Europa unida
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Europa unida

Dieciocho discursos y una carta

  1. 208 páginas
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Europa unida

Dieciocho discursos y una carta

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¿Fue realmente Churchill el gran valedor de la unidad europea de la posguerra? ¿Iba su idea de Europa más allá de una mera cooperación entre gobiernos? ¿Cuál era su opinión sobre la participación británica?Sería tan sencillo como inútil recurrir a una cita aislada del popular político británico para responder a estas cuestiones.En cambio resulta más interesante y revelador atender a lo dicho por él en público sobre esta temática pues, como señala Charles Powell en el epílogo de este libro, "a lo largo de su dilatada vida política nuestro protagonista tuvo el valor y la inteligencia de plantearse, con sorprendente honestidad intelectual, algunas de las preguntas que siguen suscitándose hoy día no solamente sobre el papel del Reino Unido en Europa, sino también sobre la naturaleza misma del proyecto europeo".Este libro recoge dieciocho discursos pronunciados por Churchill entre 1945 y 1957 relativos a Europa. Todos ellos escritos con una prosa pulcra y brillante, ya que, como se indica en el estudio introductorio, si había algo que este Nobel de Literatura cuidaba con esmero eran los textos de sus discursos. Se incluye también una reveladora carta final escrita por Churchill en el momento de la solicitud de adhesión del Reino Unido a las Comunidades Europeas.

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Información

Año
2017
ISBN
9788490558003
Edición
1
Categoría
History

1. DISCURSO EN LA SESIÓN CONJUNTA DEL SENADO Y LA CÁMARA DE REPRESENTANTES DE BÉLGICA

[Bruselas, 16 de noviembre de 1945 [55]]
La amistad entre Gran Bretaña y Bélgica culmina en la gran lucha de 1914-1918. Esperamos después el final de las guerras, pero fuimos testigos de una lucha mundial todavía más destructiva. ¿Era necesaria? No me cabe duda de que una orientación firme y una acción conjunta de las potencias victoriosas habrían prevenido esta última catástrofe. El presidente Roosevelt me preguntó un día cómo habría que llamar a esta guerra. Mi respuesta fue «la Guerra Innecesaria». Si los Estados Unidos se hubieran implicado activamente en la Sociedad de Naciones y si esta hubiera estado preparada para usar la fuerza concertadamente, siquiera una fuerza exclusivamente europea, y prevenir el rearme de Alemania, no habría sido necesaria esta nueva y tremenda sangría. Si los aliados hubieran contenido a Hitler con firmeza en sus primeros momentos, incluso hasta su ocupación de Renania en 1936, este se habría visto forzado a retroceder, y los elementos sensatos de la vida alemana, muy poderosos especialmente en el Estado Mayor, habrían tenido una oportunidad para liberar Alemania del gobierno y el sistema maníaco en cuyas garras había caído.
Tengan en cuenta que por dos veces el pueblo alemán votó mayoritariamente contra Hitler, pero los aliados y la Sociedad de Naciones actuaron con tal debilidad y falta de clarividencia que cada transgresión de Hitler constituía para él un triunfo sobre todas las fuerzas moderadas capaces de contenerlo, hasta que finalmente nos resignamos sin protestar a la política alemana del rearme y de la preparación de la guerra que terminó otra vez en el estallido de una destructiva contienda. Aprendamos al menos de esta terrible lección que, en vano, intenté enseñar antes de la guerra.
La tragedia de Europa ha conmocionado a la humanidad. Ensombrece las páginas de la historia. Sorprenderá y horrorizará a las generaciones futuras. Aquí, en esta tierra hermosa, fértil y templada, sobre la que las más nobles culturas de la humanidad, herederas de la civilización romana, adalides de la caballería cristiana, desarrollaron su genio, sus artes y su literatura, hemos visto, por dos veces a lo largo de nuestra vida, cómo todo eso ha saltado por los aires en medio de convulsiones terribles que han dejado su marca de sombría devastación en tantos viejos estados y ciudades famosas. Si los hijos de Europa no hubieran regresado, cruzando el Atlántico para rescatarnos con sus poderosas armas, todos los pueblos de Europa podrían haber caído en la larga noche del despotismo totalitario nazi.
En la empresa de este rescate también ha desempeñado un papel decisivo nuestra isla británica, que repetidamente en los últimos 400 años ha encabezado coaliciones victoriosas contra los tiranos europeos. Sobre Gran Bretaña recayó el honor y la tremenda responsabilidad de mantener izada la bandera de la libertad en el Viejo Continente hasta que las fuerzas del Nuevo pudieron alcanzarlo. Ha cesado el tronar de los cañones, el terror de los cielos ha acabado, los opresores han sido expulsados y destruidos y nosotros nos encontramos sin resuello, pero todavía vivos, exhaustos pero libres. Delante de nosotros tenemos un futuro por construir o echar a perder. Nos enfrentamos a dos tareas supremas. Tenemos que recuperar la prosperidad de Europa: la civilización europea tiene que resurgir de nuevo del caos y la carnicería en los que se ha visto sumergida. Al mismo tiempo, debemos adoptar aquellas medidas de seguridad colectiva que impidan que el desastre se repita.
Bélgica y el pueblo belga deben desempeñar un honroso papel en estas dos tareas. La restauración y la reconstrucción de Europa, tanto física como moral, son animadas y conducidas por la libertad y la democracia, ideas estrechamente emparentadas. Estas palabras están en boca de todos. Nos han fortalecido y nos han ayudado a unirnos en esta lucha. Nos regocijan en la hora de la victoria. Ahora que el combate ha terminado es necesario dar a esos gloriosos gritos de guerra más amplitud y precisión.
Permítanme que me acerque un poco más a la concepción de una democracia libre basada en la voluntad del pueblo, expresada esta a través de asambleas representativas según fórmulas constitucionales generalmente aceptadas. Existe una forma sencilla y práctica de comprobar la virtud y realidad efectiva de toda democracia política. ¿Se asienta el gobierno de un país sobre bases constitucionales y libres y se asegura al pueblo el derecho a expresar su voluntad con el sufragio? ¿Existe el derecho a expresar libremente las opiniones, a apoyar, oponerse, promover y criticar sin cortapisas al gobierno? ¿Los tribunales de justicia son libres de toda interferencia del ejecutivo o de la amenaza de la violencia popular y, así mismo, libres de todo compromiso con partidos políticos? ¿Aplican estos tribunales leyes bien fundadas e imparciales, asociadas con los principios de decoro y justicia? ¿Se da el mismo trato a pobres y a ricos, a los ciudadanos particulares y a los funcionarios del gobierno? ¿Se observan, afirman y exaltan los derechos del individuo, sujeto no obstante a sus obligaciones con respecto al Estado? ¿El gobierno, en suma, pertenece al pueblo o es el pueblo quien pertenece al gobierno? Estas son algunas de las preguntas más obvias que permiten confirmar la salud y la solidez política de una comunidad.
Por encima de todo, es precisa la tolerancia, el reconocimiento del encanto de la variedad y el respeto de los derechos de las minorías. En otras épocas la Fe se opuso a la Razón y, más tarde, la Libertad a la Fe. La tolerancia fue una de las características esenciales de los grandes movimientos liberales, gloria de la última parte del siglo XIX, cuando la más ferviente devoción religiosa subsiste al lado del pleno ejercicio de la libertad de pensamiento. Bien podemos rememorar esos días pasados, desde cuyas altas cotas de ilustración, compasión y progreso ha caído tan bajo el siglo XX.
Meditemos ahora sobre nuestra otra suprema tarea, la construcción de un instrumento colectivo para la seguridad mundial, en el que todos los pueblos, grandes y pequeños, tienen un interés vital, pero ninguno más que aquellos que se batieron en el famoso «reñidero de Europa». No comparto el punto de vista, en boga desde hace algún tiempo, según el cual la época de los pequeños estados ha terminado y el mundo moderno ha de adaptarse a los grandes imperios. Creo que el nuevo instrumento mundial de Naciones Unidas, en el que basamos tantas esperanzas, será suficientemente fuerte y amplio como para promover la seguridad y la justicia, tanto en los países grandes como en los pequeños. Para ello no se puede prescindir de la ayuda y la guía de los países más importantes. Cuanto más estrechos sean los lazos de fidelidad y amistad que unan a las grandes potencias, más efectiva será la salvaguarda contra la guerra y mayor la seguridad del resto de estados y naciones.
Resulta evidente que los intereses de Gran Bretaña, la Commonwealth y el Imperio Británico cada vez están más interrelacionados con los de los Estados Unidos, y que una unidad fundamental de pensamiento y convicción permea crecientemente el mundo de habla inglesa. De tan extensa y benéfica síntesis solo se pueden esperar ventajas para todo el mundo. Pero nosotros, en Gran Bretaña, también tenemos un tratado de los años veinte con la Rusia soviética que no solo no entra en conflicto con nuestras otras alianzas, sino que nos parece un áncora segura para la paz mundial. Esperamos que a su debido tiempo la alianza y la unión naturales entre Gran Bretaña y Francia puedan verse confirmadas por un nuevo tratado. También están nuestros conocidos y antiguos vínculos con Bélgica y otros países sometidos en los últimos años a pruebas formidables.
Las asociaciones especiales dentro del círculo de Naciones Unidas, como esas de las que he hablado, o la gran unidad del Imperio Británico o la asociación de las dos Américas, lejos de debilitar la estructura de la instancia suprema, deberían ser capaces de fusionarse de tal modo que la hagan indivisible e invencible. No veo razón por la que, bajo la tutela de una organización mundial, no puedan surgir los Estados Unidos de Europa, unificadores de este continente de un modo nunca conocido desde la caída del Imperio Romano, un espacio en el que todos sus pueblos coexistan en prosperidad, justicia y paz.
Winston Churchill celebraba el Día de la Victoria, 1945
El 8 de mayo de 1945, Winston Churchill celebraba el Día de la Victoria.

2. EL NERVIO DE LA PAZ. DISCURSO DEL WESTMINSTER COLLEGE

[Fulton, Missouri, 5 de marzo de 1946 [56]]
Me alegra estar en el Westminster College esta tarde y me halaga recibir el doctorado que me habéis otorgado. El nombre «Westminster» me resulta familiar. ¡Si habré oído hablar de él antes! En Westminster recibí una gran parte de mi educación en política, dialéctica, retórica y una o dos materias más. Así que nos hemos educado en la misma o muy parecida institución, emparentadas ambas, en cualquier caso.
Para un visitante particular constituye también un honor, tal vez único, que el presidente de los Estados Unidos le presente ante un auditorio académico. A pesar de sus numerosos compromisos, obligaciones y responsabilidades —ni buscados ni evitados—, el presidente ha recorrido más de mil kilómetros para dignificar y engrandecer nuestra reunión aquí hoy, dándome la oportunidad de dirigirme a esta nación tan cercana, a mis propios compatriotas del otro lado del océano, y quizás también a otros países. El presidente les ha dicho que es su deseo, y estoy seguro que también el de todos ustedes, que me tome la libertad de expresar mi verdadera opinión en estos tiempos de desasosiego y confusión. Me valdré de esta libertad, a la que ciertamente creo tener derecho, pues he satisfecho todas las ambiciones que albergué en mi juventud más allá de lo imaginable. Quiero aclarar, sin embargo, que no tengo misión oficial alguna ni estatus de ningún tipo y que hablo solo en mi propio nombre. Aquí no hay nada más que lo que ustedes están viendo.
Puedo permitirme, por ello, con la experiencia de toda una vida, opinar sobre los problemas que nos acosan desde el día siguiente a nuestra victoria absoluta por las armas y contribuir, con todas mis fuerzas, a que lo que se ha ganado con tanto sacrificio y sufrimiento sea preservado para la gloria y la seguridad futuras de la humanidad.
Los Estados Unidos se encuentran en la actualidad en la cima del poder mundial. Es este un momento solemne para la democracia americana, pues la hegemonía conlleva la carga imponente de responsabilizarse del futuro. Si miran a su alrededor, no solo experimentarán el sentimiento del deber cumplido, sino también la ansiedad de no caer por debajo del nivel alcanzado. Nuestros dos países tienen delante una oportunidad, clara y grande. Rechazarla, ignorarla o desaprovecharla nos acarreará todos los reproches del tiempo venidero. Es necesario que la presencia de ánimo, la persistencia en el propósito y la resolución inspiren y gobiernen la conducta de los pueblos de habla inglesa en tiempos de paz, como ya sucedió durante la guerra. Tenemos que estar a la altura de estas graves exigencias y creo, por lo que a mí respecta, que lo estaremos.
Cuando los militares americanos abordan una situación seria escriben en el encabezamiento de su directiva las palabras «concepción estratégica global». Esto es sensato en la medida en que clarifica el pensamiento. ¿Cuál debe ser la concepción estratégica global que debemos adoptar ahora? Nada menos que la seguridad y el bienestar, la libertad y el progreso de todos los hogares y familias de todos los hombres y mujeres en todos los países. Me refiero particularmente a las miríadas de casas y apartamentos en los que el afanoso asalariado, en medio de los accidentes y dificultades de la vida, protege a su mujer e hijos de la privación, cría a su familia en el temor de Dios o según las convicciones éticas que a menudo tan importante papel desempeñan.
Para dar seguridad a estos incontables hogares hay que protegerlos de dos terribles merodeadores: la guerra y la tiranía. Todos conocemos la espantosa conmoción en la que cualquier familia se ve inmersa cuando una guerra se lleva por delante a quien gana el pan y a aquellos por quienes este trabaja y se afana. Tenemos ante nosotros la terrible ruina de Europa, aniquiladas todas sus glorias, y la de extensas regiones de Asia. Cuando los designios de hombres malvados o el impulso agresivo de estados poderosos destruyen el marco de la civilización, las gentes humildes se ven copadas por dificultades que no pueden afrontar. Para ellos todo está perturbado, roto, hecho trizas.
En esta tarde apacible me estremece pensar lo que realmente están pasando ahora millones de personas y lo que les espera cuando el hambre acose a toda la tierra. Nadie puede evaluar lo que algunos llaman «la suma inestimable del dolor humano». Nuestra tarea y nuestra obligación supremas son la custodia de los hogares de esta gente sencilla frente a los horrores y las miserias de otra guerra. En eso todos estamos de acuerdo.
Nuestros colegas militares americanos, después de haber proclamado su «concepción estratégica global» y evaluado los recursos disponibles, pasan siempre a la etapa siguiente, la del método. También en este punto hay un acuerdo general. Se ha creado una organización mundial con el propósito esencial de prevenir la guerra. La ONU, sucesora de la Sociedad de Naciones, con la decisiva adhesión de los Estados Unidos y todo lo que ello significa, ya está en marcha. Debemos asegurarnos de que su trabajo sea fructífero, que sea una realidad, no una ficción, y que constituya una fuerza para la acción y no mera palabrería; que sea, en suma, un verdadero templo de la paz en el que los escudos de las naciones puedan descansar un día y no el directorio de una torre de Babel. Antes de que nos deshagamos de los armamentos nacionales, pilar de nuestra seguridad, debemos estar seguros de que nuestro templo se ha construido, no sobre arenas movedizas ni en un lodazal, sino sobre roca. Todo aquel que abra los ojos puede ver que nuestro camino será largo y difícil, pero si perseveramos juntos como ya hicimos en las dos guerras mundiales —aunque no, ay, en su intervalo—, no dudo que alcanzaremos nuestra meta común.
Quiero proponer una acción concreta y práctica. Podemos crear tribunales y magistrados, pero estos no podrán funcionar sin oficiales y agentes de policía. La Organización de las Naciones Unidas debe ser dotada inmediatamente de una fuerza armada internacional. En esta materia solo podemos avanzar paso a paso, pero tenemos que empezar ahora mismo. Propongo que cada potencia y cada estado sean invitados a delegar un cierto número de escuadrillas aéreas al servicio de la organización mundial. Estas escuadrillas serían entrenadas y pertrechadas en sus respectivos países, pero rotarían entre ellos. Vestirían el uniforme de su propio país, pero con insignias diferentes. Aunque estarían a las órdenes de la organización mundial, no se les exigiría actuar contra su propia nación. Esto podría comenzar a pequeña escala, ampliándose en la medida en que lo haga la confianza. Me hubiera gustado verlo después de la Primera Guerra Mundial, pero no fue posible. Ahora, en cambio, creo fervientemente que sí puede hacerse.
Sería una equivocación y una imprudencia confiar el secreto de la bomba atómica, compartido actualmente por los Estados Unidos, Gran Bretaña y Canadá, con la organización mundial mientras esta se encuentre en su infancia. Sería una locura criminal librar ese secreto a un mundo todavía convulso y desunido. Nadie en ningún país ha dormido peor porque este conocimiento y el método y las materias ...

Índice

  1. Estudio introductorio Europe Unite
  2. 1. Discurso en la sesión conjunta del Senado y la Cámara de Representantes de Bélgica
  3. 2. El nervio de la paz. Discurso del Westminster College
  4. 3. Discurso en Metz
  5. 4. Discurso de la Universidad de Zúrich
  6. 5. Mitin del Comité de Europa Unida. Un discurso en el Albert Hall
  7. 6. El Congreso de Europa. Un discurso en La Haya
  8. 7. Conferencia Anual del Partido Conservador. Un discurso en Llandudno
  9. 8. Exposición del Movimiento Europa Unida. Un discurso en El Dorland Hall
  10. 9. Consejo del Movimiento Europeo. Un discurso en la Salle des Beaux Arts
  11. 10. La Europa unida. Discurso en un mitin al aire libre
  12. 11. Asamblea consultiva del Consejo de Europa. Un discurso en Estrasburgo
  13. 12. El Movimiento Europeo. Un discurso en el Kingsway Hall
  14. 13. El Plan Schuman. Un discurso ante la Cámara de los Comunes
  15. 14. Asamblea Consultiva del Consejo de Europa. Un discurso en Estrasburgo
  16. 15. Europa unida. Un discurso en la Alcaldía de Londres
  17. 16. Política exterior. Un discurso ante la Cámara de los Comunes
  18. 17. El Premio Carlomagno. Discurso de recepción del premio
  19. 18. Mensaje a Europa. Un discurso en la convención del Movimiento Europa Unida
  20. Una carta a la señora Doris Moss
  21. Epílogo