes creen conjuntamente con los cristianos. En efecto, ni judíos ni musulmanes creen en misterios que impongan contenidos tan profundamente incomprensibles como los cristianos: en la Santísima Trinidad y la verdadera encarnación del unigénito de Dios, que en su única persona aúna su naturaleza divina y eterna con una naturaleza humana, psicofísica y temporal –en ese misterio que, usando el concepto de sustancia de Aristóteles, los teólogos han denominado ‘unión hipostática’–, por no hablar de los misterios abismales de la pasión y crucifixión del hijo de Dios, que son para muchos filósofos una necedad y para los creyentes de otras religiones monoteístas un escándalo.
Con todo, y aun cuando los misterios de la fe cristiana se elevan por encima de los límites de toda razón humana, sería completamente errado deducir de ello que los cristianos deberían creer que no podemos lograr conocimiento alguno de Dios con ayuda de la razón, o que los conocimientos racionales sobre Dios serían irrelevantes para la fe religiosa (al menos, para la cristiana). Muy al contrario, la estrecha trabazón entre razón y fe aparece en la cuestión de Dios con una claridad tal que no se alcanza prácticamente en ningún otro asunto.
2. La crisis de las pruebas de la existencia divina
y la subjetivización de la idea de Dios
Durante centurias –desde los presocráticos, Platón y Aristóteles hasta Leibniz y Wolff– la filosofía encontró en la metafísica y la filosofía en torno a Dios su cúspide; los filósofos ofrecían pruebas y argumentos sobre la existencia de Dios y entre ellos se contaba tan sólo unos pocos de rango y nombre que fuesen ateos o agnósticos. Desde hace mucho, sin embargo, la principal corriente filosófica se ha apartado de la presentación de pruebas racionales de la existencia de Dios o de una «defensa» de su bondad y sabiduría frente al mal en el mundo, como aún el gran Leibniz (1646-1716) las planteó a principios del siglo XVIII en su Teodicea (1710).
En particular, a partir de David Hume y de Immanuel Kant se llevó a cabo en el siglo XVIII una radical subjetivización de la idea de Dios y ganó terreno una concepción de Dios como desconocida X. Así han tenido lugar enormes transformaciones históricas referidas a la concepción filosófica de Dios, que se han propagado entre los pensadores más influyentes hasta abrir camino a la postura opuesta al antes prácticamente general reconocimiento de las pruebas de su existencia, es decir, al rechazo de toda prueba e incluso a un ateísmo cada vez más difundido (o, al menos, a un agnosticismo que niega toda cognoscibilidad racional de Dios).
Por supuesto, esta transición no tuvo lugar de forma repentina. Durante mucho tiempo después de Kant ningún profesor hubiera podido negar la existencia de Dios en las Universidades alemanas sin que sobre él pesase la amenaza de ser despedido. Lo prueba quizá la conocida disputa sobre el ateísmo (Atheismusstreit). En su transcurso se acusó a Fichte de ateísmo, a pesar de su doctrina filosófica sobre Dios, a causa de su idealismo trascendental e immanentismo, según el cual Dios sólo existiría como una posición del yo, esto es, como incoación en el yo idéntica a éste. Dicha disputa casi le costó a Fichte su cátedra. Esto sería hoy impensable en una Facultad de Filosofía de una Universidad estatal europea.
Aunque no fuese de manera inmediata, la situación cambió después de Kant de modo tan radical, que en el margen temporal que transcurre entre los siglos XVIII y XX prácticamente se invirtió: hablar de un Dios que no sea inmanente, relativo al mundo y a la Historia, o de un Dios que sea algo más que objeto o postulado de la conciencia humana, viene hoy considerado a menudo como algo acientífico o como mera expresión de una fe privada, que no posee justificación filosófica alguna, aun cuando hubo y hay excepciones a este desarrollo – de modo señalado, la filosofía aristotélico-tomista, que se ha mantenido hasta el siglo XX, pero también el pensamiento de muchos filósofos (en parte olvidados, en parte altamente originales y conocidos), cuyas exposiciones positivas en torno a la cuestión de Dios son desalojadas con frecuencia de las historias generales de la Filosofía.
La idea de Kant de que el conocer, por lo que respecta a su contenido, no depende del objeto del conocimiento sino de que éste, como lo experimentamos y pensamos, estaría, al contrario, determinado por parte del sujeto y de su conocer, condujo a la concepción revolucionaria de que Dios no podría ser encontrado previamente al espíritu y conocido como ser absoluto, de que no podríamos llegar a conocer si el origen de todas las cosas es un ser pensante, infinitamente perfecto, omnisciente y bondadoso, sino que la idea de Dios sería producida por la razón humana – si bien, según leyes necesarias.
Aun cuando ya sólo la idea básica del viraje calificado por Kant como «copernicano» –según la cual, todos los objetos de conocimiento que no se hallan dados en la experiencia serían producidos por el sujeto y resultarían en sí mismos incognoscibles– hubiese bastado para derribar las pruebas de la existencia de Dios, Kant criticó además por extenso e individualmente los argumentos clásicos a favor de la existencia de Dios en la «Dialéctica trascendental» de la Crítica de la razón pura. Esta crítica kantiana a todas las pruebas de la existencia divina, y en particular al argumento ontológico –cuya validez consideraba (y sostengo que con razón) como presupuesto de toda prueba de la existencia de Dios– , argumento que él rechazó, son en su mayor parte independientes del planteamiento gnoseológico básico de Kant y, en cualquier caso, han contribuido bastante a la demolición, hoy generalmente observable y prácticamente irrestricta, de la confianza en la capacidad de la Filosofía a la hora de probar la existencia de Dios. Y esto, a pesar de la reintroducción de Dios como objeto de un postulado subjetivo-moral llevada a cabo por Kant (quien, en efecto, quiso demoler el saber sobre Dios para dejar espacio a la fe –tal y como él se expresó–, lo que sin embargo se ha revelado como insostenible tras una «demolición del saber» sobre Dios).
La impresión de que ninguna prueba racional de la existencia de Dios puede aportar ya nada se ha difundido, desde Kant, entre muchos pensadores que la consideran la crítica conclusiva de todas las pruebas tradicionales, y también entre muchas personas que de esta crítica y de otras objeciones a las pruebas de la existencia de Dios conocen poco menos que nada. Como consecuencia de todo ello, aún sirve hoy lo que Hegel afirmaba en el siglo XIX sobre las pruebas de la existencia de Dios:
… que no esta o aquella prueba, no esta o aquella forma y versión suya ha perdido su peso, sino que las demostraciones asociadas a verdades religiosas han perdido hasta tal punto el crédito en cuanto tales en el pensamiento de la época que la imposibilidad de tales pruebas se ha convertido ya en un prejuicio generalizado…
3. Agnosticismo y ateísmo
La crisis y la precaria situación de las pruebas de la existencia de Dios que Hegel describió y que él mismo se esforzó por modificar –sin efectivo éxito histórico y, sobre todo, sin un resistente fundamento realista de la teoría del conocimiento y de la metafísica, que hubiera podido sacar de quicio la crítica kantiana de toda prueba de la existencia divina– no ha hecho más que agudizarse tras la muerte de Hegel. Así, Feuerbach y otros herederos de Kant y Hegel –aún más decididos que sus «padres»– enseñaban que la Teología sólo podría ser Antropología y la idea de Dios únicamente una expresión de la interioridad del ser humano mismo, una proyección de experiencias humanas, necesidades, anhelos o, incluso, de relaciones y estructuras económicas, psíquicas y sociales, en un imaginario más allá. Feuerbach y Marx, junto con otros numerosos pensadores, han convencido a la mayor parte de la humanidad civilizada de que en cualquier caso –y aun cuando no sea necesario declararse ateo– la metafísica resulta insostenible, sobre todo cuando aspira a un conocimiento racional y filosófico del ser divino absoluto.
En un paso ulterior, aún más dramático, ha anunciado Nietzsche –extrayendo así, de modo enérgico y coherente, las últimas consecuencias del «viraje copernicano-antropológico» de Kant– la «muerte de Dios». No frivolizaba en absoluto sobre el alcance de este acontecimiento de la historia humana que consiste en el enflaquecimiento de la fuerza de las pruebas de la existencia divina, en la formal disolución especulativa de una fe en Dios racionalmente fundamentada; muy al contrario, reconocía así –en su consecuencia última– que de la vivencia de la muerte de Dios debía derivarse una sacudida de la Humanidad entera, tal y como Nietzsche la ilustró en Así habló Zaratustra como reacción del «hombre necio» ante la mu...