Adviento en la montaña
eBook - ePub

Adviento en la montaña

  1. 108 páginas
  2. Spanish
  3. ePUB (apto para móviles)
  4. Disponible en iOS y Android
eBook - ePub
Detalles del libro
Vista previa del libro
Índice
Citas

Información del libro

Adviento en la montaña es un relato inspirador y lleno de simbolismo, ambientado en el crudo invierno de las montañas del noreste de Islandia. En él su protagonista, el pastor Benedikt, afronta su tradicional aventura de Adviento para rescatar de la nieve a aquellas ovejas que se han extraviado de su rebaño y están destinadas a una muerte segura. Acompañado de su gran valor, su perro y un carnero, se adentra en la montaña nevada sin sospechar que, en esta ocasión, le aguarda un desenlace inesperado.Traducida a más de 10 idiomas, esta obra goza de gran popularidad en países como Alemania y Estados Unidos. Se ha afirmado incluso que sirvió de fuente de inspiración a Hemingway para escribir El viejo y el mar y que Walt Disney quiso llevarla al cine.

Preguntas frecuentes

Simplemente, dirígete a la sección ajustes de la cuenta y haz clic en «Cancelar suscripción». Así de sencillo. Después de cancelar tu suscripción, esta permanecerá activa el tiempo restante que hayas pagado. Obtén más información aquí.
Por el momento, todos nuestros libros ePub adaptables a dispositivos móviles se pueden descargar a través de la aplicación. La mayor parte de nuestros PDF también se puede descargar y ya estamos trabajando para que el resto también sea descargable. Obtén más información aquí.
Ambos planes te permiten acceder por completo a la biblioteca y a todas las funciones de Perlego. Las únicas diferencias son el precio y el período de suscripción: con el plan anual ahorrarás en torno a un 30 % en comparación con 12 meses de un plan mensual.
Somos un servicio de suscripción de libros de texto en línea que te permite acceder a toda una biblioteca en línea por menos de lo que cuesta un libro al mes. Con más de un millón de libros sobre más de 1000 categorías, ¡tenemos todo lo que necesitas! Obtén más información aquí.
Busca el símbolo de lectura en voz alta en tu próximo libro para ver si puedes escucharlo. La herramienta de lectura en voz alta lee el texto en voz alta por ti, resaltando el texto a medida que se lee. Puedes pausarla, acelerarla y ralentizarla. Obtén más información aquí.
Sí, puedes acceder a Adviento en la montaña de Gunnar Gunnarson, Gunnar Gunnarson Junior en formato PDF o ePUB, así como a otros libros populares de Literatura y Clásicos. Tenemos más de un millón de libros disponibles en nuestro catálogo para que explores.

Información

Año
2015
ISBN
9788490553329
Categoría
Literatura
Categoría
Clásicos
Adviento en la montaña
Cuando se acerca una gran festividad, cada uno la prepara a su modo. Hay muchas maneras de hacerlo. En esto, como en otras cosas, Benedikt seguía sus propios impulsos. Al comienzo de la Navidad, o incluso el mismo primer Domingo de Adviento, si el tiempo lo permitía, subía la montaña con una mochila llena de buenas provisiones, calcetines de recambio, dos o tres pares de botas de cuero nuevas, una pequeña estufa de queroseno, una lata de aceite y una botellita de aguardiente. En sus salidas se adentraba por remotos senderos de montaña donde, por esa época del año, no había más que pájaros carroñeros huidizos, zorros y algunas ovejas descarriadas que los pastores no habían encontrado tras el recuento del verano, y que ahora vagaban desvalidas entre los escasos pastos. Pero eran precisamente esos pequeños grupos de ovejas a los que Benedikt salía a buscar. Esas que terminarían muriendo de frío o de hambre en los pastos de la montaña porque nadie se molestaría, ni se atrevería a ir a buscarlas y traerlas a casa. Al fin y al cabo, también eran criaturas de Dios, animales de carne y hueso, y él se sentía responsable
mynd1.tif
de ellas. Lo que le quitaba el sueño era encontrarlas sanas y salvas, llevarlas bajo techo antes de que la Navidad llegara a la fría Islandia, también al resto del mundo, y llenara con su paz y alegría los pensamientos de la gente que había cumplido con sus quehaceres y llevado una vida ordenada.
En estas salidas de Adviento Benedikt nunca llevaba compañía. ¿A quién le sorprende? Para ser más exactos, ninguna persona le acompañaba, aunque siempre llevaba a su perro y muchas de las veces al carnero manso que guiaba el rebaño. Cuando sucedió esta historia, el perro se llamaba León, ya que a decir de Benedikt León era el papa entre los perros. Al carnero lo llamaba Recio por su resistencia.
Durante años habían sido inseparables en sus salidas a la montaña y se habían llegado a conocer de una manera tan profunda, que apenas suele darse entre razas de animales tan diferentes. Habían conseguido eliminar cualquier sombra de individualismo, de querencia de sangre, de deseo o anhelo que pudiera confundirles. En realidad los compañeros de viaje eran cuatro. El caballo Faxi era demasiado delgado de patas y pesado de cuerpo como para andar por la nieve suelta, que sólo en pleno invierno deja de amontonarse en los ventisqueros. Además, a duras penas aguantaría las largas jornadas a la intemperie y la dureza de los días con las escasas raciones con las que los otros tres tendrían que sobrevivir. Benedikt y León se habían despedido de él con pena y remordimiento, aunque no iban a estar fuera más de una semana. Recio, como en otras ocasiones parecidas, se lo tomó con más ecuanimidad.
El trío se puso en camino en una blanca mañana de invierno. A la cabeza iba León, con la lengua colgando plácidamente a la derecha de la boca a pesar del intenso frío. Recio le seguía, tranquilo, como de costumbre y Benedikt, tras ellos, cargando su esquíes. En esa zona la nieve todavía era demasiado ligera y suave como para aguantar el peso de un hombre sobre sus esquíes, así que no le quedó más remedio que caminar. De vez en cuando se tropezaba con terrones helados o piedras, y a pesar de las quejas y reniegos por las dificultades del camino, todavía le quedaba el consuelo de que podría ser peor. León, como es natural en los perros, quería husmearlo todo y se mostraba de lo más animado. A veces no podía controlar sus ganas de juego, daba rienda suelta a su alegría y se ponía a correr y a dar saltos. Salpicaba de nieve todo a su alrededor, incluso a Benedikt, se mostraba zalamero y buscaba que su amo lo adulara y acariciara.
—Sí, León, eres el papa de los perros —le aseguraba Benedikt.
En su vocabulario no había otra palabra más elogiosa.
Ya habían dejado atrás el primer trecho del camino en dirección a Botn, la última granja antes de llegar a las montañas. Tenían por delante un largo día que comenzaron sin miedo recorriendo los senderos de una granja a otra, demorándose de vez en cuando para saludar a la gente y a los perros.
—No, ahora no —se disculpaba Benedikt amablemente cuando le ofrecían una taza de café—. No quiero que se nos haga tarde.
Aunque al final, en lugar del café, aceptaba un trago de leche para los tres.
Una y otra vez Benedikt tenía que responder a preguntas sobre el tiempo. La gente preguntaba sin más. No es que fuera por curiosidad malsana, ni que le augurasen una desgracia. Nada había de malo en ello. También los había que, a modo de disculpa, añadían:
—Lo que yo quería decir es que seguro que León es un perro que se orienta muy bien, tanto en la oscuridad como en medio de una tormenta. ¿No?
Lo decían de broma y no se atrevían a levantar la mirada, y mucho menos a echar un vistazo furtivo a las nubes, cargadas y amenazantes como estaban. Luego intentaban arreglarlo y decían:
—Por supuesto que no se va a perder. ¡Este perro encontraría siempre su camino!
—En realidad, los tres sabemos orientarnos —respondía Benedikt con pausa y apuraba la taza de leche—. Muchas gracias.
—De los tres, de quien más me fiaría es de León, dijo el granjero y despareció en la casa para regresar con un trozo de carne seca que el perro se puso a mordisquear.
En tales ocasiones Benedikt no mencionaba que León era el papa de los perros, pero con un gesto de aprobación le indicaba que se tomase su tiempo. Recio mientras tanto disfrutaba de una buena ración de heno fresco. Pasado un rato, Benedikt se despedía y los tres seguían su camino.
Esa mañana Benedikt no había ido a la iglesia. No le había quedado más remedio que aprovechar bien el día para no llegar demasiado tarde al lugar donde harían noche. Era importante que descansaran bien antes de partir de madrugada. Para que Recio no sufriera en exceso, esa primera jornada se habían demorado más de lo habitual. No es que no fuese resistente, ni que no mereciese el nombre que le había puesto. Lo más importante era no agotarlo en exceso al comienzo de aquellas largas jornadas de viaje. Fue por ello que Benedikt había decidido no continuar por el desvío que llevaba a la iglesia. En ese primer Domingo de Adviento, su caminata por los campos valdría como una misa. Además, antes de partir, se había sentado en el extremo de la cama y había echado un vistazo a la lectura del día, al capítulo veintiuno de San Mateo que narraba la entrada de Jesús en Jerusalén. Para seguir el texto, intentaba imaginarse el tañer de las campanas, el canto de los salmos en la pequeña iglesia de turba y la sencilla explicación del evangelio por parte del anciano pastor, y con eso podría reconstruir la escena por el camino.
Siguieron caminando hasta llegar a una zona donde se vieron obligados a caminar sobre la nieve. Bajo el grisáceo cielo invernal todo se divisaba blanco hasta donde alcanzaba la vista. El hielo del lago estaba cubierto de escarcha y de una fina capa de nieve. Sólo se distinguían algunos cráteres que asomaban aquí y allá. En su interior se entreveían negros círculos de diferentes tamaños, símbolos grabados en la infinitud del páramo nevado. Si en verdad fueran mensajes ocultos, ¿qué tipo de avisos esconderían? Seguro que no eran fáciles de interpretar. Quizás los cráteres estuvieran diciendo algo como: “Que todo se cubra de nieve y se congele, que el agua y los minerales se solidifiquen, que el aire se hiele, que caiga en láminas blancas y se extienda sobre la tierra como un velo de novia, por no decir como un sudario. Que el aliento se congele en tu boca, la esperanza en tu pecho y la sangre en tus venas. Porque en lo más profundo todavía vive el fuego”. Bien puede ser que estuvieran diciendo algo así. O quizás algo completamente diferente. A excepción de esos círculos negros, todo lo demás era blanco o grisáceo, incluso el lago, con su superficie blanca resplandeciente, lisa como una pista de baile entre los cráteres. ¿A quién estarían invitando a bailar?
Y como si hubiera nacido de ese blanco resplandeciente, aquel domingo tenía un significado muy especial que le llegaba a uno al corazón en la soledad de las montañas. Allí sólo se distinguían los negros círculos de los cráteres y algunos pilares de lava que emergían diseminados como ogros de la noche en el desierto blanco. Un halo de paz inconmensurable rodeaba las columnas de humo que, verticales fugitivas y perezosas, se elevaban de granjas dispersas y medio sumergidas en el mar de nieve. Había una inmensa quietud, incomprensible y colmada de promesas.
¡Adviento. Adviento! Benedikt rumió la palabra en su boca con gran cuidado, esa palabra tan callada, tan extraña y a la vez tan intensa. Para él probablemente más profunda que el resto de las palabras. Seguro que no sabía exactamente lo que significaba, aparte de que algo faltaba cuya llegada era inminente, de que nos estábamos preparando para algo que sin duda era mejor. Con el paso de los años era como si su vida se hubiera convertido en un Adviento. Porque mirándolo bien, qué era su vida, qué era la vida de un hombre sino un servicio imperfecto, justificado por la esperanza en algo mejor, por la espera, por la preparación, por el convencimiento de que algo bueno tenía que llegar.
Entonces llegaron a otra granja, allí donde lo cotidiano les recibió con la cordialidad de quienes son vecinos, y con su “¿un café?”, su “no muchas gracias” y su “los días se están acortando”, como si no les quedase mucho tiempo.
— “Gracias de todos modos”.
El granjero echó una mirada al cielo y no escondió su intranquilidad por lo que anunciaba. Pero el tiempo había que tomárselo como Dios lo envía, o por lo menos así pensaba Benedikt. Por su parte el granjero sólo deseaba que la tormenta se desatara antes de que anocheciera. A Benedikt este tipo de conversación le producía hastío.
—Si tú lo dices —resopló—. Bueno, que te vaya bien.
—¿Te sirven de algo estos compañeros tuyos? —preguntó el granjero y le dio pena ver partir a alguien que quizás estaba viendo por última vez.
Esos viajes interminables eran una locura y además esa noche no había dormido bien. Había percibido con toda claridad las penalidades que les aguardaban a los tres, cuando no algo peor.
—¿Y este carnero no te está retrasando? ¿Te puedes fiar de él y del cachorro?
—Yo diría que sí —respondió Benedikt—. No es la primera vez que los tres hemos estado en apuros.
Nadie debería hablar así cuando el peligro acecha. Provocar a los elementos de manera tan arrogante podía tener sus consecuencias. El granjero no quiso decir más y dejó que se fueran. Se quedó dubitativo, masticando tabaco, disgustado con ellos, consigo mismo, con el cielo y con la tierra, mientras veía como se alejaban. Nunca entendería a gente como Benedikt que era capaz de arriesgar incluso su propia vida por un puñado de ovejas que, además, ni siquiera le pertenecían. El propio Benedikt tenía sólo unas pocas y ninguna se le había perdido.
Benedikt, por su parte, tampoco conseguía entender al prudente granjero. A pesar de todo, los tres continuaron su camino. Había amanecido un día precioso que nadie le iba a estropear. Un día radiante y especialmente festivo. Porque la entrada de Jesús en Jerusalén había sucedido un día como aquel, hace cientos de años. Y cuando uno recapacitaba sobre ello, era muy sencillo darse cuenta de porqué había conservado aquella importancia desde la antigüedad. Benedikt conservaba en su memoria una imagen viva de cómo había entrado el Hijo de Dios en esa ilustre ciudad bañada por el sol. Había visto una estampa de ella en la Biblia, con sus murallas, sus casas adornadas y Jesús cabalgando a lomos
mynd2.tif
del asno. Las ramas que la gente había cortado de los árboles y arrojaba a las pezuñas del burro se parecían a las flores que formaba la escarcha en las ventanas, aunque Benedikt sabía que no eran blancas, sino de un verde intenso con el resplandor del sol adherido a sus brillantes hojas. Y en ese mismo instante las palabras de las escrituras casi podían escucharse a través del aire. Era como si se hubieran conservado en el éter y sólo necesitásemos poner el oído para escucharlas: observad a vuestro rey que llega, manso, a lomos de un borriquillo, de la cría de una bestia de carga.
Manso. Eso lo entendía Benedikt a la perfección. ¿Cómo podría el Hijo de Dios ser de otra manera? Y además cabalgando a lomos de la cría de una bestia de carga. Claro que nada hay demasiado pequeño en el mundo que no pueda prestar un servicio, ni nada tan miserable que no pueda ser consagrado por medio del servicio. Ni demasiado grande. Incluso el Hijo de Dios. Y sólo por medio del servicio. De repente Benedikt sintió que conocía al borriquillo y que sabía cómo era, y también cómo se había sentido Jesús en aquella hora sagrada. A la vez vio claramente que la gente extendía sus mejores mantos sobre el camino y escuchó a algunos preguntar: “¿Quién es este hombre?” “Realmente, ¿Quién es este hombre?” La verdad es que no reconocieron al Hijo de Dios, aunque deberían haberlo hecho. Sobre la profunda sencillez del rostro del Señor brillaba una sonrisa que sólo había ensombrecido la tristeza de resultarles extraño, de que sus ojos estaban ciegos y el espejo de sus corazones empañado. En ese punto el corazón de Benedikt se inflamó al contemplar esa sonrisa entristecida. ¡Qué ciegos habían estado! Estar delante del Salvador y no haberlo reconocido. Él mismo no lo hubiera dudado un instante. De eso estaba seguro. En el acto se h...

Índice

  1. Prólogo
  2. Adviento en la montaña